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Había una vez un hombre que un día se presentó en la puerta de nuestra casa en la calle Ben Yehuda. En vez de llamar al timbre, dio fuertes golpes en la puerta. La abrí un poco, eché un vistazo y no vi a nadie. De pronto, un instante después, apareció en el resquicio un hombre que tenía la cara como aplastada. Me asusté y le abrí la puerta. Permaneció muy erguido. Antes, cuando no lo había visto, debía de estar agachado. Llevaba una boina azul descolorida y caída hacia un lado. Estaba pálido. Tenía los ojos apagados. Cuando me reconoció, hizo una mueca como de enfado, pero en sus ojos había una especie de chispa pícara, pícara-sombría, como la que había visto una vez en el rostro de un muchacho que estaba con los brazos en alto en una película sobre el gueto de Varsovia. Con su desdichada picardía parecía derrotado, pero fuerte al mismo tiempo. Tenía los ojos entreabiertos y, entonces, con un movimiento brusco, como si intentase esconderse debajo del pequeño felpudo de la entrada, se arrodilló en el suelo como un perro.

La profesora de inglés, la señorita Gross, que acababa de terminar su segundo afeitado del día, oyó el ruido. Abrió su puerta, que estaba al lado de la nuestra, y al ver al hombre gritó aterrada: «¡Os dije que vendrían los nazis!». Y como era habitual cuando llegaban los nazis, corrió a esconderse en el armario de los contadores de la luz, abajo, en el portal. Su padre cazaba leones en África para abastecer los zoológicos de Alemania. Fue golpeado mortalmente la Noche de los Cristales Rotos, cuando se escondió en un gran armario de contadores en un restaurante de la esquina de Fassane Strasse.

El hombre que estaba en la puerta dirigió la vista hacia ella y le clavó una mirada rápida, maliciosa, y vi cómo la sangre abandonaba el rostro de la mujer. Sus ojos entreabiertos la siguieron cuando salió disparada hacia abajo, solo que entonces lo reconsideró y, en vez de bajar hasta el armario de los contadores de la luz, volvió corriendo a su casa, para asomarse al balcón que daba al mar con el deseo de nadar hacia Berlín.

Los ojos del hombre se abrieron, entonces se levantó del suelo y, con una mirada incluso más abatida que antes, me preguntó en tono de reproche si yo era el hijo del «bastardo». Dije que yo era el hijo de Moshé. Él dijo: eiso es lo que he preiguntado, chico. Y yiddish seiguro que sabes. Dije que no. Dijo: lo primeiro en esta tierra ha sido matar a los judíos más de lo que lo hicieiron allí. Dije que sentía no hablar yiddish y, con una sonrisa empalagosa, dijo: tú no, peiro dime una cosa, ¿no sueiñas en yiddish? Un judío solo puede soñar en yiddish y no pueide contar en otro idioma. Dije que yo no hablaba yiddish y que soñaba en hebreo y contaba en hebreo, y él dijo: no te preocupes, cuando mueiras, moreirás en yiddish. Todos los hebreos al morir mueiren en yiddish. El hebreo es un idioma de árabes que se hacen pasar por judíos.

Prosiguió con su divertido acento: hebreo solo sé un poco, estudié en la Ternópol de tu Moishe, y yo digo algo y te ríes de mí, aunque ya veiremos quién ríe el último o el primeiro, peiro el asqueiroso

Deutsche de tu bastardo padre yo no lo hablo. ¿Y dónde está? Dije que él no era un bastardo, y él dijo: ya lo creio que es un bastardo, y gritó: escucha, no estés tan contento. Le dije que no estaba contento, y él dijo: y a peisar de todo, no estreicharé tu mano, peidazo de

sabra[6] bastardo, y veite de una vez a deicir a Moishe que estoy aquí.

