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En plena guerra volví de hablar con mi comandante en Kiryat Anavim y me fui a dormir. Antes comí pan duro con malvas. El pan estaba envuelto en hojas de parra y alguien dijo que succionaba de dolor porque estaba herido o que quizá simplemente tenía sed. Un hombre vino a despertarme y a llamarme para subir con algunos muchachos a El Qastel. Dijo que por la noche se había librado una dura batalla y habían tomado El Qastel y que los muchachos que lo habían hecho estaban cansados y había que reemplazarlos. Subimos a la montaña y vimos bajar a nuestros compañeros. Parecían cansados y caminaban flotando como una procesión de muertos. Como balanceándose caminaban. Uno de ellos, que me conocía, se acercó y me dijo: escucha, no subas allí, es una mierda de sitio. Dije que debía subir. Apretó una especie de gasa pringosa sobre la herida que tenía en la mano y dijo sonriendo: ¿sabes por qué esto se llama gasa? Porque es de Gaza. Le pregunté si era porque un día encontraron gasa en Gaza y él me acarició el rostro, se rio y dijo: en la época de los romanos o más tarde, no recuerdo exactamente cuándo, yo era un niño, había en Gaza el mejor algodón de esta tierra y abrieron una fábrica de gasas.

El comandante le dio una patada para que avanzase y gritamos

ahlan,[16] que era lo contrario de lo que tendríamos que haber dicho, y corrimos hacia arriba hasta la casa grande situada en la cima de la montaña. El comandante de mi sección, Kushi, ni siquiera hoy sé cuál era su verdadero nombre, subió por otro camino y, cuando llegamos, ya estaba esperándonos allí. Dijo que habíamos subido para proteger la cima, que si veíamos algo moverse había que dar la voz de alarma y, si era necesario, disparar, y así mismo había que vigilar a los soldados de Jerusalén, porque aún no habían visto fuego real y tal vez huirían. Fuimos hacia una bonita casa de piedra situada a la sombra de unos frondosos árboles y nos sentamos. Dos se pusieron a jugar a las cartas. Contemplé el paisaje. Allí estaban aquellos bellos pájaros que tejían arabescos en el cielo. Se oían sus trinos. Aún hoy, con la turbiedad del olvido, puedo oírlos cantar.

No vimos nada sospechoso enfrente y de pronto llegó mi amigo Alias-Ari y dijo que había encontrado hachís abajo, en el pueblo, que lo había metido en un saco y que bajaría por la tarde a Kiryat Anavim, cogería el saco y regresaría y que no lo delatase, porque obtendría mucho dinero del hachís. Kushi lo vio y, como sabía lo valiente que era, le ordenó bajar enseguida para transmitir un mensaje, también quería vérselas con él, pero en ese momento a dos jerosolimitanos les dio un ataque de pánico y gritaron que querían volver a casa y tuvimos que hablar con ellos. Rogaron que se les permitiera escapar de allí. Les dije que era imposible. Tras un rato de gemidos, lo reconsideraron, se calmaron y se quedaron dormidos. Tras una pequeña cabezada comí un poco de pan que habíamos encontrado en el pueblo, unas aceitunas que sabían de maravilla y unas pocas algarrobas con las que hicimos té. Al amanecer, Alias-Ari regresó resplandeciente y dijo que de camino a Kiryat Anavim, en la puta carretera, se había encontrado con un jerosolimitano que no había sido reclutado, y que enseguida comprendió que era un cazador de gangas, porque conocía tipos así, y efectivamente, cuando oyó que tenía hachís, sacó dinero, se lo dio y bajó corriendo a la casa Fefferman. Alias-Ari quiso darme algunas libras en señal de amistad, pero le dije que en la guerra estás muerto o loco y que un loco no necesita dinero.

De pronto oímos un grito, ¡fuego! Y un instante después, ¡ay! Alguien gritó: he esquivado dos balas. Realmente las había esquivado, lo comprobamos, una le había pasado a un milímetro de la oreja derecha y la otra a un milímetro de la izquierda y solo tenía unos rasguños. Nos reímos y entonces, milagrosamente, me entró una bala cerca del ojo, dolía mucho, quemaba, la bala debió de entrar en la bolsa de piel que sujeta el ojo, entonces el ojo cayó y lo sujeté con la mano y, como la bala debía de haber perdido fuerza, solo me hizo un rasguño, y el ojo que sujetaba permaneció entero y volví a meterlo en su cuenca, luego un enfermero me vendó.

Los disparos se intensificaron, dijimos que el tipo que tenía dos arañazos junto a las orejas oiría mejor y que yo vería mejor, y entonces se oyó un rugido. Después se oyó algo semejante a un mar arrastrándose y poco a poco el murmullo se convirtió en el estruendo enfurecido de Dios. Una multitud tan numerosa como la langosta devorando la tierra trepaba rápidamente. Las kefias rojas y negras subían con furia, brincaban sobre las rocas. Había cientos de hombres que saltaban desde la zona meridional de la montaña. No sabíamos de dónde había salido aquel gran ejército ni dónde se había ocultado antes, y era aterrador verlo avanzar como monos trepando a los árboles y disparar.

Por un instante, Kushi se quedó tan desconcertado como yo y a Hayim K. le entró un ataque de pánico y echó a correr como un loco hacia la Tumba del Sheikh en la ladera de la montaña en dirección a la carretera y le dispararon pero no le dieron, y Kushi envió a un soldado a la comandancia para transmitir un mensaje y empezamos a disparar sin ton ni son a los atacantes que apenas veíamos. Ellos gritaban

Aleihum, Allahu Akbar y

al-yahud besuramiyyeh, que quiere decir «el judío en la suela del zapato», y Kushi se rio. Pensé que no saldríamos de aquel infierno. Alguien empezó a cantar «Bésame mucho»[17] en árabe: «

El bi majruf…» y así comprendimos que había llegado nuestro fin.

