1919

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Joe Williams

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Joe Williams se puso el traje de segunda mano y, desde el borde del muelle, tiró su uniforme, que llevaba envuelto un adoquín, a las aguas turbias de la dársena. Era mediodía. No había nadie por allí cerca. Se dio cuenta de que no tenía la caja de puros y esto le irritó. De vuelta al tinglado la encontró donde la había dejado. Era una caja que en otro tiempo había contenido puros La Flor de Mayo, comprados durante una borrachera en Guantánamo. En la caja, bajo el encaje de papel dorado, había una foto de graduación del instituto de Janey, una instantánea de Alec con su motocicleta, una fotografía con las firmas del entrenador y de todos los jugadores del equipo júnior del colegio, del que él había sido capitán, todos con uniforme de béisbol; una vieja instantánea color rosa y casi borrada del remolcador de su padre, el

Mary B. Sullivan, tomada cerca de los cabos Virginia, con un barco totalmente aparejado a remolque; una tarjeta postal con el retrato de una chica desnuda que se llamaba Antoniette y con la que había estado en Villefranche; unas cuantas hojas de afeitar; una fotografía suya y de otros dos tipos, los tres con uniforme blanco de marino, tomada en Málaga contra el fondo de un arco morisco; un puñado de sellos extranjeros; un paquete de Merry Widows y diez conchitas rosadas y rojas que había cogido en la playa de Santiago. Con la caja bien apretada bajo el brazo, sintiéndose incómodo en la holgada ropa de paisano, caminó lentamente hasta el faro y contempló la escuadra en formación que humeaba Río de la Plata abajo. El día estaba nublado y los esbeltos cruceros pronto se perdieron de vista entre el espeso humo que lanzaban.

Joe dejó de mirarlos y contempló un oxidado vapor que arribaba entonces. Iba muy inclinado a babor y se veía el casco verde y viscoso por debajo de la línea de flotación. Había una bandera griega azul y blanca en la popa y una sucia bandera amarilla de cuarentena a medio mástil en la proa.

Un hombre se le acercó por detrás y se dirigió a Joe en español. Era un tipo sonriente, rubicundo, que vestía un mono azul y fumaba un puro. Pero algo en él hizo que Joe se atemorizase.

—No

savi —dijo Joe y se alejó por entre unos cobertizos hacia las calles que daban al puerto.

Tuvo dificultad para encontrar el local de María, pues todas las manzanas de casas eran muy parecidas. Lo reconoció gracias al violín mecánico del escaparate. Una vez dentro del mal ventilado local, que olía a anís, se quedó largo rato en la barra sosteniendo con una mano un pegajoso vaso de cerveza y mirando hacia la calle que percibía en franjas brillantes a través de la cortina de cuentas que colgaba de la puerta. A cada momento temía ver pasar el uniforme blanco y la cartuchera amarilla de un infante de marina.

Tras la barra, un joven de tez amarilla y con la nariz torcida se apoyaba en la pared, mirando al vacío. Cuando Joe se decidió, le hizo un gesto levantando la barbilla. El joven se acercó y, apoyándose en una mano, se inclinó sobre la barra, frotándola con el trapo grasiento que tenía en la otra. Las moscas posadas en los ruedos dejados por los vasos de cerveza huyeron volando ante el trapo y fueron a reunirse con el enjambre que zumbaba en el techo.

—Oye, dile a María que quiero verla —dijo Joe, sin abrir apenas los labios. El chico de la barra levantó dos dedos.

Dos pesos —dijo.

—Demonios, no, sólo quiero hablar con ella.

María le hizo señas desde la puerta del fondo. Era una mujer pálida, de grandes ojos muy separados, rodeados por fláccidas ojeras azuladas. A través de su arrugado vestido rosa, ceñido sobre la convexidad de los pechos, Joe pudo distinguir los carnosos y ondulados rebordes de sus pezones. Se sentaron ante una mesa de la habitación trasera.

