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Durante una época vivimos en un granero de Kiryat Anavim y después bajo el gigantesco tejado del establo, que puede que estuviese vacío o puede que no del todo. Más tarde me alojé en una gran tienda de campaña a la entrada de aquel kibutz. A veces me sentaban en el comedor enfrente de un niñato que llevaba en el bolsillo de la camisa un paquete de tabaco Latif. Por supuesto, se abría por arriba. En su interior guardaba la oreja de un árabe. Cada vez que le preguntaban decía que la había arrancado en un sitio distinto. Cuando sacaba la oreja en el comedor para mascarla como si fuese un chicle, algunas chicas huían despavoridas y así lograba hacerse con algo más de comida. No estaba bien no reprenderlo, pero estábamos cansados y hambrientos, todas las noches salíamos a alguna escaramuza y recibíamos un vaso o dos de agua al día para beber y lavarnos, incluso había algunos que hasta hacían la colada con un vaso de agua.

Una vez llegó de pronto agua en un camión, no tengo ni idea de dónde salió. Levantamos un cuarto de baño de campaña y hubo empujones. La suciedad que manaba de la gente parecía piedras negras y se movía como gelatina. El olor era intenso. Intenté lavarme con la poca agua que quedaba, estábamos desnudos y buscando un trozo de jabón, y se rieron de mí porque no podía soportar a hombres desnudos o mujeres desnudas a mi lado y me escondía. Hasta cuando iba a cagar no me dirigía con todos al campo sino que me quedaba aparte e intentaba ocultarme, y el olor era fuerte y penetrante. Así era.

Antes de salir a la batalla decían a los ancianos del kibutz: cavad las tumbas lo antes posible que ya estamos de camino. Había otra frase que decíamos: «Los oficiales dan la orden de ir y los soldados se van a tomar por culo». Entre tanto, intentábamos vivir.

Una mujer alta y bronceada, con pantalones cortos y botas, miró de lejos con cara inexpresiva, caminó por el sendero del kibutz, se detuvo a mi lado y me llamó por mi nombre, luego, tras unas cuantas palabras, me invitó a acompañarla. Una habitación impoluta. Como si la hubiesen limpiado con la lengua, y eso que no había agua. Cajas de naranjas vacías y también libros hacían de mesa y de sillas, y en las paredes había un cuadro del pintor Zvi Shorr y otro de Käthe Kollwitz. Sacó de alguna parte un viejo disco y nada más verlo supe que era de la Deutsche Grammophon de Berlín, que conocía por la colección de mi padre, por los característicos bordes cortados hacia arriba del disco envuelto en trapos.

Me dijo que sabía quién era y que había preguntado por mí y que su marido era un violinista austriaco de Graz, que había sido herido en la mano mientras huía o algo así, no lo sé exactamente, pero incluso en la huida, por los bosques, había conservado aquel disco envolviéndolo en trapos y luego llegó en el barco Knesset Israel a Haifa y de allí a Chipre y después, clandestinamente, a Eretz Israel de nuevo, y protegió el disco incluso en la cola de los retretes del barco. Dijo que una vez estuvo cinco horas esperando su turno y que, durante todo ese tiempo, mantuvo el disco apretado contra el pecho y contó que el comandante del barco se asombró de que el hombre de la mano destrozada no soltara el disco. Lo invitó a su camarote y le dio una mandarina. Y la mujer explicó que allí, en aquel barco, eso era un regalo de Dios. Añadió que el comandante del barco le dijo que, si llegaba a Eretz Israel, debía dirigirse a Jerusalén, donde él, el comandante, había nacido, y que una vez allí debía subir a Har Hatzofim y ver el amanecer más maravilloso del mundo.

Ella estaba de pie y yo sentado. Me miró fijamente, se la veía hermosa e inquieta, como si ya no estuviese conmigo en la habitación, y dijo: después de un año en Chipre logró escapar, pero ya no tenía las manos para tocar. Fue andando desde Haifa hasta Tel Aviv, con el disco, y unos policías británicos lo detuvieron, les dijo en hebreo que no hablaba ningún idioma y se apiadaron de él, se rieron y dijeron: qué llevas ahí, y se lo mostró, se volvieron a reír y lo dejaron marchar y así llegó a Tel Aviv. Preguntó dónde estaba el museo de Tel Aviv y llegó al bulevar Rothschild, y Partos, un amigo suyo de Viena, estaba allí ensayando un cuarteto de Mozart. Partos le presentó a tu padre, Kaniuk, el director del museo, y tu padre le preguntó adónde se dirigía, él dijo que a Jerusalén y tu padre dijo: está sitiada. Dijo que se dirigía hacia allí porque el comandante del barco en el que había llegado le dijo que tenía que ver el amanecer en Jerusalén. Tu padre dijo que creía que a lo mejor tenía allí un hijo en alguna parte.

El hombre salió del museo y de algún modo llegó a Jerusalén. Subió a Har Hatzofim y vio el amanecer, entonces un hombre detuvo el coche a su lado para bajar un momento a orinar y, al ver al desdichado allí de pie con un disco en medio de ninguna parte, le dijo que se dirigía a Kiryat Anavim y que podía llevarlo hasta allí. En la secretaría del kibutz explicó que lo enviaba el comandante del barco en el que había llegado.

