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Unos meses antes, en el kibutz Sdot Yam, un poco después de que la chica del Leji desapareciera, informaron de que salíamos a tomar Cesarea, que estaba sepultada por la arena y solo sobresalían el minarete de la mezquita y el muelle. El muelle estaba sostenido por columnas de mármol claras que lady Stanhope, de quien se contaba que había dicho que Palestina era una tierra erótica, había traído de Ashkelón el siglo pasado. Mi padre solía llevarme a visitar al bosnio que había abierto un pequeño museo sobre el muelle de Cesarea. Enviaba un coche a la carretera para recogernos. Era un hombre dulce y regordete, con una sonrisa ingenua, que había ido recogiendo montones de monedas, iconos y objetos de cerámica. Nos sentábamos con él en el muelle frente al mar y sacaba dos narguiles, un joven los llenaba, ponía las ascuas, soplaba la ceniza y los encendía, y el hombre y mi padre fumaban y hablaban en alemán de sus años de estudiantes en Heidelberg.

Y ahora nos decían que debíamos salir a tomar Cesarea porque iba a llegar un barco de inmigrantes ilegales y los árabes molestaban. Dije que no eran árabes sino bosnios. Dijeron: un árabe es un árabe aunque sea basonio. Dije: bosnio. Dijeron: vale. Explicaron que no debía haber allí árabes que molestasen, ¿y qué era eso de bosnios? Todos eran árabes. Enviaron a uno de nosotros a otear la ciudad y dibujar un mapa y, por la mañana temprano, salimos. Era de noche. Salimos en dos barcas: Dov y Tirtza. Salimos a remo, sin velas, seis remos a cada lado. Teníamos en nuestro poder dos rifles: uno disparaba y el otro había sido sacado del escondrijo y limpiado, pero sabíamos que no dispararía. Llegamos al extremo de la bahía. Alias-Ari y Hayim y Medio dispararon, el primer rifle funcionó, el segundo no. El primero fue probado de nuevo y el proyectil, que estaba sucio de arena, se atascó en el cañón, el rifle se curvó y un mísero proyectil salió, quedó suspendido en el aire e inmediatamente después cayó como la gota de semen de un anciano.

Bajamos a la playa y vimos huir a los bosnios. Caminaban despacio. No parecían sorprendidos ni en retirada. Salían con una gran majestad llena de poderío. Arrastraban sus pertenencias con una especie de amor propio. Mishka golpeó una lata para hacer más ruido y un Primus de la Haganá pasó lentamente por encima de nosotros, descendió e intentó lanzar una bomba, pero esta explotó en el aire y cayó en las dunas. El Primus empezó a descontrolarse y entonces ascendió como un cowboy yiddish. Los bosnios ya estaban hundidos en la arena y vi cómo caminaban con calma. Tal vez su tristeza estaba en su caminar, algo que entonces no comprendí pero que ahora sí comprendo. Pregunté a Alias-Ari a quién molestaban ahí y él dijo: para mí son como un grano en el culo, sencillamente es preciso que no haya árabes ahí y por eso se los expulsa. Fui al museo, el amigo de mi padre había podido llevarse algunas de las antigüedades más raras y Alias-Ari apareció detrás de mí e intentó entrar. Lo detuve y le pedí que no cogiera nada. Me empujó con compasiva camaradería y entró un instante, corrí tras él, se me escapó y salió. Alzó las manos y dijo: mira, ¡limpias!

Nos sentamos a fumar hasta que llegó un oficial y gritó ¡Cesarea está en nuestras manos! Como si hubiésemos vencido a Herodes, a los romanos y a los alemanes. Parecía emocionado. Le dije: ¿cómo que «en nuestras manos»? ¿Qué es eso de «en nuestras manos»? Y otro le dijo: ¡eres un machote! ¡Hurra! A lo lejos aún se veía la caravana de refugiados. Llevaban abrigos y sombreros y ya parecían hormigas mascando arena. Al final de la caravana vi a una niña con un abrigo verde que llevaba una muñeca en la mano. Miraba hacia atrás y era arrastrada por el árabe que identifiqué como el bosnio, el amigo de mi padre, y me entristecí, pero no hice nada. Para todo aquello que vi aún no tenía sustantivo ni adjetivo alguno. El hombre era un movimiento tembloroso en un paisaje indefinido. Había también algo estético en aquel gigantesco cuadro de pedazos de paredes antiguas, columnas de mármol griegas, un minarete medio enterrado bajo el montón de arena que teníamos delante y la caravana humana que parecía ya menos compacta y más perdida.

