1948

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Un hermoso día de octubre de 1947 el mar estaba liso como el mármol y unos cuantos amigos fuimos al bar americano de la plaza Herbert Samuel a tomar un helado Special Sundae. De pronto nos dispararon desde la zona de la mezquita Hassan Bek. La gente que se encontraba en el bar americano estaba alarmada y yo intenté ver de dónde provenían los disparos, al parecer mis amigos se habían ido y yo me quedé de pie junto a algo que hoy en día es el edificio de la Ópera, entonces volvieron a oírse disparos y vi una ventana haciéndose pedazos al tiempo que un hombre corría desde el barrio de Manshiyah. Un policía hebreo que vio al hombre aterrado gritó: ese es el árabe que ha disparado. Y entonces corrió a ocultarse en un portal junto a la tienda de fotografía de mi tío Henio, que llevaba veinte años fotografiando a idiotas que querían salir guapos sobre un fondo de junglas de papel, aunque también llevaba veinte años fotografiando, por placer, puestas de sol en la misma playa y a la misma hora, pero ninguna de ellas se ha conservado.

El árabe se quedó clavado en el sitio y atrapado por una mujer gigantesca con el pelo alborotado que tiró al suelo un cucurucho de helado casi lleno para poder moverse libremente, le escupió y le gritó en rumano que ya nunca más volvería a disparar desde Hassan Bek. Volvió a gritar también en alemán para que lo entendiese mejor. Yo quise ayudarlo. Él imploró, lloró y dijo en hebreo que no había sido él quien había disparado y que había llegado hasta allí por error y yo le creí, parecía desdichado y confuso, pero ellos no quisieron creerlo. Habían atrapado a un auténtico enemigo. Llegaron más personas que tiraron los helados a la acera y empezaron a golpear al árabe y a patearlo. Él aullaba y ellos le pegaban por todo lo que les había hecho en la diáspora, intenté tumbarme encima de él para protegerlo y sentí cómo temblaba y tiritaba y le salía sangre de la nariz y yo recibí golpes e insultos incluso del policía hebreo que había salido de su escondite y se había acercado. Me apartó gritando que dejase al maldito árabe porque ese árabe iba a matarme y que ellos nacían para matarnos y le dije que no había visto que fuera a matarme y el policía me abofeteó y gritó: ¿es que no has visto a los que han caído muertos aquí?, ¿qué clase de gilipollas eres? Siguieron con la paliza y se rieron de mí porque le chupaba el culo al árabe, pero no cedí. Oí los estertores del árabe y por primera vez en mi vida vi cómo alguien moría. Vi cómo la vida salía de la boca y de los ojos del árabe, que se volvieron oscuros, unos ojos que ya no veían nada, y cómo acababan los estertores y se convertía en un muerto.

Me fui a casa. Empapado con la sangre del primer hombre muerto que había visto, un pobre árabe que parecía desdichado pero también un pequeño triunfador. Después maté a no pocos árabes y vi más sangre en la guerra, pero aquel fue el primer muerto y lo mataron por nada. Seguro que pensaron que estaban golpeando a Amalek. Se hubiera podido llenar el lago de Kinneret con la sangre de aquel árabe. Volví a casa humillado. Mi madre Sara me cuidó y se compadeció de mí, y mi padre Moshé dijo: aquí todo es salvaje, así es Palestina. Salí a la terraza. Un barco se balanceaba hacia el puerto de Tel Aviv. Del descampado de abajo llegó un olor a hoguera. La imagen del primo de mi padre se mezcló con la del árabe muerto y me provocó dolor o, más que dolor, pena. Me convertí en tierra fértil para los sermones de Aviva, una chica de mi clase, que me convenció para que dejase Hamajanot Haolim y me uniese a otro movimiento juvenil, Hashomer Hatzair, por la idea del Estado binacional que abanderaba y para evitar que ocurrieran cosas como la que le había contado sobre el árabe muerto.

Una de las veces que nos dirigíamos a casa desde el instituto Tijón Jadash, en la calle Hayarkón, nos encontramos con un amigo a quien le gustaba Aviva y que intentaba acercarse a ella a través de mí. Era un chico alto llamado Nahum. Tenía algo que yo nunca he tenido, algo relacionado con las raíces, con la tierra, algo auténtico, oscuro y pobre, no era arrogante, no gritaba, no lanzaba proclamas políticas y odiaba el sentimentalismo, pero cuando todos estábamos estudiando en el instituto, él trabajaba en el puerto para mantener a su familia.

Un día me invitó al puerto. Todo estaba cerrado. Alambradas. Faroles apagados de día. Soldados británicos vigilando. Ametralladoras apuntando en todas direcciones. Me consiguió un pase y fui cacheado a conciencia por un policía inglés fornido y de baja estatura, luego subí con Nahum a uno de los remolcadores que llevaban las barcazas cargadas con bultos y pasajeros desde los barcos hasta el embarcadero y viceversa. Era la primera vez en mi vida que salía al extranjero. Flotaba un olor raro. Trepamos por la rampa del carguero hasta la cubierta. Allí reinaba una atmósfera que no conocía. Olores que no comprendía. Hombres con gorras extrañas que iban de un lado a otro, algunos eran oscuros y llevaban gruesos abrigos. La niebla lo cubría todo y se oían sonidos de idiomas extranjeros. Un hombre bastante joven, tal vez francés, me ofreció un paquete de Craven A y al instante me encendió el cigarro que yo había sacado con una mano, luego se acercó la larga cerilla a la boca para apagarla. Sonrió y dijo en inglés, un idioma que yo apenas hablaba, es bueno para ti, eso dijo. Estaba inquieto por algo, quizá fuera la primera vez en mi vida que tuve una sensación de libertad. Ahí estaba el mar, pero era un mar distinto. Infinito por tres lados y, por el cuarto, mi casa, inmersa en la niebla e invisible. Era un mar completo, sin límites, sin distancias, sin hamacas, sin juegos de palas, sin helados, sin tablas de surf y sin gaseosa. Lo olí. Conocía el olor desde nuestra terraza, pero aquel mar desprendía un aroma a poderío, a todo está permitido. Después le dije a mi padre: he estado fuera de tu tierra, y él se rio, pero más allá de la risa, me comprendió y dijo: es terrible que no permitan venir a los judíos pero todo irá bien. Era extraño oír a alguien decir que todo iría bien, y más a mi padre Moshé. Toda mi vida hasta entonces se había movido entre irá mal e irá aún peor.

