1948

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Ocurrió o no ocurrió, de este modo o de otro, ninguna memoria tiene Estado, ningún Estado tiene memoria. Puedo recordar o inventar un recuerdo y, al mismo tiempo, inventar un Estado o pensar que en el pasado fue otro distinto. Ningún Estado puede ser otro si antes no fue no-otro.

Y lo más importante de todo es si es cierto que el hombre confuso del hospital realmente me dijo, llorando amargamente y sin que yo le preguntase nada, que todo en la vida y quizá también en la muerte (aunque reconoció que aún no estaba en ella) se fundamenta en tres principios: venganza, traición y envidia. Le pregunté qué pasaba con el amor, y dijo: amor, solo cuando es traicionado o cuando es por diversión. El amor llega después de la traición, pero en tu caso llegará antes.

Creí que escribiría lo opuesto a un libro encomiable y que lo titularía Lo más divertido que me ocurrió en la guerra. Al final lo he escrito con este otro título, 1948, que no es nada divertido, porque realmente he querido escribir sobre lo más divertido que me ocurrió en la guerra.

Justo después de la conversación con el hombre confuso en la entrada del hospital de la Jerusalén bombardeada, un monasterio italiano transformado en un matadero de soldados, me tendieron en una cama de verdad y me inundó un gran placer al acostarme sobre una sábana después de todos aquellos meses. Me dolía mucho la pierna, pero, cuando me acomodé, me sentí bien, la sábana me rozó la espalda, había un vaso de agua junto a la cama y bebí y, justo cuando empezaba a sentirme como un ser humano, se oyó un fuerte ruido, un proyectil hizo trizas el techo y los jirones que colgaban empezaron a caer como babas, entonces dos monjas me cargaron rápidamente en una camilla y de camino al sótano fui cubriéndome con el antiguo yeso cristiano que continuaba goteando desde el techo. La enfermera me miró, yo estaba medio desnudo, y dijo en un hebreo germanizado que el intento de vencer a Satanás era como una chispa del infierno que cae sobre el vestido de novia del alma. Según Ben Azzai, ¡recuerdo perfectamente que dijo eso!, según Ben Azzai: «Mi alma desea la Torá, que se ocupen otros de la supervivencia del mundo».[1] Había relación entre una cosa y otra. Yo era joven. Ella era joven. Yo estaba medio desnudo. Ella iba vestida de monja. Pero ella había decidido permanecer virgen y yo había sido obligado a ello y, no recuerdo por qué, añadió: ¡los médicos juegan a ser Dios! Creo recordarlo, por más que un terrible dolor no se puede recordar, pero recuerdo que me dolía. Las enfermeras me dejaron, cubierto de polvo, en un colchón esta vez sin sábana. Por algún motivo, me reí y una de las monjas —que, como se suele decir que no hay humor en el cielo, nunca debía de haber oído una risa y no sabía qué era exactamente ese sonido que salía de mí ni por qué se había abierto así mi rostro— me limpió dignamente de arriba abajo y preguntó en qué estaba pensando para hacer semejante mueca con la boca. Hablaba un hebreo bastante fluido y le respondí que no estaba pensando en nada, en nada en absoluto. Ella dijo: pero pareces alguien que sabe pensar, y le dije que puede que intentara pensar, y ella dijo: sabes una cosa, eres un cielo de hombre. Y entonces se calló, porque no sabía qué decirle a un chico de dieciocho años al que iban a amputar una pierna. Le dije que lo que me hacía gracia era que solamente ahora, cuando ya no iba a luchar más, había comprendido que no tenía ni idea de en qué guerra había luchado, ni de lo que me había pasado en esa guerra, ni de por qué había seguido luchando cuando las posibilidades de volver a casa eran nulas. Le dije que me había dado cuenta de que no sabía exactamente quién era. De que no sabía lo que estaba haciendo ni dónde había estado. Cuando me hubo tumbado en el colchón apestoso de aquel sótano que iba llenándose de heridos, corrió hacia el pasillo para ir a por alguien más.

