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Apenas recuerdo a las chicas de la brigada. Eran mayores que yo. Pertenecían a los veteranos fuertes y grandes, y a mí me parecían como llegadas de otro mundo. Era demasiado tímido como para tener una idea exacta, pero quería tocar algo suave y tuve un sueño que aún hoy día recuerdo. Han pasado sesenta y dos años. Soñé que estaba sentado en una hamaca en la playa Frishman con una chica mayor que yo, sus cabellos caían sobre mí cuando se inclinaba y sus labios se acercaban, yo me acercaba a ella y, de pronto, surgía de algún lugar un beso, de fuera de mí y de fuera de ella, como si hubiese caído de una película del cine Mugrabi protagonizada por Hedy Lamarr. La chica se movió y dijo algo agradable, yo la miré y ella desapareció.

Recuerdo que cuando llevaron el cuerpo de Jimmy a la iglesia de Abu Gosh, su padre, el pintor Menahem Shemi, levantó la manta que lo cubría y, mientras una mujer joven arregló el cuerpo y se quitó el velo que le ocultaba la cara, Shemi permaneció sin abrir la boca, con el rostro frío y gélido. Sacó un bloc de dibujo y un lápiz y se pasó un buen rato pintando el rostro de su hijo muerto sin que se le moviese un músculo de la cara. Estaba tan concentrado, que en vez de su hermoso hijo era él quien parecía muerto.

Después una chica que no recuerdo quién era me llevó a beber agua de un botijo. Nos sentamos a la sombra de una frondosa higuera. Dijo que estaba harta de tanta muerte. Por un instante tal vez la amé. La muchacha dejó el botijo a la sombra y preguntó: ¿adivinas por qué lucho? Y pensé: ¿por qué lucha una chica? La muerte, que era lo contrario de una mujer joven, lo regía todo. En ese instante estábamos viendo a un pintor pintando a su hijo muerto. ¿Por qué luchaba ella? Yo no lo sabía y ella olvidó la pregunta, que quedó allí cuando se levantó y desapareció, y recuerdo que pensé que quería que se marchase a pesar de que ese fue el momento más agradable, más tranquilo, más personal, más dulce y maravilloso que había tenido en todos los días de mi vida, que por entonces no habían sido demasiados.

Nuestras chicas en las montañas de Jerusalén vestían con una sencillez que no menoscababa su belleza. En la guerra se dejaron los sueños para otra ocasión, pero había un amigo mío que no resistía la tentación a pesar del bromuro de sodio que nos daban para acallar el instinto sexual, como lo llamaban entonces. Ese amigo mío, que no era realmente amigo, todos éramos amigos, teníamos algunas fotografías donde estábamos juntos, pero cada uno estaba solo, conoció a una chica, le hizo un hijo y se convirtió en padre a una edad en la que aún creíamos que regresaríamos a casa y nuestra madre nos amamantaría.

Hubo una que llevó agua o leche a los combatientes, no recuerdo dónde estábamos. Para mí era la viva imagen de nuestra inocencia perdida y tal vez ella creía en la belleza, en la fuerza, como única opción. Al parecer era sionista. Creía en la pureza del espíritu. El ángulo espiritual como neutralizador del

pathos. Los ojos se encontraban con la rodilla descubierta, pero la rodilla no estaba descubierta como hoy en día, para vender carne; no como hoy en día, que una mujer es carne sobre un gancho en el mercado con todo al descubierto, sino por el calor, porque era agradable que el viento te acariciase la pierna y la entretuviese con palabras silenciosas. Por entonces se cantaba: el viento entretiene el borde de su vestido. Entretener significa ahí dispersar, y la joven ha quedado congelada para siempre en mi memoria, alejándose sola entre los sacos de arena, con mirada huidiza, la camisa bien abotonada, un casco de acero tal vez cogido como botín y sonriendo, tímida y sonriente, tenía algo dulce, discreto, pero no carente de fuerza. Las hicieron más femeninas pero también más fuertes. No les quedó más remedio. Una joven por aquel entonces era como una corona de flores adornada con espinas, su mirada inocente, dulce y triste era parte del secreto. Ella fue todo lo que quedó de la gracia de la juventud del Estado.

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