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Más tarde, ya a mitad de la guerra, apareció en Kiryat Anavim un muchacho, alto y de pelo claro, con unos ojos azules a través de los cuales podías ver el mar Báltico; no es que yo hubiese visto alguna vez el mar Báltico, como mucho conocía la playa Frishman de Tel Aviv. Dijo que había estudiado hebreo en el barco y en el campo de tránsito, y se unió a nosotros en Kiryat Anavim. No tengo ni la más remota idea de cómo logró llegar hasta nosotros con el bloqueo. Me acababan de trasladar a otro pelotón, donde estaban los que habían quedado con vida, y algo después llegó él. Cuando dos de nuestra tienda murieron, le dieron sus ropas porque la suya estaba destrozada. Desde el primer momento sentí afecto por él. Todo lo que sabíamos de él era que había sido partisano y que se llamaba Yashka el Partisano. Tenía un rostro eslavo como el que habíamos visto en la fantástica película rusa

A lo lejos una vela. Le canté la canción de la película. Dieron a Yashka una vieja Schwarzlose austriaca, porque entendía de ametralladoras, y también dieron una a otro cuyo nombre he olvidado, un superviviente que logró llegar hasta nosotros y que una semana más tarde murió en Saris. A él, si no me equivoco, le dieron la Browning, porque también él había sido un asesino profesional en Rusia, o al menos eso decían.

En la cola del comedor, con los pequeños vales que había que darle a Shika a la entrada, estábamos juntos Yashka y yo. Le enseñé a preparar una ensalada con hojas de malva y de parra, migas de pan y unas hierbas cuyo nombre he olvidado. Shika, que durante la guerra llamaba a los combatientes ingleses y americanos el ejército inglés o el ejército americano, pero que siempre llamaba a los rusos «nuestras fuerzas», llamaba a Yashka con admiración «camarada partisano».

Un día que viajábamos juntos, de pronto siento un escozor. Miro y veo un agujero en los pantalones y luego otro, y en ese momento veo que también él se mira los pantalones y dice algo en esa mezcolanza hebreo-ruso-alemana, no recuerdo exactamente, en la que charlábamos. Dice: «una bala en los culos». Una bala extraña, hostil y estúpida penetró en nuestros traseros y atravesó una pernera y luego otra y salió, pero, salvo el escozor y los agujeros en los pantalones, no dejó rastro. Nos reímos y él dijo que éramos camaradas de culo.

Era osado, tranquilo, y luchaba como decían que luchaban los caballeros polacos, lo que años más tarde se llamaría «los expuestos en las torretas»,[28] solo que por entonces no había ninguna torreta donde ser expuesto. Esto ocurrió en 1948, el tiempo de la Cruzada de los Niños.

La mañana siguiente a los combates nos repartíamos la ropa de los muertos. Por las noches hacía frío y Yashka cantaba canciones en ruso. En los combates disparaba de pie. Decía que veía mejor al enemigo de pie. No tenía miedo y al parecer le gustaba disparar. Le gustaban las guerras. Cuando entraba en combate, resplandecía, hablaba en ruso y cantaba y, en uno de nuestros ataques a Saris, en las dos ocasiones anteriores habíamos fracasado, o tal vez fue en Bet Iksa o en otro pueblo, he olvidado dónde exactamente, nos dejaron en un devastado terreno montañoso, todos se durmieron salvo nosotros dos, y Yashka el Partisano se puso a rebuznar como si fuese un animal. Me acerqué a él y me dio un cigarro Strand Special, difícil de conseguir, e intentó explicarme algo. No lo entendí todo pero hablaba haciendo muchos aspavientos. Él no sabía yiddish, yo solo un poco, y tampoco estoy seguro de que fuera yiddish, aunque no es que me importara. Entendí que cuando era joven había luchado en Stalingrado. Contó que allí tuvo lugar la batalla más dura jamás librada, que miles murieron, y que una vez mató a un alemán de un cabezazo. Al parecer dijo que tenía hambre y frío, y que le gustaba (mientras hablaba, con una rama fina dibujó un corazón en la arena) nuestra guerra porque los judíos se merecían tener un Estado ya que en Stalingrado lucharon y murieron muchos judíos que no solo no fueron condecorados, sino que los capturaron y asesinaron tras los combates por ser judíos, y que su abuelo fue un judío creyente en Siberia y que lo que nosotros hacíamos aquí era justo y razonable, pero como una guerra de niños contra niños y contra árabes que gritaban, asesinaban y huían al primer disparo. Jamás, eso me dijo, había visto peores soldados, con excepción de los jordanos, que eran unos soldados excelentes. Pero los árabes son muchos y tienen armas y él los mata como solo él puede hacerlo porque si no lo hace no tendréis aquí un Estado. Tal vez dijo «tendremos» pero no estoy seguro.