Le pregunté quién era, para decírselo a mi padre, y él gritó: él ya sabe quién soy. Y, efectivamente, mi padre oyó el jaleo, seguramente reconoció la voz, salió de su habitación y, al descubrir a aquel hombre delante de él, ambos se quedaron petrificados, como si los hubiese alcanzado un rayo. Parecían muñecos de cera en un momento profundo surgido de sí mismos y empezaron a medirse el uno al otro, entonces el hombre apagado se acercó a mi padre, se detuvo a su lado y luego se alejó, como si se tratase del ballet de Rina Nikova que había visto con mi tía Esti. Entonces se abalanzaron el uno hacia el otro y empezaron a pegarse. Realmente luchaban sin hacer ruido, los gritos se veían pero eran mudos por más que sus bocas se movían y sus cuerpos chillaban. Entonces pasaron al yiddish, y esa fue la primera vez que oí a mi padre hablar en yiddish y la primera vez que lo vi pegar a alguien y la primera vez que lo vi abrazado a alguien. Pues ni siquiera abrazaba a su mujer, tampoco a nosotros, ni a mi hermana ni a mí.

Mi padre ni me vio. No dirigió la mirada hacia mí. Miró la puerta de la vecina y murmuró algo y, al cabo de unos minutos, los dos retrocedieron unos pasos casi al unísono y se alejaron el uno del otro y el forastero escupió. Entonces mi padre, siempre tan elegante, con su ropa bohemia, impecable y hecha a medida en la sastrería de Neumann, mi padre, que hasta al retrete iba con corbata, aquel dandi pobre, se echó al suelo como un animal, sacó un pañuelo blanco almidonado del bolsillo de su camisa azul y limpió el escupitajo de aquel hombre, luego lo dobló a conciencia y volvió a metérselo en el bolsillo. Ese era mi padre, alguien capaz de limpiar los jabones para que estuviesen más limpios. Arrastró al hombre hacia su habitación y cerró la puerta de golpe.

Estuvieron encerrados bastante tiempo en la habitación de mi padre. Al cabo de un rato se oyeron voces y oí al hombre gritar en un hebreo algo extraño, pero lo hizo en hebreo para que también yo lo entendiese. ¿Qué pasa, Moishe? ¿Quieres que tu hijo incircunciso, el

sheygets[7] de Eretz Israel, tu hijo no único Efraim,[8] no lo oiga? Dime, ¿y qué hay de Yoshka? ¿Y qué hay de Bomek? ¿Y de Yetka? ¿Y de Natan, eise amigo de tu hermano Dov Ber, que antes de deisaparecer dijeiron que había matado a un cosaco? ¿Y qué hay de Naftuli, el que se creía un gran poeta? Y mi padre preguntó: ¿qué?, ¿ese que fue futbolista del Hakoach Viena? El hombre dijo: pues claro, y cómo jugaba, era el narciso de Sarón.[9] Y Hassia, ¿cómo es que no tienes un poco de corazón,

a bissel lev? Cómo escapó Motele cuando fue a buscar a tu queirido hermano a Siberia, ¿y dónde estabas tú? Revolvieron cielo y tierra buscándote. Eires un bastardo, Moishe, no por la Torá, que murió allí con nosotros cuando tú huiste, sino por tu padre Mordechai, a quien abandonaste.

Mi madre entró rápidamente en la habitación y preguntó si el hombre quería café, té o algo frío, y él le gritó: no quieiro nada de usted, seiñora Moishe, váyase al infierno, no quieiro frío, ni caliente, ni agua, no quieiro nada.

