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Unas noches después caminábamos por las montañas cantando «Caminamos como muertos», que por lo que sé no fue escrita por Hayim Nahman Bialik, y también «Cuando las chicas sean botellas, / los chicos serán corchos / empujando, empujando», que no fue escrita por Tchernijovsky. La ciudad de Jerusalén estaba vacía, caían proyectiles sobre la Ciudad Eterna, sus habitantes estaban escondidos en las casas de piedra, hambrientos y sedientos. Continuamente había explosiones y moría gente en la calle, en las casas, en los colegios y a mitad de estúpidas canciones. Tras una batalla olvidada de la mano de Dios, que no recuerdo dónde fue, oí que habían muerto cinco de los siete compañeros que habían bailado con Beni Marshak y conmigo en la ridícula celebración sobre la atalaya, y que los dos que no habían muerto fueron trasladados a otra compañía. Así que solo quedaba yo del grupo que había luchado junto desde la batalla de Hulda. Me senté en la hierba en Kiryat Anavim con el petate al lado y esperé. Quería agua, pero no había. Llegó uno que moriría al día siguiente y preguntó dónde estaban los demás, le dije que cinco habían muerto y que dos habían pasado a la compañía de Dado, y él dijo: ven con nosotros en el blindado, te has quedado solo y tenemos trabajo para ti.

Había que llevar al comandante Eban, se trataba de Abba Eban, así lo recuerdo, o tal vez fuera otra persona, de vuelta a Tel Aviv. Jerusalén estaba incomunicada. Abu Hajar, como le apodó después Ezer Weizman, hablaba con un suave y bonito acento inglés, nos miraba con admiración y parecía que confiaba en nosotros, algo que yo en su lugar no hubiese hecho. Después de una noche de tortuoso traqueteo por caminos secundarios y barrancos, detrás de las líneas enemigas y casi dentro de ellas —después de dispararnos por no habernos identificado claramente y responder nosotros a esos disparos aun sin saber exactamente contra quién disparábamos y que dijeran que uno de nosotros había matado un burro pero nadie más que yo se compadeciese del pobre burro árabe— llegamos a Tel Aviv por la mañana temprano. Entramos en la ciudad y se oyó una sirena. Aviones egipcios bombardeaban la ciudad y la gente intentaba dirigirse a los refugios. Bajamos del vehículo blindado junto a la estación de autobuses, a lo lejos vimos heridos y corrimos a auxiliarlos, entonces cayeron más bombas y vimos cómo los aviones egipcios surcaban el cielo haciendo un tremendo ruido, pero estábamos cansados y ya había mucha gente allí que había llegado a auxiliar a los heridos, así que nos quedamos a estirar los huesos, porque llevábamos ocho horas hacinados en el vehículo blindado y armado, y Abba Eban se metió en el refugio más cercano y se oyeron explosiones y yo me dirigí a casa de mis padres.

En las calles no había nadie y reinaba el silencio, a excepción de algunas ráfagas de fuego antiaéreo, y vi a ancianos de la generación de mi padre con boinas negras en las que podía leerse: «Guardia ciudadana». Oí sus pitidos y sus gritos, «Hagan el favor de apagar la luz», a pesar de que ya era de día y no estaba oscuro, pero los ancianos estaban confusos y cansados y llevaban máscaras antigás colgadas de los hombros y gritaban: «Hagan el favor de bajar a los refugios», «Hagan el favor de apagar la luz», y ¿quién dice hoy en día «Hagan el favor»? Esa bella y antigua forma de hablar ha permanecido en Berlín, que por aquel entonces solo vivía en Tel Aviv de alquiler.