(Años después asistí a una fiesta en Estados Unidos con motivo de la publicación de un libro mío sobre alguien que tenía una madre judía y un padre árabe, y la lucha del árabe que había en él contra el judío que había en él, y había allí una mujer que vino a hablar conmigo. Dijo que se llamaba Inaya, me presentó a su marido, que, según dijo, era un judío de los agradables y estupendos. Ella era hermosa y alta, y dijo que había escrito una buena crítica sobre el libro y que era palestina. Pregunté de dónde, dijo que de Cesarea. Me contó cómo cuando tenía cinco años los judíos llegaron en barcos de guerra y con cañones y hubo una batalla y los judíos conquistaron la ciudad con gran poderío. Miré a la niña con el abrigo y la muñeca y no le conté lo de los dos rifles que uno disparaba y el otro no. Fue tan amable conmigo. Su marido me contó un chiste sobre un judío, un francés y un inglés y pensé: hace cincuenta años esta niña solo era un punto bosnio en el espacio.)

En Cesarea, el día de la gran conquista, que si no me equivoco fue la primera conquista de un pueblo en la guerra de la Independencia, se veían en el mar lanchas de la policía británica buscando algo y Alias-Ari estaba a mi lado intentando empujarme a entrar de nuevo en el museo, al que me habían asignado vigilar. Llegó un comandante en un jeep, llegó de las dunas, con una pistola al cinto, y cerró el museo con un candado. Llegaron cinco muchachos del kibutz Maagán Mijael con una pistola y palos de combate y salimos en las barcas hacia Sdot Yam. Por la tarde, el comandante habló de que estábamos luchando en una guerra sin alternativa y de que todo estaba decidido. Dije que no comprendía por qué habíamos tenido que conquistar Cesarea, que no se había enfrentado a nosotros, y el hombre dijo que había peligro y que tenía que llegar un barco de inmigrantes ilegales. Pregunté sorprendido dónde estaba y dijo que seguramente habría visto a los ingleses en el mar y se había dirigido hacia otra playa.

Antes de la cena, el comandante nos llamó. Dijo que habían robado oro y plata del museo y que sabía quién era el ladrón, pero, añadió, abandonaremos el campamento durante una hora y el que haya sido, yo por supuesto sé quien es pero soy justo y compasivo y le doy una oportunidad, que lo devuelva en la tienda vacía de la chica del Leji. Nos fuimos. El comandante regresó al cabo de una hora, encontró allí las monedas y no dijo una palabra. Solo él, Alias-Ari y yo supimos quién había sido el ladrón.

Iba caminando por el kibutz. Me encontré con una mujer que dijo en tono burlón que estaba muy orgullosa de que yo hubiese conquistado Cesarea y que a sangre y fuego Judea ha caído, a sangre y fuego Judea se alzará. Le dije que eso era del Etzel[29] y ella dijo: hoy todo es el Etzel y me invitó a su habitación. Sacó un vaso, metió una resistencia eléctrica en el agua, la calentó, sirvió dos vasos de té flojo y se echó a llorar. Le pregunté por qué lloraba. Dijo que se llamaba Tzila y que tenía frío. Dije: te daré mi cazadora. Dijo no era eso lo que la calentaría. Preguntó: ¿sabes que aquí vivió Hannah Senesh?[30] Aquí llorábamos juntas. Es estupendo que hayas sacado de Cesarea a los bosnios nazis, según los mapas allí hay un acueducto romano y un anfiteatro, y nosotros somos judíos, nosotros haremos algo con eso. Pregunté: ¿contra quién? No respondió. Tomé un sorbo de té. Yo no sabía qué hacer, me disculpé y me fui.