Mi madre se quedó embelesada por lo que más tarde describió como una revelación, aunque no supo interpretarla ni decir de qué. No era una niña mimada de una casa de huéspedes de Suiza, había crecido en la pobreza y, siendo muy pequeña, llegó en un barco pestilente desde Odessa, luego fue enviada desde Tel Aviv a los campos de En Ganim junto a Petaj Tikvá y los turcos, de los que siempre decía «que su nombre sea borrado», la apaleaban. Vio muchas maravillas. En el exilio de En Ganim se tumbaba en un campo de cardos y buscaba cabras en el pueblo árabe cercano para llevar leche a su padre enfermo. Cuando regresaron a Tel Aviv, solía sentarse junto a su puerta mientras él enseñaba hebreo a jóvenes muchachas, un idioma que estaba prohibido utilizar por orden de los turcos, y ladraba como un perro cada vez que un policía turco se acercaba y, al oír sus ladridos, las chicas empezaban a cantar, como si se tratase de una clase de canto que los turcos sí permitían. Se le murieron todos, su padre, su madre, sus dos hermanos, el chacal, la pandilla, el profesor Bugrashov, el profesor Brenner, el profesor Nesher. Y cuando ocurrieron los incidentes de 1921, se ocupó de los cuerpos calcinados de Brenner y sus amigos. Mi madre conoció guerras, en 1929 y en 1936, y la guerra mundial, pero frente a aquel hombre vi cómo cerró la boca, como si se hubiese convertido de nuevo en el perro de su padre, y salió de la habitación y por unos instantes reinó el silencio.

Entró en la cocina y lloró mientras ponía a calentar agua para nadie, porque mi padre jamás se tomaba el café que ella hacía, solo el café que él mismo preparaba en un extraño aparato que trajo consigo de Alemania, y también odiaba el té por ser demasiado judío. Se oía el romper de las olas y unas veces gritaban y otras hablaban en voz baja. El hombre dijo: Moishe

kim aherr y póstrate ante mí, miserable bastardo; y así comprendí que mi padre se había echado de bruces al suelo, algo que hoy me resulta imposible, pero lo recuerdo, aquello lo recuerdo perfectamente. Y unas dos horas más tarde se abrió la puerta, los dos estaban llorando, mi padre, al que jamás había visto llorar, y el hombre pálido, cuyas lágrimas fluían como agua de un grifo. Salieron de la habitación, el hombre se acercó a mí y de repente se rio. No tenía muchos dientes en la boca, y dijo: polvo, tú, vosotros sois polvo, y en vano, tu padre en vano, tu madre en vano, tú en vano, un hebreo así sí que sé. ¿Cómo un pueblo de judíos se convierte en polvo? ¿Cuándo han vivido los judíos en un Estado propio? No habrá un Estado. Los judíos no son el Keiren Kayeimet ni Ben Gurión. Herzl comprendió eiso y por tanto murió fueira de Eiretz Yisroel, ¿qué iba a buscar él en una tierra de judíos? Aborreicía a judíos como nosotros. Y tu padre, ¿dónde nació? ¿En Berlín? Nació en Ternópol, Galitzia, era austriaco solo porque los bastardos de Francisco José lleigaron hasta allí. Luchó por ellos, se hizo oficial y quiso unirse al ejército alemán. ¿Y tú quién eires? Una espeicie de árabe que no sabe lo que es una lengua judía, y tú beisarás el culo a los aleimanes aquí, que esta vez se han disfrazado de árabes, y traeréis todos los huesos de los judíos para enteirrarlos aquí y habrá aquí un cementeirio para el polvo de los judíos muertos. Tú sabes,

mein Kind, qué clase de hombre eira tu abuelo, y tu padre no me quieire. Se avergüenza de alguien como yo, peiro con los aleimanes es bueno. A ellos los ama. Nos abandonó en Ternópol para que muriésemos. Se disfrazó de aleimán y les chupó el culo a los aleimanes en los bares de nazis de Berlín y tocó allí, y no conmigo. Conmigo no tocó. Yo soy deimasiado judío. Yo, como vosotros deicís, soy diaspórico. Y entonces sonrió con dulzura y suavidad y besó a mi padre en los labios y mi padre le devolvió el beso y, de golpe, se apartó de mi padre, siguió llorando en silencio y estrujó la gorra que llevaba y, antes de salir, volvió la cabeza hacia la habitación de mi padre con todos sus libros alemanes y dijo: tu hijo morirá joven, peiro es como era su atractivo abuelo.