Éramos unos diez luchadores cansados junto a la casa del mujtar rodeada de olivos y la multitud atacaba por todas partes corriendo y eran cientos y nosotros les disparábamos y de algún modo conseguíamos no dormirnos entre los disparos, y yo distinguí una espléndida kefia sujeta con un cordón dorado y debajo un hombre adornado con una espada y Moshé gritó: mirad a ese, ¡todo un Rodolfo Valentino! Y ese Buck Jones con kefia gritó en inglés:

hello boys, y no logramos comprender por qué nos gritaba en inglés, y sus compañeros nos disparaban y saltaban y Moshé alcanzó a Valentino justo cuando este comprendió su error y estaba sacando una pistola para dispararnos y entonces empezó el estruendo de Dios. Algunos de los nuestros fueron heridos, el tiempo se detuvo, mucho fuego.

Todavía no comprendo por qué no tomaron el pueblo. Eran muchos. Estaban despiertos. Debieron de haber pasado toda la noche tomando café. A nosotros nos quedaban pocas municiones, pero al cabo de un rato se oyó un grito por el radiotransmisor, ya vamos.

Mientras estábamos disparando, llegó a la carrera un grupo de trece muchachos capitaneado por Nahum Arieli. Subían corriendo en medio del fuego. El segundo de Nahum nos ordenó retirarnos y gritó: «¡Soldados, retirada! ¡Los oficiales cubrirán la retirada!». Las rocas gritaron de dolor. Las algarrobas cayeron. Los higos cayeron. A Simón Alfasi, que gritó soldados, retirada, los oficiales cubrirán la retirada, no lo olvidaré en toda mi vida. Los mejores oficiales de la brigada, a quienes les dijeron que algún día serían presidentes de algún Estado o generales, fueron a defender a siete u ocho soldados rasos que seguían con vida, a unos apocados que se retiraban a la primera orden.

Los oficiales capitaneados por Nahum Arieli se colocaron formando un pasillo a lo largo del camino, entre las casas calcinadas y bajo un fuego infernal, y nosotros pasamos por en medio como si nos fuésemos a casar. Uno a uno fueron cayendo y los que seguían en pie continuaron cubriéndonos al tiempo que disparaban a los atacantes y también morían. Con un ojo los veía protegiéndome mientras caían como fichas de dominó y yo quería disparar pero no tenía municiones.

La multitud negra llegó a lo alto de la montaña junto a la casa del mujtar y, antes de terminar de tomar la montaña y de matar a los oficiales y a nosotros, ya habían empezado a ultrajar los cadáveres. No todos estaban completamente muertos y ellos empezaron a degollar a los heridos ensangrentados con cuchillos y nosotros corríamos hacia abajo, sin detenernos, intentábamos disparar a los degolladores, pero no podíamos, tampoco los demás tenían municiones, y llegamos abajo, a la Tumba del Sheikh, junto a la carretera de Jerusalén. También nos disparaban desde Qalunya, que estaba al otro lado de la carretera, pero de pronto vimos que todos se detenían. Reinó un gran silencio. Estaban sobre los cadáveres que habían ultrajado y empezaban a lanzar lamentos. Estaban sobre las filas de muertos, gritando y moviéndose como bailarines borrachos, y en vez de conquistar la montaña que ya estaba en su poder, de repente se llenaron de una terrible pena, no comprendíamos lo que les ocurría, vimos a nuestros defensores ser atravesados por las dagas, desangrarse y morir, y los árabes en su gran victoria huían entre los cadáveres.

Nosotros ya habíamos bajado de la montaña desierta, no teníamos idea de qué hacer, nos lloraban los ojos por el fuego y nos arrastrábamos, luego llegamos a Kiryat Anavim y uno de los oficiales echó un vistazo a los papeles que uno de nosotros había sacado del bolsillo de aquel Valentino con kefia y cordón dorado y dijo, palabra de honor, que era Abdel Kader al-Husseini. Aquel hombre tan elegante era el legendario comandante de las fuerzas árabes de la zona ya en los años treinta y era el primo del Mufti. Por tanto, inmersos en un gran dolor por la muerte de aquel hombre, en vez de conquistar la montaña que ya estaba en su poder, regresaron a Jerusalén a acompañar a su comandante a su descanso eterno en un funeral regio en el que participaron miles de personas.

Tal vez aquel momento, cuando todos íbamos a ser asesinados y a perder la atalaya más importante en el camino de Jerusalén, en la guerra que Beni Marshak llamó la guerra por los seis metros de la carretera que conduce a la ciudad, fue el que cambió el curso de la guerra. Comprendimos que no se abandona un pueblo conquistado de gran valor estratégico y algunos muchachos de nuestro batallón subieron rápidamente a la montaña y volaron algunas de las casas. Y ahora solo queda el pueblo de Qalunya, el más bonito de los pueblos de Palestina y el más cruel de todos, el pueblo que dominaba siete curvas de la carretera, donde perdimos combatientes y muchos convoyes de escolta. Se decidió entonces, sin pensarlo mucho, que había que dejar un pelotón para defender El Qastel. Ese fue el segundo pueblo, después de nuestra ridícula victoria en Cesarea, que conquistaríamos en la guerra y haríamos nuestro.

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