—Trae dos cervezas —gritó Joe a través de la puerta.

—¿Qué es lo que quieres,

iho de mi alma? —preguntó María.

—¿Tú

savi Doc Sidner?

—Claro, yo

savi todos los yanquis. ¿Qué quieres? ¿Ya no vas en el barco grande?

—Ya no voy en el barco grande… Una pelea con el hijoputa, ¿entiendes?

—¡

Ché! —Los pechos de María temblaban como gelatina cuando se reía. Le puso una gruesa mano en la nuca y le obligó a volver la cara hacia ella—. Pobre niñito… un ojo a la funerala.

—Claro que me puso un ojo a la funerala. —Joe se apartó de ella—. Un suboficial. Le pegué, ¿

entiendes…? Después de eso ya no hay sitio para mí en la Marina… Me he largado. Oye, el doctor dijo que tú conocías a un tipo que falsificaba cartillas de navegación…, para la marina mercante, ¿

savi? Yo, desde ahora, sólo en la marina mercante, María.

Joe apuró su cerveza.

Ella seguía sentada moviendo la cabeza y diciendo:

Che pobrecito… Ché. —Luego preguntó con voz lacrimosa—: ¿Cuántos dólares tienes?

—Veinte —dijo Joe.

—Él quiere cincuenta.

—Supongo que entonces estoy jodido.

María se acercó hasta el respaldo de su asiento, le rodeó el cuello con su rollizo brazo, y se inclinó sobre él emitiendo unos cloqueos.

—Espera un minuto, vamos a pensar… ¿

sabes?

Aquel enorme pecho que se apretaba contra su nuca y su hombro le producía malestar; no le gustaba que le tocaran por la mañana cuando estaba sobrio. Pero se quedó sentado hasta que ella de repente soltó un chillido de loro:

Paquito… ven acá.

Un hombre sucio, que tenía el cuerpo en forma de pera y la cara y el cuello rojos, entró por el fondo. Hablaron en español por encima de la cabeza de Joe. Por fin, ella acarició la mejilla de Joe y dijo:

—Muy bien, Paquito

sabe donde vive… puede que acepte los veinte, ¿

sabes?

Joe se puso de pie. Paquito se quitó el sucio delantal de cocinero y encendió un cigarrillo.

—¿

Tú savi? Papeles de marinero —dijo Joe acercándosele y mirándole a los ojos. El otro asintió. Joe abrazó a María y le dio un pellizco—. Eres una buena chica, María.

Ella los acompañó sonriente hasta la puerta de la taberna.

Fuera, Joe escudriñó la calle arriba y abajo. Ningún uniforme a la vista. Al final de la calle una grúa se recortaba, negra, frente a los depósitos de cemento. Subieron a un tranvía y viajaron largo rato sin decir nada. Joe iba sentado mirando al suelo con las manos colgando entre las rodillas, hasta que Paquito le pegó un codazo. Se apearon en una zona suburbana con casas de cemento de aspecto barato, ya deslucidas. Paquito llamó al timbre de una puerta que en nada se diferenciaba de las demás, y al cabo de un rato un hombre de párpados enrojecidos y grandes dientes de caballo acudió a abrirles. Él y Paquito conversaron en español largo tiempo a través de la puerta entreabierta. Joe se sostenía a ratos sobre un pie y a ratos sobre otro. Por el modo en que le miraban de reojo mientras hablaban, adivinó que estaban calculando cuánto dinero podían sacarle.

Estaba a punto de intervenir cuando el hombre que había abierto la puerta se dirigió a él con un entrecortado acento londinense:

—Dele cinco pesos por las molestias, señor, y arreglaremos esto entre blancos.

Joe le dio las monedas que llevaba en el bolsillo y Paquito se marchó.