Durante todos los días que duró el combate no pensé. No hice planes. Hice lo que me dijeron y tomé la iniciativa solo cuando no quedó más remedio y hubo que improvisar. Decían duerme, y dormía, decían levanta, y me levantaba. Repartían comida y comía. Cuando no repartían, no sentía hambre. Al parecer, es cierto que nos ponían bromuro de sodio en el agua para evitar que pensásemos en las chicas que un año antes me volvían loco con su floreciente femineidad. Me acordaba de que no había absolutamente nada dentro de mi cráneo golpeado. Éramos como niños, vergonzosamente jóvenes, voluntarios, patanes, partisanos. Yo era el único que había participado antes en movimientos juveniles, a ellos los reclutarían después, cuando nosotros ya hubiésemos terminado de fundarles un Estado. Solo éramos uno de aquí y otro de allá, aún no teníamos ningún tipo de documento, salvo las partidas de nacimiento palestinas (de Eretz Israel), que por supuesto no llevábamos encima. Entonces, ¿por qué me quedé allí, en aquel árido agujero, y no volví a casa cuando el cerco aún no se había cerrado? ¿Por qué no volví a casa? Así nadie habría sabido lo que me había pasado y nadie habría tenido tiempo de pensar y seguramente habrían supuesto que había sido capturado por los jordanos o que había muerto y me habían enterrado en un lugar desconocido como alguien anónimo, como pone en las tumbas del cementerio de la calle Trumpeldor de Tel Aviv, y tal vez encontrarían mi cuerpo, si es que realmente había muerto en cualquier sitio insospechado.

Yo era un mentecato que se convirtió en un valiente y golpeó al enemigo. Eso es lo que era. ¿Acaso me alisté tan pronto, a los diecisiete años y medio, por ser un héroe o quizá porque tenía miedo y huía de algo? Y en tal caso, ¿de qué? Al parecer, era un miedica. Las personas con imaginación tienen miedo. Las personas con imaginación creativa tienen también esa imbecilidad de quienes se ofrecen voluntarios para las causas perdidas. De mi miedo salí siendo un héroe que había vencido sus miedos. Y antes yo solo era un manojo de miedos. A la oscuridad. A la muerte. A las personas. A las aglomeraciones. A las moscas transmisoras de enfermedades, a esos mosquitos Anopheles que transmiten la malaria, de los que hablaba mi madre Sara como si los hubiese conocido personalmente de joven en Eretz Israel. Yo no era un valiente como lo son la mayoría de los soldados. Yo era uno de esos tipos que no se rinden. Alguien que, a pesar del miedo, veía la muerte y no agachaba la cabeza. Sabía que en los pequeños barcos que estaban en el mar deambulaban miles de supervivientes del Holocausto sin hogar a quienes ningún país quería y leí que hacía tres años Herr Goebbels se había preguntado por qué siendo los judíos tan inteligentes y tan instruidos y tocando tan bien, ningún país los quería, y recuerdo que eso se me quedó grabado y quise ayudar a traer a aquellos judíos.