La mujer hizo una pausa, me miró, vi una pequeña lágrima junto a su ojo y dijo: me tocaba el turno en el comedor, entró él, muy educado, hambriento pero educado. ¿Y qué había por entonces para comer? Vi cómo cogía el pan duro con las hierbas y un cuarto de sardina, parecía el hombre más hambriento que había visto nunca. Comió con hambre, temblando, pero con educación. Le dieron natillas y dijo que Amnón, el comandante del barco, le había dicho que en Eretz Israel comían fruta fresca. Le dije que lo sentía pero que no quedaba. Había en él una especie de enigmática e intrigante alteridad. Él era de sí mismo. Dos días después nos casamos, sin rabino. Solo algunos amigos sobre el césped. También rompimos el vaso como manda la tradición. Quería luchar, pero le dijeron que en Bergen-Belsen no le habían enseñado a luchar, así que lo dejaron escoltar un convoy. Luego dijo que había oído que tenía un primo en un lugar llamado Kfar Etzion, yo le dije que no fuera allí e intenté disuadirlo, pero él insistió y dijo que debía hacerlo porque aquel hombre era el único pariente que le quedaba en el mundo.

Ella lloró y le dijo que lo amaba, y por aquel entonces no se decían esas cosas. Él le dijo que ella era el único amor de su vida. Y contó que estaba solo. Que toda su familia había sido exterminada. La mujer me miró y siguió con el relato: por la noche, cuando me quedé dormida, se levantó, vi cómo se levantaba, pero no dejé que se diera cuenta, mis ojos se llenaron de lágrimas y se fue. No recuerdo cómo, pero me informaron de que había llegado a Kfar Etzion. Dos días después alguien me trajo una carta que me había enviado, estaba escrita en alemán y no la entendí. Un hombre del kibutz me la leyó y supe que era una especie de responso. Hubo un gran ataque, la masacre de Kfar Etzion, a mi marido lo quemaron vivo.

Trajeron su cuerpo hasta aquí. Se decidió enterrarlo en el cementerio cerca de la parcela del Palmaj, pero no teníamos ningún documento suyo, ni siquiera sabíamos quién era, salvo que se llamaba Kurt. No sabíamos cuál era su verdadero apellido. Su pasaporte era falso, con la foto de un hombre de ochenta años, un pasaporte que le había dado la Haganá cuando repartieron pasaportes por los barcos de inmigrantes ilegales. Hacían cien como esos por la noche y pegaban fotos a lo loco. Dejándose llevar por la primera impresión.

No lloraba al hablar. Dijo que el disco debía ser mío. Kurt dijo que tu padre le contó cuánto le gustaba a su hijo, que eres tú, esta fuga de Bach, y casualmente es lo que hay en el disco, y yo ya no quiero conservar algo así. Él era mi amado.

Yo, el joven de entonces, la envidié cuando pronunció las palabras «mi amado». Regresé a la tienda. Tal vez hiciera calor. Tal vez frío. No me acuerdo. Los muchachos trajeron su gramófono portátil y pusimos los discos árabes que habíamos traído la noche anterior, o tal vez los habíamos traído por la mañana o al mediodía. Los discos estaban hechos de baquelita y, después de escucharlos, los estrellaban contra las rocas. De pronto aquellas canciones me crisparon los nervios, de pronto añoré algo distinto a Abdel Wahab con sus florituras y pedí que me dejaran oír el disco que me habían regalado. Dijeron: estupendo, ahlan wa-sahlan.

Se tumbaron sobre los trapos que por aquel entonces se llamaban camas o se sentaron en el suelo y, como de costumbre, intentaron imaginar ese sabor del tomate que N., nombre ficticio, describía con tanto talento. Puse el disco y me sentí bien. Volví a ser un niño. A estar en paz. A estar en casa con mis padres. Con el mar. Con Amos y nuestros animales, con las anémonas del campo que estaba yendo hacia la calle Hayarkón y con las plantas de fuego cerca de las tumbas de los musulmanes, junto al mar; y me quedé tranquilo.

Entonces pensé que en hebreo, si se cambia el orden de dos letras, la palabra krav, batalla, se convierte en kever, tumba. Escuché el disco una y otra vez, con las palabras resonando en mi cabeza, hasta que los muchachos se hartaron y me dijeron: venga, déjalo ya, pero no podía. Se enfadaron conmigo, qué te pasa, niño mimado, ya está bien con tu Beethoven, y dije: es Bach y dijeron: Beethoven, Bach, la misma mierda, y vi que iban a por mí. Cogí mi arma, la Thompson, les apunté y grité que si alguien se acercaba, dispararía, ya sabéis que maté a un niño, así que seguro que puedo mataros a vosotros. Con una mano le daba a la manivela y con la otra sujetaba la Thompson y así oí el disco varias veces hasta que me engañaron, vinieron por detrás, me agarraron, me tiraron al suelo, quitaron el disco y lo estrellaron contra las rocas. El pobre y viejo disco, el maravilloso disco de Berlín se rompió en mil pedazos. Me levanté y me fui, no recuerdo adónde.

Aquella misma tarde se canceló una operación y todo el batallón fue convocado en el sótano del establo. Allí, de cuando en cuando, oíamos los saludos de casa en una radio que funcionaba con pilas. Todos nos sentamos en silencio. Dado, nuestro comandante más querido, nos ordenó callar y permanecer atentos. La radio trasmitía todo tipo de saludos, todos estábamos en tensión, y entonces dijo el locutor: «Para Yoram Kaniuk, esté donde esté, en tu decimoctavo cumpleaños tus padres desean felicitarte y ponerte el disco que más te gustaba de pequeño». Y entonces, en el silencio más profundo que cabe imaginar, todos se sentaron, pálidos y ofendidos, y se vieron obligados a escuchar de nuevo mi pequeña fuga.

Tal vez haya sido lo más bonito que me ha pasado jamás el día de mi cumpleaños hasta hoy. Fue una dulce venganza. El abrazo de mis padres y de mi hermana. Eso fue lo más fantástico que me ocurrió en esa guerra por la fundación de un Estado para Beni Marshak.

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