Observé las casas que estaban tan plantadas en las calles que yo conocía y en las que había crecido. Sentí envidia de la gente que no se veía por la calle, con la que tal vez soñé como a través de un opaco cristal. Pensé en mi padre, que cuando los italianos bombardearon Tel Aviv en la Gran Guerra se negó a bajar al refugio porque, según las estadísticas, eso explicó, las posibilidades de que alguien fuera alcanzado en Tel Aviv eran una entre cinco millones. Por tanto, se quedó en su habitación de la cuarta planta, frente al mar y frente a los chacales que deambulaban de noche junto al cementerio musulmán, leyendo a Jean Paul o a Heine, hasta que un día, de pronto, bajó al refugio. Todos se sorprendieron y le preguntaron: Moshé, ¿qué hay de tus estadísticas? Y él dijo que había oído en la BBC que en Moscú había un zoológico donde solo quedaba un elefante y que ese elefante había muerto en el bombardeo de hacía dos días.

Antes de poder llegar a nuestro piso de la calle Ben Yehuda, 129, cayeron bombas bastante cerca de allí, creo que en la calle Arlozoroff. Al entrar en el edificio vi a los vecinos envueltos en mantas en el portal, que hacía las veces de refugio y que estaba protegido de la metralla por una pared de ladrillos blancos, y al parecer me saludaron y se sorprendieron de verme porque sabían que me había ido. Moví la cabeza, no tenía palabras, y subí las escaleras y entré en el piso. Mi madre echó a correr detrás de mí. Más tarde me contó que entré en casa sin saludar y sin decir una palabra, que me fui rápidamente a mi habitación y la de mi hermana Mira, que por entonces tenía unos siete años, di un portazo y no salí en mucho rato. No comí. No bebí. Me pasé horas y horas dibujando con unas tizas de colores que encontré en el cajón de mi mesa. Parece ser que moví la mesa y me subí encima para pintar también en el techo. Pinté cosas horribles, monstruosas, pinté águilas, pinté un buitre con el ojo de un hombre en el pico, pinté supervivientes del Holocausto, que ya por entonces se veían por las calles, pinté tejados, en especial uno del que al parecer yo creía que quería saltar. No permití que nadie entrara. Después de la guerra, cuando volví a ver aquellos dibujos, los borré.

Mientras dibujaba recuerdo que un olor a salchicha asada procedente de la cocina penetraba por la ventana situada sobre la cama de mi hermana. Me arrastré hasta la cocina y me tragué la salchicha y recuerdo vagamente el infiernillo y estaba también el hornillo Primus con una cacerola llena de gulasch esperándome en vano. Oí el llanto de mi madre y de algún modo recuerdo, como en sueños, que salí al balcón y contemplé abstraído mi mar, que se había convertido en mi hogar, más que todas las casas donde alguna vez había vivido, y cuya profunda belleza azul las tardes de invierno era mi vida secreta, y oí el triste aullido de los chacales junto al cementerio musulmán y recuerdo la música de los canalones con la lluvia que me golpeaba y el sol cortando el mar y parece que todo aquello de algún modo me daba seguridad.

Mi padre y mi madre, eso dijeron después, comprendieron y no preguntaron. Ni siquiera sabían que llegaba de Jerusalén. Tras una noche y medio día, salí de la casa y fui a la estación de autobuses, que estaba casi derruida. Hice parte del camino corriendo. Allí esperaba el blindado y, con él, otros chicos que parecían dormidos de pie. Un avión surcó el cielo. Un hombre gordo me dio un cigarro Simon Arzt egipcio con boquilla dorada, de esos que ya no se veían por aquí. Me detuve al lado de ellos. No nos saludamos. No recuerdo el inicio del viaje, solo que era pleno día y había mucha luz y que, cuando llegamos a Bab el-Wad, nos reconocieron y comenzó un tiroteo masivo. Respondimos a los disparos en marcha a través de las ranuras que abrimos y, cuando me retiré un poco para cambiar el cargador, una bala entró por una ranura abierta y empezó a volar de un lado a otro. Sonaba como una abeja de acero chocando sin fuerza contra las paredes. No teníamos escapatoria. Vimos flechas de fuego pasando y nosotros estábamos atrapados y la bala volaba, volaba y volaba, y en el aire había un olor a sorpresa más que a miedo porque no nos habían preparado para una situación así. Solo por la estela de luz turbia que dejaba a su paso se podía distinguir la bala y dos de los nuestros nos cayeron a los pies. Se agitaron un poco, gritaron y, de repente, se callaron y su sangre fluyó. La bala siguió volando hasta que perdió la fuerza. Entonces la cogió Mishka y la tiró fuera como si quisiera vengarse de ella. Los cadáveres que estaban a nuestros pies, con la saliva chorreándoles por la boca; continuaron el viaje.