El hombre se fue escaleras abajo con agilidad y mi padre lo siguió con la mirada. Yo estaba fascinado con aquel hombre. Era una estatua caída de un rey muerto. Era un muerto andante. Era un antiguo palacio desmoronado. Mi padre entró rápidamente en su habitación y le oí poner en su gramófono la ópera de Monteverdi que tanto le gustaba. Durante muchos días estuve pensando en aquel hombre y mi padre intentó zafarse de mí. Al final le pregunté quién era aquel hombre y mi padre dijo ¿quién? Dije ¿cómo que quién? El hombre que estuvo aquí, el que habló contigo en yiddish, al que besaste, y de pronto mi padre pareció confuso, como si una nube se hubiese metido en su cabeza. ¿Quién? Aquí no ha habido nadie, repitió, parecía aturdido, y entró en lo que por entonces llamábamos retrete y oí un gemido ahogado.

Por entonces yo era joven. Un hombrecillo de dieciséis años. Nunca había visto espectáculos así —lo máximo que había visto era

Edipo rey en el teatro Habimá dirigido por Tyrone Guthrie, mientras fuera los del Leji[10] y los británicos se disparaban y explotaban algo no muy lejos de allí— y añoraba una inocencia que me había ido abandonando, como había abandonado por entonces a todo el mundo. Las calles empezaron a llenarse de seres miserables que se parecían al hombre que había estado con mi padre, vestidos como príncipes mendigos. La ciudad se llenó de personas destrozadas.

Empecé a ir a buscarlos. A buscar a quien creí que era el primo de mi padre Moshé. Se agrupaban, hablaban en voz baja, compraban y vendían, y uno llevaba un paquete y gritaba termómetro, termómetro barato, y le decían quién necesita un termómetro, y decía compradlo para que no lo necesitéis. Pensé: quién es el hombre que vino a nuestra casa. Quería traerle a hombros a Eretz Israel de nuevo, ser como los héroes de su pueblo.[11] Tenía la horrible sensación de que quien era un don nadie era yo y no él. Yo era culpable por haber comido cuajada durante la guerra cuando iba a Gedera mientras ellos morían. Recuerdo que el maestro Zvi Katan dijo una vez con ira que, mientras su familia era aniquilada en el gueto, aquí teníamos una economía boyante. Había comida. Había dinero. Todos hacían negocios con los ingleses.

Me encontré entonces con un hombre que se pegó a mí. En el hebreo antiguo de las traducciones de hace muchos años, con palabras como

gendarme, posta y

piaster, dijo que le resultaba conocido y que había estado con él en un campo de refugiados cerca de Frankfurt, y yo dije que no había estado allí. Dijo que recordaba perfectamente mis ojos, cómo iba a olvidarlos, si era idéntico a su hijo, que había muerto en aquel maldito lugar, ¿cómo me atrevía a negarlo?, ¿y su hijo estaba muerto? ¿Cómo, cuando yo era él? Le dije que no era yo. Yo solo era un miserable eretzisraelí, un

sabra, de buena familia, mi padre era el director de un museo y, mientras los judíos morían, él organizaba conciertos de cámara donde tocaban a todos sus alemanes. Bach. Beethoven. Cuartetos. Sonatas. El hombre se acercó a mí, me abrazó y gritó: no olvides a tu padre,

mein Kind, y de pronto se irguió y echó a correr, y entonces, se lo aseguro a los fieles lectores que han llegado hasta aquí, salió volando, o así lo recuerdo yo, sobrevoló el cine Mugrabi y rozó el tejado, que empezó a moverse y a abrirse, y el

yekke[12] gordinflón que vendía salchichas en la plaza de abajo le gritó: dime quién es mejor, Goethe o Shakespeare, y cuando dije que Goethe era mejor, me dio una salchicha y escapé de allí muy avergonzado.