Pero ¿fue esa realmente la razón por la que me alisté en noviembre de 1947, un poco antes de que Naciones Unidas aprobase el Plan de Partición de Palestina? Lo que recuerdo es que simplemente un día, durante el primer trimestre del último curso en el instituto Tijón Jadash, el lugar más maravilloso donde uno podía estar, con Tony Halle, la fascinante directora que parecía una ratita presumida, que un día se subió a una silla, cerró los ojos, que lloraban tras los párpados, y con una especie de profundo anhelo empezó a describir cómo, en 1077, Enrique IV permaneció frente al castillo de Canossa, donde el papa Gregorio VII se ocultaba tras una cortina, y cómo permaneció el pobre Enrique, en el frío, en la nieve, en esa tierra árida, cómo permaneció descalzo, dijo con su gran belleza, cómo permaneció sin zapatos, sin calcetines, sin abrigo, sin camisa, sin calzones, y lloró ante el papa, que se ocultaba bien abrigado y con una chimenea ardiendo a sus espaldas, mientras veía al apuesto Enrique IV, el héroe, el magnífico y querido rey, realmente querido por él, congelado, desnudo e implorando por su alma, y todos nosotros, toda la clase, lloramos al oír la suerte que corrió Enrique IV, y un día simplemente dejé aquel adorable instituto diciendo algo que ni yo mismo podía creer, que con una raíz cúbica no expulsaríamos a los británicos, y me ofrecí voluntario para el Palyam,[2] porque dije que traería a los supervivientes a las costas de Eretz Israel, sin pensar realmente adónde llegarían los barcos con los refugiados. Justo después del entrenamiento en el mar salimos a luchar en las montañas de Jerusalén y en las montañas de Judea. ¿Y qué si dije que me había alistado para traer judíos? ¿Realmente creía que los barcos llegarían al puerto de Jerusalén, que estaba enterrada viva entre el desierto, el verde paisaje y Bab el-Wad? E incluso antes de aquello, nuestros ridículos profesores habían estado machacándonos y dándonos la matraca con lo de construir y ser construidos en Eretz Israel, pero no entendíamos exactamente lo que quería decir eso. ¿Acaso no habíamos nacido aquí? Con los cardos. Con los chacales. Con los carros tirados por mulas con anteojeras, con los higos chumbos, con los granados y los cipreses de bellas copas, así que ¿cómo se construye y se es construido realmente?

Ya se hablaba algo de un Estado hebreo. El concepto de «Estado» no sonaba familiar, no resultaba real; desde hacía dos mil años ¿cuándo había tenido nuestro pueblo un Estado? ¿Y qué tipo de Estado sería? ¿Cómo sería ese pequeño Estado? ¿Liechtenstein, El Congo? ¿Es que Ben Gurión se iba a poner un sombrero de copa y a subirse a una caja, como Herzel en la terraza de Basilea, para parecer más alto? ¿Y con qué pitaría un policía hebreo? ¿Con un cuerno de carnero, con un shofar?

En un viejo libro que estaba oculto tras los libros alemanes de mi padre —marcada con bolígrafo rojo y en la ensortijada caligrafía Rashi con la que a mi padre le gustaba escribir con esa chispa escondida propia de un judío de Galitzia que creía haber nacido en Berlín y que a veces recitaba oraciones hebreas entre los lieder de Schubert y de Brahms— encontré la historia del rabino de Liadi que libró una batalla histórica con el rabino de Kunitz sobre la posible conquista de Moscú por parte de Napoleón. Era urgente decidir de una vez por todas si esa conquista sería buena para los judíos o no y, como el destino de los judíos estaba en juego, el enérgico rabino de Liadi se inquietó tanto por la magnitud de la empresa, que las lágrimas fluyeron de sus ojos y pidió al rabino de Kunitz que se reuniesen en la sinagoga para decidir qué sería bueno para los judíos. Algo ocurrió que hizo retrasarse un poco al rabino de Liadi y el rabino de Kunitz se le adelantó, cogió el shofar y empezó a tocarlo, entonces entró corriendo el rabino de Liadi y le quitó el shofar, interrumpiendo así el sonido del shofar del rabino de Kunitz, y eso fue lo que provocó el fracaso de Napoleón en Moscú y decidió el destino de los judíos.