Alias-Ari apareció de pronto como si me estuviese siguiendo. Pregunté qué hacía ahí y dijo que pasaba por casualidad, pero que, al oír cómo se entregaba la chica con la que estaba, había pensado que me la estaba trajinando. Me quedé lívido incluso en la oscuridad y dije que solo habíamos estado hablando del frío, del té y de Hannah Senesh, y él me dijo: eres un imbécil y siempre lo serás, y entró. Me quedé a esperarlo y él gritó desde dentro, vete de aquí, ella tiene frío, vete a joder a los bosnios, y la débil luz se apagó.

Luego nos pegamos. Alias-Ari salía a hacer sus búsquedas y de vez en cuando yo le ayudaba. A veces se hacía el enfermo hasta que Hannah se hartó de darle permiso. La última noche fui solo a las dunas y, sin darme cuenta, me puse a escarbar en la arena. ¡Qué arena tan limpia y tan fina, la más antigua de todas! Kilómetros y kilómetros de oro claro y puro. Encima, matorrales y arbustos y, por la noche, el aullido ininterrumpido de los chacales y el mar que brillaba al ser peinado. A mi lado jadeaba una pareja de enamorados. Mis manos dieron con un objeto extraño. Escarbé más profundo en la arena, al final lo encontré. Estaba oscuro y un chico que surgió de pronto con una chica en brazos me gritó que tenían derecho a estar solos y que había lugar para el amor incluso en aquellos días de encarnizada guerra y yo hui de allí. En el barracón limpié lo que había encontrado. Se trataba de una cabeza pequeña y un poco rota de una mujer, por la forma del cabello parecía romana. Alias-Ari la examinó a conciencia, con una lupa y una linterna, y preguntó cuánto quería. Dije: no la vendo. Dijo: la venderás, claro que la venderás. Me quitó la estatuilla, corrí tras él, giró la cabeza hacia mí, tenía una expresión extraña, cruel. Comenzó a golpearme y yo respondí. Al final comprendí que si quería seguir vivo debía perder con honor. Se llevó la cabeza que yo había encontrado y alguien del kibutz lo descubrió, entonces llevaron a Alias-Ari al comedor para juzgarlo, pero cuando empezó el juicio llegó el comandante de las fuerzas navales y dijo que el curso terminaba en ese mismo instante.

Hubo un gran revuelo. Metimos nuestras cosas en los petates que nos habían dado, que habían sido robados en un campamento del ejército británico, y nos mandaron a formar rápidamente. El comandante se puso rojo de emoción, sacó una pistola y disparó una vez al aire. Cantamos el himno del Palmaj y subimos a los camiones. Unos fueron conducidos a Haifa para formar la armada y el resto, que éramos nosotros, a tomar Givat Olga. Se veía a los británicos zarpar en sus lanchas rápidas y a los árabes de algún pueblo correr hacia la colina. Les disparamos, no sé quién ni desde dónde, parecían huir, hubo un breve combate, también yo disparé, me dolía la mano, y entramos en Givat Olga. No tenía ni idea, ni la tengo ahora, de lo que hacíamos allí. En Givat Olga encontramos paquetes de queso Cheddar inglés bastante fuerte y galletas británicas, e hicimos prácticas. Fuimos a Sdot Yam para navegar un poco más en nuestras barcas y un hombre llamado Hasid y su compañero Hajam nos enseñaron qué tipo de enemigo astuto nos esperaba en el mar. Quizá también comimos algo de pescado que Alias-Ari pescó.

Creo que después, o posiblemente antes, salimos a hacer algunas pequeñas operaciones que no pasaron a la historia, Alias-Ari vendió la estatuilla y quiso pagarme y yo le dije: déjame en paz, y creo que hasta tomamos por unas horas un pueblo medio abandonado en la entrada de Wadi Ara y luego nos fuimos. Participamos en algunas escaramuzas insignificantes. Por las noches soñaba con chicas, pero no sabía cómo se sueña con chicas desnudas porque nunca había visto a una chica desnuda.