Me fui a las dunas. Quería tocarlas para librarme del

yekke gordinflón que vendía salchichas en el Mugrabi con su Goethe y el de mi padre. Quería ser yo, por nosotros, por los eretzisraelíes, por las cidras de Eretz Israel que éramos nosotros, por los adorables y espinosos

sabras que debíamos ser, para eso nos crearon, a diferencia de los feos y equivocados judíos de la diáspora, y frente a ellos yo quería higos chumbos, gaseosa y aullidos de chacales, y pensé en uno que había dicho que les rogaron que se fueran a Eretz Israel para salvarse, era el alto comisionado para los judíos, y que los alemanes querían que se marchasen de Europa porque apestaban y eran una raza miserable, que había una oficina de emigración para judíos en Viena, con Eichmann, un experto en judíos, y que hubiera sido posible, pero ellos no quisieron. Y cuando oí hablar de los campos dije: les está bien, para que aprendan para la próxima vez, y entonces me asusté de las cosas que dije y lloré.

Era tan estúpido como la mayoría de nosotros y pensaba que quizá no sabía mucho sobre mi padre. Cómo era que no tenía familia aquí, salvo una hermana y una prima en Safed que tenía un pequeño hotel en la ladera de la montaña, cuando había montones de tíos y tías, y de primos y primas. Fui a ver a su amigo Ernst, que vivía en la calle Yehoash, uno de sus mejores amigos, y le hablé del hombre que era mi padre. Yo sabía que la mujer de Ernst, Lili, la más delicada de las mujeres, había sido una vez el gran amor de mi padre y él el suyo, y todos sabían que ella era la única mujer a la que había amado. No recuerdo cómo sabía eso a los dieciséis años, pero lo sabía. Ernst se casó con Lili debido al complejo de inferioridad de mi padre Moshé «el

Ostjude», que debido a su terrible necesidad de valorar solo el fracaso y por su amor a los héroes fracasados, por su incapacidad para tocar el violín como Huberman, por su exigencia de ser grande y su conciencia de que realmente no lo era ni podía serlo, y debido a la sensación, como la de la mayoría de la gente, de que no era tan respetable como Ernst, que había nacido rico en Berlín, pensó que no estaba a la altura de Lili, que de verdad lo amaba, y aquel pobre majadero, mi padre, entregó a su única amada, Lili, a su querido amigo Ernst.

Ernst me contó lo que mi padre Moshé no me había dicho nunca. Que tenía a todos esos parientes en Ternópol y que casi todos vivían en la calle Barón Hirsch, hasta que todos, sesenta hombres y mujeres, fueron llevados un día a una zona boscosa cercana y obligados a cavar un hoyo y, cuando hubieron terminado de cavar el hoyo, los empujaron con disparos y los acribillaron a balazos dentro del hoyo y fueron enterrando allí los unos encima de los otros, y dicen que uno de ellos, el hijo del tío Menashe, sobrevivió y llegó a Eretz Israel por Siria, y puede que el hombre que viste sea ese primo. Sentí pena y vergüenza de que mi padre no invitase a aquel hombre a vivir con nosotros y de que no quisiese saber dónde se alojaría. Ernst dijo que aquel hombre estaba enfadado con mi padre por no haberse quedado allí. Por haberlos traicionado y no haber estado con ellos en el montón de cadáveres.

Poco después oí decir a un amigo de mi madre, Zeev Shifman, que el hombre había encontrado trabajo en la refinería de Haifa y, al cabo de un tiempo, cuando ya habían empezado los disturbios, oímos que había muerto en el ataque de los árabes a la refinería, y mi padre dijo con parquedad: aquel hombre que preguntaste quién era ha sido asesinado. Sobrevivió cuando la familia murió allí para morir aquí, en Eretz Israel.

