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UNO » Capítulo I

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Capítulo   

I

EN breve aparecerá el cuerpo de Ledesma. Es casi una certeza. ¿En cuántos trozos?, se pregunta el sargento Elejalde. ¿Diecinueve tal vez? Quizá más, medita e imagina la sangre dispersa, el caos, el mal olor, los retazos de carne desperdigados.

Exageras, se dice a sí mismo mientras camina lentamente tratando de despejar esa idea. Pero es inútil. Igual, la imagen circula por su cabeza como una serpiente, siseando, arrastrándose entre sus pensamientos: el cadáver de Ledesma boca arriba, sobre el suelo, sus cabellos revueltos, el traje roto, la camisa rasgada, el rostro huesudo destazado a mordiscos, con los ojos abiertos, fijos en ninguna parte.

—Joder —farfulla.

Sus zapatos negros chirrían al alejarse del coche. Sus pies se abren, golpean la acera húmeda y sucia. Pequeños charcos de agua salen de las puertas de algunos comercios y los olores de restos de comida, de frutas o de basura, se mezclan. El sargento prosigue. Ya está acostumbrado a ese conglomerado de aromas que en cierto modo lo hacen sentirse en casa.

Al llegar a la bulliciosa y agitada avenida Marcelo Usera, se detiene un momento y vuelve a pensar en el gilipollas de Ledesma.

—Joder.

Puede haber problemas. Lo sabe, porque es un perfecto idiota que lo echa todo a perder.

Hasta el imbécil del gordo Fernández lo tenía claro. Se lo dijo repetidas veces.

—La va a liar, Elejalde. La va a liar.

Por eso, ahora, resopla irritado. Ledesma, el eterno cabo que no asciende en tantos años —y sobre el que muchos hasta se preguntan cómo llegó a ese escalafón— ya no solo es un lastre, se ha convertido en un problema.

Todavía recuerda cuando, años atrás, se lo endilgaron como compañero. Con su foja de servicios, no lo podía creer. Darle un compañero así era un agravio, una ofensa.

—Mala suerte —el gordo Fernández le palmeó la espalda aquella tarde al enterarse de la noticia. Masticaba su chicle, como siempre.

Susana trató de apaciguarle. Paciencia, le dijo. Tiempo al tiempo. Paciencia, que no hay mal que por bien no venga.

Igual protestó. Hasta acudió al capitán Ramírez para solucionar el asunto. Este lo recibió arrellanado en su cómodo sillón negro, sentado frente a su escritorio, los papeles totalmente ordenados, la foto de la familia sobre la mesa, y allí, sonriente, el niño, el primogénito, dentro de otro marco dorado, solo, de pie, junto a su coche nuevo. Todos allí conocían de sobra al muchacho. Desde chico ya apuntaba maneras y, al crecer, hizo realidad lo que solo parecía una promesa. Una mala promesa.

—¿Qué quiere, Elejalde?

Los ojos apagados, pero alertas, lo escrutaban fijamente.

—¿Qué quiere…?

El sargento empezó. Habló durante algunos minutos, expuso sus argumentos, los refrendó con hechos concretos y enumeró varios incidentes en los cuales el cabo había demostrado su natural incompetencia, pero el rostro del capitán apenas denostaba una impaciencia creciente. Los dedos cruzados, la mirada gris, los bigotes arqueados, permanecieron inánimes hasta que finalmente el capitán le cortó abruptamente la palabra.

—El cabo es su compañero, Elejalde y no hay más que decir.

—Pero…

—Nada de peros… Así que es mejor que se vaya haciendo a la idea.

—No me lo puedo creer —alzó la voz el sargento.

—Pues va empezando —el capitán con el pulgar en la barbilla, el índice frotando sus bigotes poblados.

—Y cómo se supone que voy a…

—¿Qué va a qué, sargento?

—…

—¿Qué va a qué, sargento? —el malhumor amenazante entre los dientes—. ¿Qué va a qué…?

—Nada, capitán.

—Cuidado con sus palabras —levantó el índice y lo mantuvo quieto en el aire.

—Sí, capitán.

—Aquí, entre nosotros, las cosas prístinas. ¿Entiende lo que le digo? Repito: Ledesma es su compañero y punto.

—Pero es que…

—¿Lo entiende?

—Sí, capitán.

—¿Y eso va suponer un problema?

—No, capitán.

—Entonces, esta conversación se queda aquí, sargento.

Durante todos estos años Ledesma ha sido una carga, un lastre demasiado pesado. Siempre, a la menor oportunidad, con el más insignificante crimen, ya se le ve con su esmirriado cuerpo arqueado, refundido en los archivos, revisando atestados, marcando todo con post-it de diferentes colores, indagando datos inútiles; para, al final, con una gran cantidad de carpetas en la mano y con el rostro encendido, feliz, abordarle casi en secreto.

—Mire, sargento.

Así empieza siempre el gilipollas y, a continuación, pasa a detallar sus teorías sobre grandes casos, elucubrando e hilvanando hipótesis absurdas. Muchas veces, incluso, el sargento se ha visto obligado a acompañarle para descartar sus pistas disparatadas.