Joe siguió al inglés hasta el vestíbulo, que olía a repollo y manteca de freír y colada. Una vez dentro, el hombre puso su mano en el hombro de Joe y dijo, echándole a la cara un rancio aliento a whisky:

—Bueno, señor, ¿cuánto puede pagar?

Joe se apartó.

—Veinte dólares norteamericanos es todo lo que tengo —dijo entre dientes.

El tipo meneó la cabeza.

—Sólo son cuatro libras… Bueno, no hay moros en la costa, veamos qué se puede hacer, ¿verdad, señor?

Mientras el tipo permanecía mirándole, Joe se quitó el cinturón, cortó un par de puntadas con la hoja de su navaja y sacó dos billetes norteamericanos de reverso anaranjado y doblados a lo largo. Los desdobló cuidadosamente y se disponía a entregárselos cuando lo pensó mejor y se los metió en el bolsillo.

—Antes vamos a echar una ojeada a esos papeles —dijo, haciendo una mueca.

Los ojos enrojecidos del inglés parecían llenos de lágrimas; dijo que existía el deber de ayudarse unos a otros, y de mostrar agradecimiento cuando un tipo se expone a ir a la cárcel por ayudar a su semejante. Luego le preguntó a Joe su nombre, edad y lugar de nacimiento, cuánto llevaba en el mar y otras cosas por el estilo, y entró en una habitación interior, cerrando cuidadosamente la puerta con llave detrás de él.

Joe se quedó de pie en el vestíbulo. Hasta allí llegaba el tictac de un reloj. Los tictacs eran más espaciados cada vez. Por fin, Joe oyó girar la llave en la cerradura y el hombre volvió con dos papeles en la mano.

—Debería hacerse cargo de lo que estoy haciendo por usted, señor…

Joe cogió una hoja. Frunció el ceño y la estudió. Le pareció que estaba bien. El otro documento era una nota que autorizaba a la Agencia de Marinos Titterton a retener mensualmente el sueldo de Joe hasta un total de diez libras esterlinas.

—Pero ¿qué es esto? —exclamó—. Tengo que soltar setenta dólares…

El inglés dijo que pensara en el riesgo que estaba corriendo y que los tiempos eran duros, y que, después de todo, podía tomarlo o dejarlo. Joe lo siguió a la habitación interior, llena de papeles, se inclinó sobre el escritorio y firmó con una pluma estilográfica.

Luego bajaron al centro de la ciudad en el tranvía y se apearon en la calle Rivadavia. Joe siguió al hombre a una pequeña oficina de la parte trasera de un almacén.

—Aquí tiene a un tipo listo, señor McGregor —dijo el marino a un escocés de aspecto bilioso que paseaba arriba y abajo mordiéndose las uñas.

Joe y McGregor se miraron.

—¿Norteamericano?

—Sí.

—¿No esperará un sueldo norteamericano, supongo?

El inglés se le acercó y le susurró algo; McGregor miró el certificado y pareció satisfecho.

—Bien, firme en el libro… Firme debajo del último nombre.

Joe firmó y entregó los veinte dólares al inglés. Aquello le dejaba sin blanca.

—Muy bien; salud, señor.

Joe dudó un momento antes de estrechar la mano que le tendía.

—Adiós —dijo.

—Vaya a recoger sus cosas y esté de vuelta dentro de una hora —ordenó McGregor con voz ronca.

—No tengo nada que recoger. He estado en la playa —replicó Joe, sopesando la caja de puros que tenía en la mano.

—Entonces espere afuera y yo le llevaré a bordo del

Argyle dentro de un rato.

Joe pasó un buen rato ante la puerta del almacén, mirando la calle. ¡Demonios!, ya había visto lo suficiente de Buenos Aires. Se sentó en un cajón marcado TIBBET & TIBBET, ESMALTES, BLACKPOOL, a esperar al señor McGregor, preguntándose si sería el patrón o el piloto. Seguro que el tiempo le iba a parecer muy largo hasta que dejara Buenos Aires.

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