En el piso de abajo vivía la señora Cramsky. Unos días antes tuvo una visita, una anciana con quien me encontré en el portal. Cuando le pregunté si quería que le diera la luz de las escaleras, dijo, como aturdida: no entiendo hebreo; y preguntó: ¿por qué? Dije: porque sí. Dijo: qué es porque sí, ¿porque sí es opuesto a por qué? Dije: porque no es lo contrario a porque sí. Ella dijo: aquí no entiendo nada. La vecina, la señora Cramsky, me tenía cariño y, una vez, hasta le dibujé a su difunto esposo copiando una vieja fotografía que tenía colgada en la pared. Le dije que quería saber cosas de aquella anciana. Le dije que había visto a un hombre que pensaba que yo era otra persona, que alguien había venido a ver a mi padre, que tal vez realmente era su primo, y que mi padre había dicho que ese hombre no había estado, y que yo quería saber.

La señora Cramsky sonrió. ¿Eres un

sabra y quieres saber? Le dije: mucho. Llamó a la anciana. La anciana me miró y dijo: por qué porque sí. Y sonrió sin dientes. La señora Cramsky le dijo algo en polaco y la anciana se acercó a mí, me palpó la cara con delicadeza y se rio. Hacía frío en la habitación. La anciana se sentó encogida junto a la ventana bajo un fuerte rayo de sol que la distorsionaba. La señora Cramsky dijo que la anciana no quería hablar conmigo, pero ella misma me contó durante un buen rato cómo había escapado la anciana y cómo había estado en manos de un hombre y cómo había cargado carretillas descalza por la nieve y cómo deseaban matarla pero la necesitaban porque sabía hacer cálculos. La anciana escuchó con los ojos cerrados su historia tal y como me era contada y empezó a declamar números en alemán. Yo sabía un poco de alemán y ella sumaba y restaba grandes cifras y dijo:

ja, ja, Gottenyu halaj schlafen,[13] y un SS me cortó una oreja. Cómo se fue toda la familia. Cómo se fue todo el pueblo. Y entonces le dijo a la señora Cramsky que yo no comprendía de qué estaba hablando y la señora Cramsky le dijo que sí comprendía y así permanecimos hasta que mi padre bajó con sus zapatillas de estar por casa, que por entonces se llamaban pantuflas, y llamó a la puerta y dijo enfurecido: no lo volváis tarumba con eso de quién sufrió más.

Otra perla de la memoria. ¿Estuvo mi padre realmente allí? ¿Esa historia significa algo? ¿Acaso es importante? La he escrito cincuenta veces desde que fui marinero en el

Pan York en 1949, cuando trajimos refugiados de Europa, cuando los buscamos por todos los agujeros de Italia y de Yugoslavia y cuando imploraban que los dejásemos subir al barco y ya no había sitio y ellos trepaban por las cuerdas para subir a la lata de sardinas que era el

Pan York.

Una mañana estaba trabajando en cubierta, raspando la herrumbre con el mar agitado. Vi a un grupo subiendo de las profundidades infernales del barco para comer y hacer cola para ir al retrete. Permanecieron durante horas en la cola mientras el barco saltaba y vi a una mujer que sacó un pequeño espejo de juguete, que debía de haber comprado a un mercero en el vientre del barco, porque compraban y vendían incluso estando como sardinas enlatadas, echó la cabeza hacia atrás, se ahuecó el pelo, se lo onduló con un dedo y se sonrió a sí misma en el pequeño espejo y parecía contenta en medio de aquel infierno.

En Tel Aviv, por la noche, me acosté agotado. Tenía la capacidad de pensar en algo hasta que ese algo me envolvía por completo. No sabía realmente qué me estaba prohibido saber. Imaginé que mi padre se caía de un tejado y sentí el golpe y el dolor y sentí la muerte. Aquello era duro para mí y pensé que no era posible que los judíos no tuvieran un hogar. El año 1945 había sido el año intermedio, el año de la conexión, el año de en medio entre la destrucción y lo que por entonces parecía nuestro gran golpe en las batallas contra el destino judío. Habían pasado dos años desde el final de la guerra en Europa y las esperanzas habían aumentado. No sabíamos exactamente a qué aspiraban esas esperanzas, pero sentíamos que era bueno que las hubiese.

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