Llevo cincuenta y nueve años intentando escribir sobre todo aquello. En 1949, cuando era marinero en el barco Pan York, cuando ayudé a traer a Israel a supervivientes del Holocausto, escribí un libro titulado Los compañeros de Beni, de Beni Marshak, claro está. Una hermosa mujer del pueblo Kfar Yehoshúa copió el manuscrito, pero nadie lo quiso y se perdió.

No estoy seguro de lo que recuerdo realmente, no confío en la memoria, es astuta y no hay en ella una única verdad. ¿Y qué es realmente lo importante? Una mentira como resultado de la búsqueda de la verdad puede ser más auténtica que la verdad. Piensas y, al cabo de un rato, recuerdas solo lo que quieres. Yo era un joven de diecisiete años y medio, un buen chico de Tel Aviv en medio de un baño de sangre. Intento pescarme a mí mismo de aquello que me parecen recuerdos, pero tal vez estuve en otro lugar. Un hombre serio me dijo años más tarde que la historia de la bala dentro del vehículo blindado no ocurrió en Bab el-Wad sino en el monte Sión. ¿Tendrá razón? ¿Y entonces? ¿Y si resultara que me pasé cinco meses tumbado bajo un edredón de plumas en el magnífico palacio de mi difunto abuelo Yankele Hariri, un aristócrata judío de Venezuela, y soñé todas esas cosas?

¿Quién era yo entonces? ¿Qué hacía exactamente?

¿Iba al baño? ¿Teníamos baño? ¿Alguna vez me lavé allí los dientes? ¿Tenía cepillo de dientes? ¿Me lavaba los dientes como cualquier buen chico de Eretz Israel? ¿De dónde sacaba la pasta? ¿Y qué hacía entre batalla y batalla? ¿Quién era, en qué pensaba la mayoría de las veces que no recuerdo que pensase? ¿Y qué es un recuerdo? Un recuerdo es lo que yo escribo que es un recuerdo.

Soy un viejo enfermo pensando en el nuevo Estado que fundó Ben Gurión, un Estado que hoy tiene sesenta años, cuyos padres ya no están vivos y cuyos herederos, unos estúpidos, mentecatos, rateros y granujas, han olvidado de dónde vienen. El recuerdo es difícil para quien no estuvo allí y no vio cómo buenas personas se equivocaron y no se equivocaron, cómo tomaron decisiones sorprendentes, pero también audaces. Recordar; y muy pronto no quedará nadie de los que estuvieron allí conmigo, aunque veo que hoy en día hay más de los que había entonces. Se han multiplicado tras la muerte. Hoy día hay un museo del Palmaj más grande de lo que era todo el Palmaj cuando existía el Palmaj y, además, está la generación del Palmaj, que hace películas del Palmaj y organiza convenciones del Palmaj y nombra comités conmemorativos del Palmaj, también se otorgan premios del Palmaj y se reescribe la historia del Palmaj: ¡han fundado una empresa para distorsionar el recuerdo del Palmaj! El verdadero Palmaj fue liquidado en 1948 por orden de Ben Gurión, quien, con su brutal fanatismo, comprendió que había que disgregar a los ejércitos privados de los partidos, de los que el Palmaj formaba parte, sin importar cuánta sangre derramó, cuánta felicidad trajo finalmente ni cómo, con unos cuantos batallones más, fundó un Estado de la nada. En una triste convención en el Bet Haam gritaron: «Ya ha cumplido con su obligación, ya puede largarse». Tras su muerte, el Palmaj se convirtió en un gran ejército con un gigantesco palacio donde el noventa por ciento de sus asiduos no estaban en el Palmaj por aquel entonces, cuando se luchó. Como se suele decir, hay vida después de la muerte, al menos así es para los movimientos de resistencia israelíes.