En la cubierta, entre los marineros y los estibadores, añoré algún lugar lejano donde todo fuera bien y en el que nunca había estado. Recordé que en 1938, en tercer curso, escribíamos cartas a Alemania: «Querido niño judío: te escribe Yoram K. del colegio Ledugmá de Tel Aviv. Huye enseguida y ven a Eretz Israel, porque si no morirás sin remedio». No escribía simplemente «morirás» sino «morirás sin remedio», pues el niño alemán sabía la diferencia. Recogían las cartas en sacos y las enviaban a Alemania y a Austria. Estábamos en el nuevo puerto de Tel Aviv, con mosquitos zancudos, con moscas, con estibadores de Salónica que maldecían y gritaban, y los pálidos inmigrantes alemanes y austriacos, a cuyos hijos tal vez habíamos escrito que morirían sin remedio si no venían, bajaban avergonzados por la rampa del barco hacia los remolcadores motorizados, con cuidado porque se movían mucho. Así llegamos al muelle, hombres momificados con trajes y mujeres con pieles de zorro alrededor del cuello que temían el ardiente sol, también vi un equipo de esquí. Sudaban en las barcazas y nosotros, con pantalones cortos y camisetas blancas, cantábamos: «Zarpan lejos las naves, / mil manos descargan y construyen. / Nosotros conquistamos la costa y las olas, / nosotros construimos aquí un puerto» y luego recitábamos: «Oh eh, ¿quién va? / ¡Una nave con chimenea! / ¿De dónde vienes, nave? / ¿Y qué nos traes? / Vengo de lejos. / ¡Allí esperan los judíos / con mochila y con bastón / emigrar a Eretz Israel!».

Seguramente pensaron que una troupe de payasos tan pequeños como burbujas de aire había llegado de visita desde los confines de África. Nos veían chillando con los pantalones cortos, con los gorros de tela, con las bastas sandalias del mercado del Carmel y debían de pensar: ¡asiáticos! Nos miraban con desprecio porque venían de Europa, que ya no era suya aunque ellos no lo sabían. Venían de la cultura de mi padre, se habían empapado de la música de Cimarosa y de los frescos de Cimabue, y yo pensé en esa Europa que ya había empezado a expulsarlos y en ellos, que tan solo una semana antes de llegar a Tel Aviv seguramente habían arribado a Trieste o a algún otro puerto y habían viajado en condiciones no muy buenas y se habían topado con el desastre eretzisraelí que para nosotros era el mundo entero.

Un maestro cansado y doliente del destino de la nación, como se definía a sí mismo el maestro Blich, nos llevó a esperar a los judíos. Cuando los vimos llegar, nos pusimos a gritar, qué bien que hayan venido a Eretz Israel, y eso que los viernes representábamos obras sobre el gueto y nos pegábamos barbas de paja pintada y nos poníamos plastilina en la nariz para parecer judíos como los que vendían arenques, se sonaban la nariz haciendo ruido y hablaban yiddish. Solo algunos de nosotros sabían yiddish y casi todos en cuyas casas se hablaba yiddish hacían como que no lo entendían. Nosotros éramos hijos de pioneros, trabajadores hebreos, los hebreos hablan hebreo; iríamos a los kibutz, seríamos Sheikh Abrek, someteríamos el desierto, construiríamos y seríamos construidos en esta tierra. Golpearíamos a los que conspiraban contra nosotros, expulsaríamos a los británicos. Seríamos héroes. Recitamos las palabras de Brenner, «Afortunado aquel que muere con ese conocimiento y con Tel Jai a su cabecera».[15] Pero no estaríamos encogidos de miedo ni seríamos feos como los judíos, eso es lo que decíamos los niños bobos que éramos.

Entonces, ¿quiénes eran judíos? ¿Los que llegaron en 1938 al puerto y les gritamos dándoles la bienvenida? ¿Los que no se fijaron en nosotros? En aquellos días recitábamos con emoción el poema de Avigdor Hameiri, «En un papel blanco como la nieve / ha llegado una carta de la diáspora. / Escribe una madre con lágrimas en los ojos: “A mi buen hijo en Jerusalén: / tu padre ha muerto, tu madre está enferma… / Ven a casa, hijo querido…”. Y la respuesta: “En un papel normal, gris como la ceniza, / va una carta a la diáspora. / Escribe un pionero, con lágrimas en los ojos, Jerusalén, 1929: / Perdóname, madre enferma, / ¡no regresaré a la diáspora! / Si me amas, / ven aquí y abrázame. / ¡No seré más un errante! / No me moveré de aquí jamás…”».

En 1939 ya había sido expulsado el alto comisionado Wauchope, los ingleses habían detenido la inmigración y los árabes habían vencido en los ataques lanzados contra la inmigración judía, de modo que los refugiados judíos ya no podían venir y, aunque intentaban llegar, la mayoría se ahogaba por el camino y solo unos pocos lo lograban.

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