—Joder.

Ya no lo aguanta más. Está hastiado. Hastiado de que el cabo pretenda encontrar en un pandillero muerto o en un simple homicidio por violencia de género, conspiraciones políticas al más alto nivel o lunáticos asesinos en serie dignos de una elucubrada película hollywoodense.

Por eso, en esta ocasión, el sargento le dijo que no contase con él, que ya estaba harto de todas sus idioteces. Que así, lo único que hacía era entorpecer la investigación.

De todas maneras, sabe de sobra que, en un caso tan importante como el de ahora, el cabo puede liarlo todo y causar mil estropicios. Incluso es capaz de arruinar lo que está preparado y listo.

Y debido a ello es que está preocupado. Le extraña que en su teléfono no haya noticias desde el móvil de Ledesma. Ha decidido que no va llamarlo. Sería un grave error. Lo sabe.

El sargento se detiene en medio de la calle. Verifica que no falle la señal de su teléfono. Espera con la vista atenta en la pantalla.

Nada.

—Joder —murmura otra vez al cruzar la esquina.

Ya ha llegado a la avenida Marcelo Usera. El ruido hoy es diferente. Hay poco tráfico y, a diferencia de otros días, escasas personas deambulan en las aceras. Pequeños grupos de muchachos caminan lanzando cánticos y risas altisonantes. Oeee… Oe oe oeeeeeeeeeeee. Oeee… Oe oe oeeeeeeeeeeee. De las ventanas de los edificios cuelgan varias banderas de España. En las tiendas de electrodomésticos se pueden ver los carteles con múltiples ofertas por la compra de televisores de LCD o de plasma con pantallas enormes de cuarenta o cincuenta pulgadas. Las promesas son diversas, pero muy atractivas y convincentes. Algunas, incluso, aseguran que devolverán todo el dinero por la adquisición del producto si España gana la Eurocopa.

«Si España gana», sonríe el sargento Elejalde porque le causa gracia. De vencer hoy, la selección tendrá que enfrentarse ante Alemania el domingo. Y derrotar al equipo teutón lo ve imposible. A Italia se le superó solo en la tanda de penaltis. Íker Casillas, el portero, fue el héroe. No, contra los germanos no hay opción. Y sabe que los comerciantes opinan lo mismo, de lo contrario no harían tales ofrecimientos. Entiende que cuarenta y cuatro años sin ganar esta contienda les inspiran la confianza suficiente de que sus ofertas llamativas les garantizarán un buen negocio.

Igual, este tema le importa muy poco. Al sargento le preocupa otra cosa. Algo, sin duda, más relevante.

Cruza la calzada y camina en dirección a la avenida Rafaela Ybarra. Al llegar, empuja la puerta de cristal.

—¡Paquito! —Rafa, el barman, sonríe y levanta el brazo para saludarle.

El anciano es de las escasas personas a las que les permite llamarle por su nombre de pila. Le tiene un aprecio especial. El buen viejo había conocido al mismísimo coronel Marcelo Usera —a quien se le debe el nombre de aquel 12° distrito de Madrid— y sabía muchísimas anécdotas del barrio. Como aquella cuando encontraron el cráneo de un enorme elefante del pleistoceno en la avenida Andalucía. Yo tenía dieciséis y estaba en esa cantera. Allí nomás, en Orcasitas, le contaba Rafa al sargento cuando este era un niño. Y él lo miraba sorprendido, escuchando, atendiendo a esa voz del barman que gesticulaba con sus manos, explicando, dibujando en el aire la disposición de los obreros, delimitando dónde estaba la gente curiosa… Varias tardes, mientras le contaba historias, también la pasaban entretenidos con un antiguo juego de mesa. Era uno de guerra que tenía un dado muy especial. Lo usaban en la Antigua Roma, ¿sabes? La voz de Rafa se hacía más grave, misteriosa y enfatizaba: Hay dos dados similares a este en el Museo Británico. Yo los he visto, Paquito. Y él, atento, muy atento, se detenía a observar esa pequeña pieza de veinte caras triangulares, color hueso. Es un icosaedro…, agregaba Rafa, pronunciando esa palabra sonriente, como si estuviese contento de conocer un término tan poco común, tan extraño. Pero, de aquellos tiempos, hasta ahora, ha pasado ya mucho. Demasiado, tal vez. De vez en cuando, el sargento todavía tira aquel dado que le regaló el barman hace tanto y espera con ansias el número que irá a salir.

—¡Paquito! —repite Rafa. Sonríe, limpia la barra, le muestra un par de asientos libres, sonríe—. Los he reservado para para ti y para Carlitos

—Gracias —responde el sargento y fija la vista en el televisor.

—Acaba de empezar. ¿Una caña, Paquito?

—Sí, pero antes, dime, ¿tienes lo mío? —el sargento se acomoda en la barra.

—Claro, Paquito. Como siempre.

El bar está lleno.

El televisor encendido atrae todas las miradas. España juega de amarillo y Rusia de rojo. Es una semifinal histórica, dicen los comentaristas. Recuerdan el cuatro a uno de la primera fase. Sin embargo, ahora el partido es distinto. Una semifinal es una semifinal, señalan los periodistas, como si ese argumento fuese totalmente rotundo e indiscutible para marcar las diferencias entre un enfrentamiento y otro.