Israel. Judea. Estado hebreo. Judío. Israelí. Tal vez no sea más que una nueva Canaán, la tierra de los amorritas, de los hivitas, de los jebuseos, el Estado de los judíos. Nosotros, en vez de maestros, tuvimos profetas oradores que querían que los redimiésemos, que venciésemos a los nazis, su nombre sea borrado de la tierra. «Nosotros», yo soy una excepción, ya que mi padre era indiferente a los nuevos Estados en Oriente Medio y leía libros en alemán y escuchaba cuartetos de Beethoven y música de Monteverdi y soñaba en alemán con Berlín, pero casi todos mis compañeros tenían padres que hablaban yiddish, rumano o húngaro y, cuando empezamos a sentir que la guerra se avecinaba, quedaron espantados porque solo entonces se les informó de que sus familias, a las que habían dejado al emigrar a Eretz Israel, habían sido exterminadas en el Holocausto que acababa de terminar. Nos enviaron con gran entusiasmo a fundar un Estado para sus familias asesinadas, a fundar un Estado para sus muertos, y ellos no sabían que el Estado sería una especie de manicomio en el desierto, todo sembrado de la harina de huesos de judíos que no lograron llegar vivos.

Israel es efectivamente un Estado de muertos. Se fundó para los muertos. Es un recuerdo de que podrían no haber muerto si se hubiese fundado cincuenta años antes. ¿Cómo puede un Estado judío vivir con el vínculo histórico de una especie de Dios que asesinó con frialdad, con indiferencia, a un tercio de su pueblo? Detrás de nosotros hubo viejos y melancólicos revolucionarios que creían en el mismo «a pesar de todo» de Brenner. Algunos de ellos eran extravagantes, de baja estatura y envidiosos, bellos en su celo y en su amor por una historia que dio derecho a sus hijos a vengarlos, y quizá también fuesen nobles en el sentido más pobre de la palabra y nos vieran por un solo instante en las crónicas de Israel, un pueblo eterno, un pueblo ancestral que lleva buscando dos mil años vivir con honor y no sabe cómo se vive con honor, un pueblo al que le gusta añorar más que vivir, que nació en el desierto y se fue de su patria, de la casa de sus padres, para vagar y ser golpeado, pero no para hacer algo audaz con toda esa nostalgia. Nuestros maestros pensaban que reviviríamos nuestra antigua tierra, nuestra casa nacional, y seríamos los vengadores de la historia de Israel, los vengadores de los pogromos. Querían que llevásemos a cabo una gigantesca operación de represalia contra la historia judía, como en El discurso de Hayim Hazaz, que todos aprendimos de memoria. Querían que empezásemos a crear una nueva historia judía, varonil, nuestra, y que dejásemos de vivir de la caridad de la historia de los demás. Teníamos que proporcionar honor al pueblo humillado que fue atacado para exterminarlo y nos dispusimos a fundar un estado contra Chmelnitzky, contra los cosacos y contra los alemanes, y todo lo que encontramos enfrente fueron árabes que conocíamos porque nos habían disparado en los años treinta cuando íbamos hacia Gedera, y por los burros, por el mercado de Yafo, por los gritos de «Itbaj al yahud», «Muerte a los judíos», por el sabroso humus, por el café con cardamomo, por la playa Khayyat de aquel aristócrata árabe a quien mi padre gustaba visitar en su palacio de Haifa, por las historias de Hanita y Wingate y, desde 1920, por la matanza, la ira y la lucha.

Lo que ocurrió aquí hace dos mil años era para nuestros antepasados una leyenda, trozos de arcilla quemados, y para nosotros lo que ocurrió entonces es historia y geografía. Éramos los hijos de la Biblia, pero también los hijos del Libro de leyendas de Bialik y Ravnitzky, y nos gustaba leer cómo Moisés vio a Josué entrar en la tienda de reunión, tuvo envidia de él y dijo a Dios: «Cien muertes y ni rastro de envidia».[4] Nuestros padres eran polacos, rusos, alemanes, rumanos y griegos que conocieron las calamidades y la humillación y vinieron a la patria histórica para hacer que nuestros días fuesen como antes. Hace sesenta años, desde diciembre de 1947 hasta finales de 1948, éramos realmente «los de hermoso cabello y semblante».[5] Puedo jurar que lo éramos.