Eso nos pasó a nosotros. Fuimos a traer judíos por mar y terminamos fundando un Estado en las montañas de Jerusalén. Sería un error decir que luchamos por la fundación de ese Estado, pues ¿cómo íbamos a saber cómo se fundan los Estados? ¿Lo había hecho alguien antes que nosotros? Tonterías, un Estado hebreo era la interrupción del sonido del shofar de otros y, de algún modo, por un milagro que resultó ser una acción, el sonido llegó a su destino. En efecto, cuando el Palmaj conquistó Safed (yo no estaba allí), el alcalde dijo que Safed se había salvado gracias al milagro y las obras: las obras fueron los rezos y el milagro fue que llegó el Palmaj. Tuvimos que hacer milagros. El concepto de Estado era vago, incluso ridículo. Lo primero que sabemos sobre la historia de nuestro pueblo es que nuestro patriarca Abraham huyó de su patria porque oyó a Dios, no al de Moisés sino a otro, cananeo, en Mesopotamia, decirle ¡Vete de tu patria! Así que ¿cómo vamos a saber qué es el amor a la patria? ¿Y cómo vamos nosotros, entre todos los pueblos a los que no se les ocurrió huir de sus patrias durante dos mil años, a convertirnos de repente en un pueblo que ame una tierra propia o no propia y funde en ella un Estado? Nosotros somos un pueblo de maletas, de idas y venidas, de nostalgia de un lugar en el que no hemos estado nunca. Abraham llegó y encontró hambre en la tierra de sus sueños y enseguida se fue a Egipto para comprar grano y, después de mucho tiempo, regresó, como hoy en día regresa un israelí estadounidense con una gran fortuna de California, y es que el Dios de los hebreos se cansó de crear mundos y decidió crear un nuevo mundo hebreo y lo empezó en el cielo y solo después llegó a la tierra, y los Estados no moran en el cielo. Entonces, ¿íbamos a fundar un Estado de nómadas? Nosotros, los mujiks[3] del Señor, a quien detestábamos, para quienes «elextranjero» era el nombre de algún Estado y que solo conocíamos Estados auténticos por nuestra colección de sellos y pensábamos, por el tamaño y la belleza de los sellos, que Luxemburgo era más grande que Estados Unidos y que aprendimos cómo anhelar un Estado pero no cómo fundarlo, especialmente si iba a ser establecido en una zona hostil como la nuestra. ¿Cómo íbamos nosotros a fundar un Estado?

Y hay que recordar que estaba con nosotros aquel loco encantador de Beni Marshak, alias «Politrok», el comisario político, el hadid laico que soñaba con un Estado judío y lloraba a moco tendido de nostalgia por un Estado y calumniaba a los enemigos de Israel hasta durmiendo, el que subió con nosotros desde Cesarea, donde estuvimos esperando a los inmigrantes ilegales que no llegaron, hacia la guerra en las montañas que vaya si llegó, el que gritaba y gritaba, pues gritar sí sabía, que le fundásemos el Estado de una vez, y pensábamos, pobre hombre, quiere un Estado que no existe y, si existiera, sin duda sería Afula, que por entonces era la única ciudad, aunque todas sus casas estuviesen fuera de la ciudad, y que de hecho se utilizaba como estación de autobuses en el camino hacia Emek Yizreel o como parada para ir al retrete de camino hacia Haifa. El pobre Beni de verdad esperó inocentemente durante dos mil años, más unos días cuya duración no está anotada en ningún cuaderno. Entonces le seguimos la corriente porque llevaba dos meses sin dormir y le espiamos y comprobamos que realmente no dormía, no comía, no bebía, no se lavaba (no hacía falta espiarlo para saber que era así) y estaba siempre ocupado en la fundación de un Estado cuya imagen nadie había visto antes que él y, cuando intentaba describirlo, su rostro se deformaba por el llanto que le ahogaba y luego gritaba de emoción. Y cuando ya estábamos hasta el culo de su nostalgia y pensamos que realmente había que hacer algo al respecto y fundar un Estado para Beni, para que nos dejara en paz, nos vimos atrapados en una atalaya, no recuerdo cuál, y un chico guapo, cuyo nombre también he olvidado, se incorporó un instante y fue alcanzado directamente por un proyectil de mortero de tres pulgadas que lo cortó, literalmente lo cortó, como si el proyectil fuese un cuchillo afilado, y vimos como el cuerpo que tenía antes, cuando era guapo y no una ensangrentada salchicha humana como ahora, fue dividido en dos mitades que cayeron hacia los lados. Y la sangre fluía. Lo cubrimos con nuestros shinels, los abrigos militares de lana, gruesos y largos, y alguien preguntó quién era, tal vez era un inmigrante recién llegado que se había tropezado con nosotros, y nos dormimos.