Empezó a cantar en voz baja una canción rusa que yo hubiera jurado que era hebrea y me abrazó con fuerza y dijo: espero que lo logremos. Hay que luchar bien. Vosotros sois muy graciosos. También queréis moral. En la guerra no hay moral, dijo en una especie de hebreo entrecortado que me resulta difícil reproducir hoy, pero le entendí, se refería a que yo armaba un escándalo con todo eso de lo permitido y lo prohibido. Dijo que había leído libros de filosofía y sabía que la moral era adecuada para los profesores, los animales matan a los animales, las personas luchan por su vida y matan si quieren vivir, no hay ninguna guerra moral. ¿Qué quieres?, ¿esperar a que alguien te mate y dispararle después? Alguien como tú, que ha estado en Hashomer Hatzair y ha sido herido, dice que hay que ser justos, pero también hay que ser malos. Sin malos, no hay guerras, dijo Yashka el Partisano, y mordisqueó una hierba y se rio. Tenía una risa bonita, clara, inteligente y abierta, y a veces incluso se quedaba dormido mientras se reía.

De día intentábamos dormir. No había agua ni comida y, cuando estábamos en Jerusalén, después o antes de los combates, íbamos a ver la única película que se proyectaba en la ciudad:

Fiesta brava. Los dueños del único cine que quedaba abierto por entonces tenían un generador. Al marido le gustaba el cine de amor no correspondido y decían que habría vendido a su esposa y a sus hijos por una película nueva, pero no había, las películas se habían acabado, solo le quedaba

Fiesta brava, con Esther Williams y Ricardo Montalbán. La veía todos los días y, cuando alguien entraba en la oscuridad, gritaba: hola amigos, son dos céntimos para el Keren Kayemet, el Fondo Nacional Judío, y continuaba viéndola. Ricardo, con un traje plateado, cantaba en español, que yo creía que era mexicano, y la rubia Estherke, con su espectacular cuerpo, saltaba a una piscina llena de chicas con bañadores brillantes que parecían peces y el agua salpicaba en un fantástico tecnicolor, y nosotros nos sentábamos con él a oscuras y cantábamos juntos la canción de la película. Yashka aprendió a cantarla y tal vez pensó que era en hebreo.

Recuerdo que me volví apático. Esperaba la muerte para descansar un poco. Estaba cansado. Recordaba a los monjes del monasterio de Latrún, donde me llevaba mi padre cuando iba a leer con ellos

La ciudad de Dios, un libro que le gustaba mucho. Ellos no hablaban y se pasaban todo el día susurrando

memento mori, recuerda que morirás. Y ahora los proyectiles silbaban también mientras dormía, y recordaba que moriría. También en sueños. Intenté conocer a la muerte, pero ella se rio de mí y decidió pasarme por alto.