Entonces había tres tipos de pasta de dientes: Shemen y Shemhav, de la sanidad pública, y la Collins británica, que era la joya de la corona. Fumábamos Matossian, Latif, Degel, Odem, Dubek, Players, Craven, diez cigarrillos por paquete. Estábamos casi sin armas, con oficiales sedientos de batalla pero carentes de experiencia de combate que antes de convertirse en oficiales todo lo que sabían de la guerra asesina, cruel y sangrienta era volar puentes y golpearse unos a otros en una batalla cuerpo a cuerpo. Y, de hecho, y esto no es retórica, a pesar de las cosas que han escrito sobre nosotros gentes de mal corazón que se han inventado una historia nueva, efectivamente éramos pocos. Durante aquellos amargos meses, hasta el primer alto el fuego, estábamos solos, hambrientos y sedientos. La mayoría de nuestros coetáneos aún no se habían alistado. Solo después fueron reclutados y obligados a dejar el instituto antes de terminar el último curso, pero con el certificado de bachiller en la mano. Y yo solo tenía el certificado de haber terminado la educación elemental, que tampoco era nada del otro mundo.

Me alisté antes, unos meses antes, y todavía hoy dudo de si era estúpido por caerme una y otra vez de la bicicleta que me regalaron en mi bar mitzvá, una bici Peugeot roja cuando todos montaban en una Raleigh. Y tal vez me golpeaba la cabeza por ir mirando a todas las chicas guapas que pasaban por la calle e incluso a las que no eran guapas, qué sabía yo entonces de la belleza de las chicas. Nunca terminé el instituto y, cuando mis compañeros del colegio fueron reclutados, ya les habíamos fundado un Estado para el que ser reclutados.

Estábamos en Jerusalén y en Bab el-Wad. No éramos como otras brigadas de jóvenes procedentes de kibutz, de los grupos de preparación agrícola, las tiendas de campaña del Palmaj y las canciones hasta el alba; entre nosotros había algunos que eran de los kibutz y habían estudiado en el colegio, pero la mayoría éramos unos patanes salidos de todo tipo de agujeros: de las colonias agrícolas, de Mahlul, de Shipur Hayan, de Gedera, Kfar Malal, de Kfar Yehezkel, de Haifa, de Kfar Saba, de Nahalal, de Musrara. Nos colábamos en todo tipo de sitios, no teníamos ni un céntimo, y caminábamos cantando cómo moriríamos en Bab el-Wad. Cantábamos con placer y con coraje. Éramos tan majaderos, que pensábamos que realmente sería estupendo morir en Bab el-Wad e imaginábamos cómo nos dispararían misiles anticarro.

Efectivamente, éramos de hermoso cabello y semblante, pero listos, no. Los listos no eligen morir cuando tienen diecisiete, dieciocho o ni siquiera veinte años. Los listos prefieren Estados reales en vez de Estados soñados. Los listos no intentan fundar Estados nuevos con los vientos abrasadores del desierto en una tierra llena de árabes nativos y rodeada de Estados árabes que los consideran unos extranjeros perversos.

Llegué a las batallas y a la muerte directamente desde el curso número nueve del Palyam, donde nos enseñaron a nadar, a hacer nudos, a navegar en barcas. En el curso participé tan solo en un campo de tiro en el desierto y, acto seguido, directo a la guerra. Tras la primera carnicería en Hulda, sabía más de la guerra de lo que sabían mis oficiales. Y es que hay que ser un joven loco para luchar en una guerra suicida por alguien que no sabes quién es y por algo sobre lo que no tienes ni remota idea de lo que será. Solo después de la guerra se descubrió, y no siempre con agrado, que fundamos un Estado para unos muertos que no vivirían en él.

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