Se dio la orden de ponernos en marcha, hicimos el petate y nos dirigimos a Sharona. Sharona, que en mi infancia era una colonia alemana reverdecida, se convirtió en un campamento militar cuando los alemanes fueron expulsados por los británicos. Ahora también los británicos se habían ido y nosotros la liberamos para el pueblo de Israel. En mi infancia, comprábamos allí mantequilla y cuajada. Hacían un buen vino y aceite de oliva, sabían de muchas cosas y algunos se hicieron nazis. Cuando vivía en Kiryat Meir, en lo que entonces era un páramo, organizaban marchas y árabes de Sumeil llegaban disfrazados de alemanes. Los británicos los mandaron a todos a Australia. Pero ahora los británicos se habían ido. Aún persistía su penetrante olor en las bonitas casas alemanas. Alias-Ari encontró condones y, en cuanto podía, los vendía caros y explicaba que se trataba de una ganga porque eran de Inglaterra, no como los condones de Eretz Israel, todos llenos de agujeros.

Nos metieron en una vieja y bonita casa de estilo alemán y nos subieron al desván contiguo al antiguo lagar. Nos instalamos en una gran sala con vigas en el techo y empezaron a llegar camiones cargados de cajas. Las cajas contenían armas y municiones. Habían llegado aquella misma mañana en el barco Nora. Se trataba de armas checas que en su momento habían sido fabricadas para la Wehrmacht pero que, cuando terminó la guerra, se habían quedado en los almacenes, y los rusos, que fueron los primeros en apoyar la fundación de un Estado judío, dieron órdenes de enviarlas a Eretz Israel. Fueron trasladadas ilegalmente y después comprendimos que, si el Nora no hubiese sido enviado con Efraim Ilin, habríamos perdido la guerra en Jerusalén por falta de armas. El barco trajo decenas de miles de rifles y montones de munición, algunas metralletas y bastantes ametralladoras.

Nos quedamos en el desván desmontando las armas. Limpiamos la grasa con gasolina. Nos estallaba la cabeza por el fuerte olor de la gasolina y por la nube de gases que caía sobre nosotros. Bajamos a comer algo. Apareció un hombre joven vestido con traje y corbata, y dijo que le habían enviado con nosotros, que su nombre era Yehoshúa pero que para abreviar le llamaban Simón, y decían que era cantante de tangos en el casino del barrio de Bat Galim, que se encontró a una chica y le dijo que quería trajinársela y ella aceptó, pero cuando estaba en plena faena ella le dijo que debía casarse con él y él, que ya se había dejado llevar, se casó con ella porque a un polvo debía seguirle una boda y le dio un hijo. Un día iba caminando con él y le escuché llorar por su matrimonio y encontré una vieja muñeca rota, al parecer de una niña alemana, con los ojos amarillos y brillantes. De pronto me puse triste por aquellos alemanes que habían vivido aquí tantos años y por los árabes de Sumeil, que organizaban marchas nazis en Kiryat Meir con sus señores alemanes, que fueron expulsados; entonces sentí una especie de ahogo amargo y me quedé dormido.

Durante tres días seguimos limpiando las armas. Para no dormirnos cantábamos «Ella vendrá sin pijama vendrá, ella vendrá sin pijama vendrá, ella vendrá sin pijama vendrá, ella vendrá sin pijama vendrá» y «Ella tiene una pierna atornillada y la cabeza clavada / y la mano en la pared deja colgada» y «Durante cientos de años comimos pitas y bebimos café turco / hasta que llegaron los Ben Guriones, los Shartoks y los Waizmannes / y dijeron que Palestina les pertenecía / y que empezásemos a caminar hacia el desierto de Arabia».

