1948

1948


7

Página 10 de 29

7

Pasado un tiempo me senté junto a un pozo en un pueblo. Tal vez fuera Bet Tzurif. No lo recuerdo. Bebí agua fresca de un botijo y comí tréboles sin poder deshacerme de la imagen de los cuerpos degollados. Pensé ¿para qué fueron allí? ¿Veintitrés de los mejores fueron a salvar a unos cuantos? Seis, siete, quizá ocho. Quién entenderá alguna vez lo que ocurrió realmente en aquel valle tenebroso, y pensé, recuerdo cómo de repente pensé, tal vez por primera o segunda vez en toda aquella guerra: por qué fueron veintitrés hombres a defender a seis, por qué veintitrés que eran los mejores cazando, mucho mejores que yo fundando Estados, mejores que todos mis apocados compañeros, pues ¿quiénes éramos nosotros?, ¿acaso teníamos futuro? Aquellos muertos tenían futuro. Podrían haber sido violinistas. Pintores. Científicos. Militares de alto rango. ¿Quién de nosotros será algo en ese futuro que les fue arrebatado?

Subieron veintitrés hombres, cada uno de ellos una leyenda viva, que ya habían obrado con honor, que ya habían demostrado quiénes eran, con Nahum Arieli a la cabeza, impresionante, buen cantante, atractivo, y él fue a defenderme, el noble fue a defender al payaso apocado que era yo, y pensé qué ocurrirá mañana, pasado, se hablará de eso como de un estímulo, se dirá: mirad cómo el Palmaj protege a sus hombres. Hoy sé que de aquella operación nació la leyenda del «Sígueme», el sígueme por el que fueron asesinados los mejores, ¿mereció la pena?, ¿fue inteligente?, ¿acaso alguien más inteligente, más razonable y adulto que yo tenía que cubrirme en el pasillo de la muerte, lanzarse a morir, morir ante mis ojos, ser degollado solo para que yo, que era un niño mimado, permaneciese con vida? ¿Qué vida se puede vivir después de toda esa historia?

Al final, si vencíamos y se fundaba el Estado de Beni Marshak, de Ben Gurión y de la banda de música Chizbatron, estarían allí todos aquellos que no lucharon por su creación, que no se ofrecieron voluntarios, y ellos serían la sal de la tierra, el azúcar de la tierra, el caramelo de la tierra, el dulce de la tierra, la chumbera que se convertiría en el chocolate amargo Liber. Mientras que nosotros, los impuros, nos convertiríamos en flores de la tierra de Israel que no arraigarían porque alguien más grande murió por ellos. Cómo iba a vivir yo con toda la sangre que se derramó para que yo no muriera, me pregunté. Tal vez lo pensé un poco después, cuando ya había sido herido y descansaba en la pensión Bickel en la Jerusalén sitiada, golpeada, enferma, sedienta y hambrienta.

Entonces pude pensar que sin Nahum Arieli y sus compañeros no se fundaría el Estado, que con ellos se había destruido la fuerza que debería habernos seguido en la batalla. Y ahora, cuando escribo esto siendo un anciano enfermo, creo que el «Sígueme» fue maravilloso y noble, pero erróneo. No debería haberse creado un mito del «Sígueme» sobre El Qastel. Los buenos siempre valen más. Ellos podrían haber aportado algo que yo jamás podré aportar. Nahum Arieli habría sido jefe del Estado Mayor o ministro de Defensa, y yo me quedé como un miembro desarraigado, escondido en mi casa y escribiendo lo que no fui y en lo que no me convertí, escribiendo mi vida comparándola con la de Nahum Arieli y la de Simón Alfasi, el héroe entre los hombres, quien acuñó esa terrible frase, «¡Soldados, retirada! ¡Los oficiales cubrirán la retirada!», y murió. Y murieron todos, hasta el último de ellos.

No sé. Quedé con vida. Me dispararon. Fallaron. No fallaron, pero mi vida es tan banal como una piltrafa. El «Sígueme» se convirtió en el error más horrendo y más noble de aquella terrible guerra tan difícil de explicar hoy día. Qué es una guerra sin carros de combate, sin aviones, solo con algunos pequeños Primus[18] destartalados moviéndose en el cielo, sin armas, sin comida, sin agua, sin cañones, sin ropa de repuesto, sin nada, en una Jerusalén sitiada, golpeada, con proyectiles cayendo constantemente y gente muriendo en la cola para el agua y el queroseno. ¿Cómo explicar hoy a los jóvenes soldados que morirán en otras guerras, con equipamiento e instrucción, qué es el espíritu del Palmaj? ¿Qué es el espíritu del hombre? ¿Qué es una visión? ¿Qué es soñar? ¿En qué se sueña? No lo sé. Tal vez todo fue en vano.

Después de regresar medio muerto y de que el país se llenara de supervivientes del Holocausto, a quienes los más graciosos llamaban «jabones», que eran mil veces más fuertes que nosotros, comprendí que había merecido la pena, pero aun así, ¿cómo podía explicar a un joven del barco Pan York, un joven que a los doce años, en Auschwitz, buscó diamantes en el recto de sus padres muertos para vendérselos a los hombres de la SS, lo que ocurrió en El Qastel? El Qastel era un bonito cuento para niños en comparación con lo poco que aquel chico me contó para después guardar silencio durante sesenta años.

Un día, hace muchos años, iba casualmente por la calle Allenby, pasé junto a lo que en el pasado era el cine Allenby y de pronto se detuvo delante de mí un hombre de cabello canoso, muy delgado, que llevaba de la mano a una niña, tal vez su nieta, muy guapa, delicada, asustada ante aquel extraño en mitad de una calle bulliciosa, y tras él iba su mujer, entonces me clavó una mirada de asombro y yo: seguro que lo conozco, pero ¿de dónde? Él me dice: eres Yoram, y yo digo: sí, y él dice: ¿no te acuerdas de mí?, y se echa a reír, yo me río con él y de pronto lo reconozco, sus ojos se me habían quedado grabados detrás de todas las capas de cebolla con las que cada uno se oculta. Comenzamos a hablar, unas cuantas frases, le dije algo, estaba nervioso, él también, y de pronto no había más palabras. Su vida y la mía no habían continuado siendo las mismas. Teníamos un recuerdo de un día en el barco, cuando él era un chico joven, con cicatrices y enfadado, que había vendido los diamantes de sus padres muertos a los hombres de la SS, y ahora era un hombre adulto que me presentaba a su mujer y a su hija o su nieta, no lo recuerdo. Nos quedamos mudos unos instantes y nos separamos porque no teníamos nada que decirnos, los recuerdos intercambiaban miradas y frases, pero no teníamos palabras con las que hablar.

Ir a la siguiente página

Report Page