Al no poder arroparnos con nuestros abrigos, teníamos frío. De pronto oímos gritos. Más que gritos, unos alaridos salvajes. Alguien vino a despertarnos en medio de una aterradora oscuridad e informó entre lágrimas y risas mezcladas con una voz ronca que había oído decir a alguien que había oído en una radio a pilas que se decía que Ben Gurión había fundado un Estado y entonces añadió: hala (hablábamos con palabras así), cantemos la Tikvá, y le dijimos a ese majadero ¡venga ya! Ni siquiera nos sabemos la letra de memoria y, además ¿dónde ha fundado Ben Gurión su Estado? Y dijo que se decía que lo había fundado en Tel Aviv y le dijimos: escucha, nosotros estamos sitiados aquí, en Jerusalén, estamos en Bab el-Wad y aquí no hay Estado, y Jerusalén no se encuentra en el Estado de Tel Aviv, y nos dormimos.

Muy temprano, a las cuatro o las cinco de la madrugada, Beni Marshak surgió de la niebla como si se hubiese quitado de encima dos mil años y unos días. De repente se le veía joven, audaz y risueño, saltaba por las montañas, brincaba por las colinas y cantaba, por un instante creí que hasta su olor a sudor rancio había desaparecido. Iba a lo suyo, ni siquiera veía al chico cortado que yacía sobre la tierra cubierto con los abrigos. Se quedó parado y tranquilo, con el pelo revuelto, intentó cantar la Tikvá y le salió el carraspeo eretzisraelí de una generación que creía que si se grita, se tiene más razón. Plantado en la tierra, sin apenas moverse, empezó a bailar una torpe y pesada horá que habían traído de la diáspora, una especie de horá de hasidim, y bailaba con unos ajados pantalones caqui y una Parabellum ceñida a la cintura, porque entonces solo se confiaba en Dios con una pistola en la mano, y era una horá de un solo hombre multiplicado por dos mil años y unos días, y él saltaba, se balanceaba y gritaba: Dios construirá Galilea, / Dios construirá Galilea, y nosotros le dijimos: estamos en Jerusalén; y uno de nosotros, mientras dormía, de pronto se puso a recitar el poema: El hombre ha nacido para morir, / la vaca para parir. / Si has subido a un poste, / tendrás que bajar. Y Beni Marshak gritaba, miserables, bastardos, ¿en qué estáis pensando? ¡Este es un momento histórico! ¡El más histórico en dos mil años! Y de repente se echó a llorar y yo me levanté y me uní a él, yo no quería, estaba cansado, pero Beni suplicaba y me tenía agarrado con su fuerte mano de cuarenta años y, en medio de ninguna parte, a las cuatro o las cinco de la madrugada, en el culo del mundo, junto a un cadáver que empezaba a apestar, sobre una atalaya meada, en medio de los disparos, unos jóvenes imbéciles bailaban y gritaban «Dios construirá Galilea» en una Jerusalén que jamás había visto la Galilea, y gritaban, un Estado hebreo, un Estado hebreo, y mientras bailaba empecé a temblar, se me cerraban los ojos, me puse cerillas entre los párpados y los pómulos, pero me quedé dormido bailando, y Beni corrió a contárselo a otros muchachos. Luego llevamos al hombre cortado a Kiryat Anavim, se lo entregamos a los ancianos de aquel kibutz responsables de los enterramientos y dormimos un poco. Cuando nos despertaron, nos enviaron a luchar a otra batalla y volvimos a olvidar por qué, y eso es lo más gracioso que me pasó en aquella guerra, que fundé un Estado mientras dormía y bailaba una horá junto a un compañero desconocido que estaba partido en dos.

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