Ajustamos las armas siguiendo las instrucciones de uno que decían que era comandante y que parecía poco mayor que yo y las sacamos fuera. Era un día lluvioso, los campos de frutales desprendían un agradable olor, en la lluvia se oyó un ligero llanto y una princesa con pantalones cortos pasó delante de nosotros y dijo: qué, vosotros sois los grandes combatientes, quiénes sois para ser combatientes, quiénes creéis que sois, y no sabíamos lo que decía porque no utilizaba signos de interrogación ni de admiración. Por aquellos días los signos de interrogación eran muestras de inteligencia. Los titulares de los periódicos no daban noticias, sino que hacían preguntas: ¿estallará la guerra? ¿Nos apoyará América? Y ella dijo: sois unos niños mimados, empieza una dura guerra, como no estáis preparados, ahora mismo vais a la casa azul junto al limonero, recibiréis un rifle y una caja de munición cada uno, y no juguéis con el arma, os vais a dormir como buenos chicos y pasado mañana vendrán a buscaros; es una orden.

Por la mañana me di cuenta de que Alias-Ari había desaparecido. Yo ya había aprendido que no había que preguntar por él. Me dirigí a una vieja casa donde alguien del curso había hecho tortillas y café, creo que era del jocoso grupo de veteranos, del que no quedaría nadie con vida unos meses más tarde, tampoco aquel, que en paz descanse, que puede que se llamase Naftuli. Y encontré en el bolsillo de mi abrigo una nota: «No te preocupes. No preguntes. Volveré. Ni una palabra sobre mí. Ari».

Por la tarde nos reunieron y apareció un chico nuevo que dijo que era el comandante de nuestro batallón, que se llamaba Cuarto Batallón y del que nosotros formábamos parte porque las fuerzas navales eran parte de ese batallón desde hacía mucho tiempo y era un batallón magnífico. Yo no sabía en qué era magnífico. El chico habló de la guerra, de las ofensivas, de las matanzas, de la reacción, de la pureza de las armas y de cómo había castrado a un árabe junto al Jordán, de los jóvenes que habían caído en el camino de Jerusalén, y hacia allí nosotros ponemos, eso dijo, nuestros pasos.

Por la noche no pude dormir. Alias-Ari no regresó para arroparme. Yo era joven. De pronto estaba desmontando rifles, contando balas y limpiando espejos y cañones de armas, y añoraba mi cama y mi casa, que estaban a un cuarto de hora andando de Sharona. Miré por la ventana las luces de Tel Aviv y de pronto Alias-Ari despuntó por alguna parte. Fue por el maestro Blich por quien aprendí el significado de despuntar. Me ponía suficiente en las redacciones y mi madre, que daba clase en el mismo colegio, me dijo que las adornase un poco, así que estudié palabras del diccionario. Con despuntar me puso sobresaliente. Y Alias-Ari despuntó y me dijo: ya estoy aquí. Me alegré, porque él me interpretaba esos momentos en que yo no sabía quién era ni qué hacía en aquel lugar donde grandes hombres hablaban de disparos, de muerte y de lucha.

Fuimos juntos a una casa verde y vacía, donde habíamos quedado en encontrarnos para ponernos en marcha. Había muebles de oficina del ejército británico. Alias-Ari sacó dinero del bolsillo y dijo: he hecho dinero. Le pregunté cómo. Dijo: es para los dos. Le dije: Ari, ya te lo he dicho muchas veces, no hagas dinero para mí, hazlo para ti. Él se rio y entonces se puso serio, recuerdo cómo su rostro se volvió sombrío y susurró: eres un caprichoso. Te lo han dado todo. Tu padre con Beethoven y el museo y todos los discos y tú con Shlonsky y Tchernijovsky y todo eso, y tu madre, la maestra, sala de profesores, café por la tarde, yo crecí en las cloacas y tengo buen olfato para las cosas y me río de alguien como tú, pero sabes una cosa, nada más conocerte te odié porque eras un niño bien de Jerusalén que venía de Tel Aviv, pero nunca te olvidaré en la barca que se hundió, con lo de la Enciclopedia juvenil, y lo confuso que estabas, pero también fuiste valiente. Aún eres un niño mimado. Te dolió ver a los árabes huir de Cesarea. Mira, escúchame, no llegarás a nada. No estás lo bastante hambriento como para vivir en este mundo. Yo iba por las noches en el carro de mi padre por la calle Allenby mientras él robaba tuberías de las casas en construcción y yo robaba frascos de colonia en las tiendas que estaban cerradas y se los vendía a las putas del Berale en la calle 3, ¿y tú que hacías? Beethoven.