El sargento se acuerda de aquel encuentro de la primera fase. Lo vio también aquí, en este mismo bar, con Ledesma y el gordo Fernández. Aquella vez todavía no sucedía nada. Tres días después empezó todo. Antes del partido contra Suecia. Fue entonces cuando se encontró el cadáver en las afueras de Majadahonda en las orillas del río Guadarrama. Y pocos días más tarde, también el del anciano en Alcalá de Henares.

Como era de esperar, el gordo Fernández puso cara de preocupación y hasta de angustia. En cambio, Ledesma empezó a ponerse ansioso, contento. Inició así el proceso que ya todos le conocían: imaginar teorías descabelladas, construir hipótesis fantasiosas llenas de conspiraciones y crímenes secretos. Pero, de entre todas sus dislocadas ideas, fue una, sobre todo, la que ganó fuerza, la que empezó a copar su atención, sus conversaciones con el sargento. Y sin mediar mayor reflexión de su parte, se volcó por completo a revisar los archivos para desenterrar casos viejos de asesinatos de años atrás. Algunos incluso de los que ya había resuelto como compañero de Elejalde. No le importó haber solucionado antes dichas investigaciones junto al sargento. La idea que tenía en mente parecía mucho mayor que él. Mayúscula.

En cierto modo, el sargento entendía esas ganas de embarcarse en un proyecto superior, más interesante que lo que se veía siempre.

Susana le sugería comprenderlo y él, de verdad, por ella, porque a su lado también compartía algo trascendente, hizo el esfuerzo.

Pero fue inútil.

La verdad es que Ledesma logra sacarle de sus casillas muy pronto sin siquiera hacer nada. Solo con ver su rostro huesudo, sus dientes torcidos, la nariz gruesa y sus gestos de idiota, bastan para detestarlo.

Y peor ya si le da el «buenos días, sargento».

Tenerlo como compañero le resulta un suplicio. No es un mal tipo, lo reconoce, pero le resulta imposible soportarlo.

Más desde el fallecimiento de Susana.

—Unas aceitunitas, Paquito…

El sargento apenas fija la vista en el barman y observa los pequeños frutos negros dispuestos en el plato. Coge uno. Mastica despacio, sintiendo el sabor agrio esparciéndose dentro de la boca. Respira profundamente y exhala el aire con lentitud. Recuerda a su mujer. Es imposible explicar su desasosiego. Hizo cuanto pudo y ahora está muerta. Ella en todo momento aceptó su destino, pero él no. A él le costó mucho y aún le resulta difícil asumir su ausencia. Desde que se conocieron, supieron que el final sería así, que la vida les mezquinaba solo unos años en común, apenas un lapso de tiempo para vivir al máximo un proyecto vital juntos… Su corazón late con fuerza. A ratos, parece que vive en un limbo infinito y un vacío nuevo, que creía inexistente, despierta, crece… Como nunca, siente un peso enorme que le oprime el pecho. La cabeza le va a estallar. Le cuesta gran esfuerzo estar alerta. Y teme, por eso, despistarse, descuidarse y no quiere hacerlo. Caería en errores y se fallaría no solo a sí mismo, sino también a ella. Estaba orgullosa de él. No. No podía defraudarle. Todos sus casos han terminado siempre con su respectivo culpable bien detenido en prisión y con pruebas irrefutables. Esta vez no será diferente. En absoluto. Por él, por ella, acabará este caso como es debido. Aún a pesar de las estupideces del cabo Ledesma, que va de un lado a otro, merodeando como una enorme mosca inmunda, corrompiéndolo y embrollándolo todo.

Hoy mismo, por la mañana estuvieron hablando y le costó mucho escucharlo pacientemente sin mandarlo a la mierda. Se presentó a eso de las diez de la mañana con su alocada teoría. Como era su costumbre, empezó:

—Mire, sargento —la voz baja, la mirada recelosa hacia los otros escritorios o hacia cualquiera que estuviese caminando a unos pocos metros de distancia.

El cabo tenía varias carpetas regadas encima del escritorio, fotos, atestados, informes. Su esmirriado cuerpo, arqueado sobre el escritorio, sudaba copiosamente.

—¿Para qué has sacado todo esto, Ledesma? —Elejalde se llevó la mano a la frente.

—Es que he notado algo, sargento.

—¿Qué?

El ruido del bar, lo regresa al presente. Los cánticos, las risas, el agitado cruce de voces, gritos y bromas. El televisor encendido y su pantalla grande atraen todas las miradas. Desde sus altavoces y a pesar del bullicio, se impone la voz del narrador que señala que el equipo español implanta su dominio. Torres tiene una oportunidad a los cinco minutos, pero falla. Poco después, Villa realiza un disparo cruzado desde la izquierda que ataja el portero.

—Sargento —empezó Ledesma, la voz baja, la mirada desconfiada en el gordo Fernández y en los demás compañeros que anduviesen cerca—: Hay un asesino en serie.

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