Llegamos a Jerusalén frente a ventanas cerradas de puro miedo, marchábamos cantando y la muerte que se me había escabullido nos aplaudía. Perdimos a nuestros mejores jóvenes. Hubo muchos muertos en la brigada y todos éramos niños, buenos y malos. Intenté aprender cosas de Yashka, por ejemplo, cómo luchaban los partisanos, pero sus explicaciones eran en ruso y no siempre las entendía. En varias ocasiones quisimos preguntarle detalles sobre su vida, de dónde era, si de verdad había sido partisano, cómo había llegado hasta aquí, ¿en un barco de ilegales? Pero estábamos ocupados y cansados y lo dejamos para más tarde. Queríamos agua. En vez de eso escuchábamos discos que cogíamos como botín en los pueblos árabes, tangos en árabe. Abdel Wahab, Layla Murad, que decían que era judía. Estaba bastante unido a Yashka y pensaba: mañana le preguntaré su apellido, pero no lo hice. Yo tenía casi dieciocho años. Él unos veinte. Una chica a la que encontré sobre la hierba en una granja dijo que era un hombre estupendo y que lo admiraba. Tal vez tuve celos o tal vez no. Y entonces una noche fue abatido. No era nada extraordinario. Normalmente se enterraba a los muchachos como él con el nombre de «Desconocido», que era menos adecuado que la expresión «Anónimo» que se escribía en las tumbas durante los incidentes de los años veinte y treinta. Anónimo: qué palabra tan fuerte.

Fue abatido a mi lado, pero no recuerdo dónde sucedió. Dispararon. Nos tiramos al suelo. De pronto vi que se retorcía de dolor. Los disparos cesaron y él intentó no gritar. Sujeté su cabeza y quise que viviera. Hijo de puta, tenía que vivir. Cuando empezó a respirar con calma, me alegré. Intenté pensar cómo llevarlo hasta donde estaba el enfermero y de pronto empezó a ahogarse, luego volvió a respirar pausadamente y por un instante respiró profundamente y vi cómo el aire entraba en él y estaba convencido de que se salvaría, pero el aire ya no salió. Murió con esa profunda respiración. El aire no quiso salir.

Fui a la casa Fefferman y pedí hablar con Yitzhak Rabin. Me hicieron pasar y le dije que había muerto un valiente y que tal vez fuera posible escribir en la lápida provisional «Yashka el Partisano». Rabin lo pensó y dio permiso. Había entierros todas las mañanas y, cuando llegó su turno, dejaron el cuerpo dentro de la fosa. Nosotros solíamos estar demasiado cansados para ir a los entierros, pero en esa ocasión, y como algo excepcional, sí que fuimos, porque dijimos: pobrecillo, no tenía a nadie. Como si nosotros sí tuviésemos a alguien. Pero él no tenía padres en la ciudad ni en el campo. Llenamos la tumba de tierra y clavamos un letrero donde ponía: «Yashka el Partisano».

En el cementerio de Kiryat Anavim, donde pensé que enterrarían a Yitzhak Rabin, junto a sus subordinados y compañeros muertos, donde descansan mis camaradas, como Menahem, un amigo de la juventud y otros, no hay hoy ninguna lápida con el nombre de Rabin, pero tampoco con el de Yashka el Partisano. Podría haber averiguado en el kibutz si se habían olvidado de él o si sabían su nombre verdadero, si algún pariente se había llevado su cuerpo, si podrían haberlo enterrado con su nombre completo en otro lugar o trasladado a otro cementerio o si la fosa se llenó y no lo vieron y había desaparecido. En Salmos 6 se dice: «En la muerte no hay de ti recuerdo, en el Sheol ¿quién te alabará?».

Yashka el Partisano era judío incluso aunque no lo fuera. Tanto si trasladaron su cuerpo muerto a otro lugar como si el rabinato abrió su tumba para comprobar si su madre era judía e intentaran quizá circuncidarlo después de muerto, él permanece donde fue enterrado aunque sus restos fueran exhumados. En el cielo eterno y vacío de Dios está Yashka el Partisano, tenga el nombre que tenga.

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