Se levantó, encendió un cigarro para mí y otro para él y me contó que los pilotos de los Primus llegaban a los terrenos del Centro de Exposiciones situado al norte de Tel Aviv, junto al lugar al que regresamos con la barca, junto al estuario del Yarkón. Conseguían bombas para los aviones de un tal señor Wilenchuk e imploraban por más bombas, pero no tenía suficientes. Seguí a Wilenchuk, un hombre agradable que caminaba hacia el Yarkón, y allí, en una choza árabe abandonada, vi cómo supervisaba la fabricación de las bombas. Me oculté entre los árboles y grité: ¡un ataque!, ¡un ataque! Y realmente hubo justo entonces un ataque, como si Dios trabajase para bastardos como yo y no para Beethovenes como tú, y el ataque ocurrió bastante cerca de allí, en el jardín Hawaii, y murieron varios muchachos. En aquella pequeña fábrica todos eran obreros, no de la Haganá, tan solo gente que iba a trabajar, y se arrojaron sobre las bombas para protegerlas, para proteger las bombas, no para protegerse a sí mismos. Entonces entré a hurtadillas y cogí prestadas diez bombas que Wilenchuk iba a repartir entre los pilotos.

Conduje hasta un bosquecillo en el Yarkón, donde una vez me follé a una chica llamada Heshkovitz, y fui hasta donde estaban los pobres pilotos implorando que les diesen más bombas porque no había bastantes, y les dije: os vendo cada bomba por media libra, y ellos se emocionaron, me abrazaron, compraron las bombas y volaron con sus ridículos Primus, luego dejé el dinero en mi escondite, en el barrio de Shapira, no muy lejos de aquí. ¿Y ahora qué? ¿Vamos a la guerra? He oído que hay mucho dinero en los pueblos árabes. Oro. Los árabes esconden oro en los botijos. No volverá a pasar como en Cesarea con el imbécil ese del comandante. Los árabes no creen en los bancos. Todo su oro y su plata está en botijos con serpientes, para atemorizar a gente como yo que no se asusta por nada.

Mientras Alias-Ari estaba hablando, llegó la mujer carente de signos de interrogación y repartió postales y lapiceros y fuimos conminados a escribir una postal a casa. Dijo que se podía escribir cualquier cosa pero no dónde habéis estado antes ni dónde estáis ahora. Diez minutos después recogió las postales y tachó con un rotulador negro palabras que le parecían peligrosas. También en mi postal encontró varias palabras que debían tacharse. El resultado final de la postal fue este: Hola, papá, mamá y Mira, … salimos… Veo… Nos veremos cuando… Os echo de menos… Saludos a Amikam… Un abrazo, Yoram. Fue la única postal que lograron recibir mis padres hasta que volví a casa aquel día en mitad de la guerra, cuando dos muchachos fueron acribillados dentro del vehículo blindado y llevamos a Abba Eban a Tel Aviv.

Al día siguiente nos subieron hacinados a unos camiones. Alias-Ari compró por diez céntimos un asiento al lado del conductor. El comandante fue a sentarse junto al conductor, porque era comandante, pero Alias-Ari dijo que ya estaba él sentado, el comandante se enfureció y todos oímos las voces que daban, entonces otro oficial que estaba allí dijo que eso era el Palmaj y que no había privilegios y el comandante dijo: pero este mierda ha comprado el sitio y eso tampoco es nada propio del Palmaj, y el conductor dijo: qué pasa, yo no soy del Palmaj, yo soy de la Histadrut.

Viajamos por un camino de tierra, nos íbamos hacia los lados y caíamos unos encima de otros. Uno le vomitó a otro encima y este le pegó, otros cantaron «Ella vendrá sin pijama» y, al final del camino, cansados, con pinta de cadáveres, salvo Alias-Ari, que terminó como recién planchado y tan contento, entramos en un kibutz que dijeron que era el kibutz Hulda. Nos tumbamos en algún sitio, no recuerdo dónde, lloviznaba y limpiamos las armas. Nos dieron pan, sardinas y tomates y oímos disparos. Supusimos que los que habían salido antes que nosotros se encontraron en medio de una batalla que al parecer se estaba librando cerca de allí. Nos dijeron que fuéramos, vete tú a saber hoy adónde; había un bosquecillo y una colina y en ella tal vez había una lápida y un ciprés que se me grabó en la memoria, un ciprés muy bonito y noble, penetraba en el cielo, que parecía estar bajo a causa de la niebla. Corrimos hacia la colina, allí había cadáveres. Se oyeron más disparos. No había ningún oficial con nosotros. Alias-Ari tomó el mando y gritó que fuéramos por aquí o por allá y vimos cientos de árabes abalanzándose hacia nosotros, corriendo, disparando y gritando y Alias-Ari dijo que tanto nuestra planificación como la suya eran pésimas porque nadie sabía qué hacer.

Entre tanto proseguía el combate en la colina y aún no se había establecido comunicación entre las dos batallas, la nuestra y la de la colina, y algunos camiones con comida para Jerusalén fueron saqueados por el camino y algunos vehículos blindados alcanzados. De uno de los blindados llegaban gritos, el fuego era intenso, yo no tenía ninguna experiencia, no sabía cómo silbaban los proyectiles, no llegué a tener miedo porque todo parecía como una película y entonces el comandante del blindado donde todos los soldados habían sido heridos gritó que no podía más, que corría la sangre, había muertos y los demás estaban heridos y que a él no lo harían prisionero para torturarlo.

Y «Adiós, amigos, se acabó». Y el vehículo blindado con sus heridos explotó, se elevó una columna de fuego y reinó el silencio.

Los árabes huyeron para reorganizarse. Algunos de nuestros combatientes venían de los centros de preparación agrícola y habían traído instrumentos musicales que cayeron entre las bombas. Oí una flauta tocando sola frente a algo que tal vez era una metralleta. Luego dormimos como cachorros. Hacía frío. Dormimos sobre la hierba. Cada uno agarrando el rifle con la esvástica grabada. Los camiones de la comida estaban a la sombra de los árboles. Se oyó un ruido. No había comida. Repartieron un poco de agua. Algunos habían traído cosas de casa, pero los oficiales les quitaron a todos lo que no era necesario para los combates y dijeron que a las seis, acabada la guerra, se las devolverían en la plaza Mugrabi, junto a la cabina de teléfonos.

Cada uno recibió veinticinco balas. Moshé Katz dijo que había llegado el día decisivo y recuerdo que pensé que desde que estaba en el Palmaj no había dejado de oír que ese era el día decisivo. Intenté caminar y me caí y vi árabes abalanzándose hacia nosotros. Algunos de nuestros combatientes fueron trasladados para disparar desde el otro lado del bosque y nosotros regresamos al vehículo carbonizado.

Los soldados muertos de su interior fueron tendidos en fila en el suelo. Estaban destrozados y parecían pedazos de carne expuestos en una carnicería. Luego los enterramos. Si no recuerdo mal, aquel fracaso escoció. Murieron unos veinte hombres. Había una profunda tristeza en el aire. Dos días más tarde comenzamos de nuevo. Una caravana de vehículos blindados y de camiones permanecía en la oscuridad esperando la orden y sonaba como un gran tren calentando motores. El comandante vino a decirme que había oído decir a mis compañeros del curso número 9 que yo veía en la oscuridad. Dije que era cierto. Dijo: ahora vas a hacer algo por la nación, y me puso delante de la caravana. Recibí la orden de echar a andar. Caminé por la carretera destruida mientras detrás se movía en silencio una gran caravana de camiones y vehículos blindados y yo estaba allí para asegurar que no hubiera cables de minas atravesando el camino. Encontré varios cables, señalé con la mano y enseguida vinieron a explosionar las minas.

Había que ser un completo idiota, y más que eso, para caminar por campos minados y creer que lo hacía por la nación, a la que nunca conocí personalmente. Cuando llegamos a donde fuera que llegamos, se acercó a mí el comandante, no recuerdo quién era, pero sí recuerdo que cayó poco tiempo después, y dijo que me había portado bien y me dio un cigarro redondo, esos eran los mejores. Normalmente, cuando había cigarros, nos daban siete redondos o veinte Latif planos. Fue agradable fumar ese cigarro redondo con tabaco Virginia.

Luego llegamos al cruce. Despuntó el alba, como le gustaba al maestro Blich, subí a uno de los vehículos y viajamos en caravana hacia Jerusalén. Por el camino nos dispararon. Respondimos a los disparos. Puede que aún no hubiese digerido que antes, por el camino, había sido un muerto andante para que los demás viviesen. Llegamos a la caseta de la última bomba de agua de Bab el-Wad y descansamos. Volvieron a disparar. En esa ocasión corrimos montaña arriba, disparamos a una banda que dejó tras ella cigarros, que recogimos, e hirieron a uno de los nuestros. En un muerto árabe encontraron un mapa de Kiryat Anavim dibujado a bolígrafo. Uno dijo: no sabía que los árabes supiesen dibujar. Dijeron: sí, pero en árabe. Dijo: ¿qué árabe? El árabe se habla, no se dibuja.

Regresamos y la caravana siguió su camino. Me subieron a un camión de alimentos y dijeron que desde ese momento yo era un escolta. Me senté entre dos sacos de harina y hubo algunos disparos, pero nada del otro mundo. En Kiryat Anavim descargamos parte de las provisiones y continuamos hacia Jerusalén. El camino era mísero y estrecho. En la séptima curva de Motza el camión chirrió. El conductor murió de una ráfaga procedente de Qalunya y el camión empezó a zarandearse. Alguien bajó de un salto a la cabina, pisó el freno, subió al conductor muerto entre nuestros sacos de harina y murió de un balazo. No había nadie que supiera conducir, y uno que había estado con nosotros en el curso número 9 dijo que Yoram había conducido coches robados con Alias-Ari. Yo no tuve tiempo de explicar que jamás había conducido, que había sido Alias-Ari quien conducía, y me metí en la cabina del camión. Recordé que se levanta el pie del freno y pisé el embrague, el motor rugió, agarré aquel enorme volante, el camión tembló, porque habían explotado dos neumáticos, y conduje sobre las llantas. Avanzamos durante una hora, puede que hora y media. No sé cómo. Nos disparaban todo el rato y una bala destrozó el gran espejo de mi izquierda, así que no veía lo que tenía detrás, ya que el retrovisor de encima del volante también estaba roto. En Qalunya, antes de la séptima curva, conduje despacio. No tengo ni idea de cómo es que supe conducir. No tenía contacto con los muchachos de arriba a causa de los espejos rotos, pero sabía que ellos estaban disparando y oí el grito de una mujer que al parecer había sido herida. De pronto me di cuenta de que aquel grito tan digno y delicado procedía de la hermosa hija de Ernst, el amigo del alma de mi padre Moshé, a quien después visité en el hospital de Jerusalén antes de que yo mismo fuera herido y hospitalizado. Después de aquello, Rut, la encantadora rubia de la que yo estaba enamorado de pequeño, cojeó durante toda su vida.

Llegamos a Jerusalén. No sabíamos qué día era. La ciudad estaba hambrienta de pan. Nos aplaudieron. En los barrios ultraortodoxos izaron banderas blancas de rendición y nos lanzaron piedras. Me enfurecí. Junto con Alias-Ari, que bajó del segundo camión, golpeamos a algunos de los que lanzaban las piedras. Nos insultaron en yiddish y gritaron «Shabbes», «Shabbes».[31] Alias-Ari le dio a uno un puñetazo que lo estampó contra una pared y dijo: eso te enseñará lo que es Shabbes.

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