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UNO » Capítulo III

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Capítulo   

III

¡JODER!, grita el hombre del bigote y vuelve a golpear la mesa mientras me mira. Su voz ronca de perro rebota en las paredes. Yo me asusto, pero no les importa. Hay más personas conmigo, hablan, sus palabras se superponen y observo sobre la mesa varias fotos. Hay muchas. Están las de un señor que no conozco. Se ve su cabeza, de lado, sobre tierra y matojos. Tiene los ojos abiertos. Da miedo. También hay fotos de «el que vendrá» y de un anciano. Pero yo me fijo más en las imágenes de mi mamá y de mi hermanita. Tienen las caras destrozadas, pero yo las reconozco. No me gusta. Solo hay trozos de ellas, encima de otros papeles. De sus rostros veo más imágenes. De frente, de lado. Con los ojos cerrados, parecen dormidas, quietas. Yo, en cambio, cuando duermo nunca puedo estarme quieto, me muevo mucho y me golpeo contra la pared o con la pata de la mesa. No como mi mamá y mi hermanita que están ahí, inmóviles, en esos pedazos cuadrados dispersos sobre la mesa. Están regados en desorden. El brazo de mi mamá se mezcla con la pierna de ese señor que no conozco y cuya cara me da miedo. Hay una parte muy fea, la que es más sucia, desordenada y totalmente roja. Mi hermanita tiene la barriga manchada. Por donde hace pis también. Una foto de mamá muestra parte de su pecho. Está roto y cuelga de lado. Ya no tiene miel. Hay más imágenes de la casa, del salón, de la cocina, de la nevera, de la casita de cartón donde jugábamos mi hermanita y yo, de mis cadenas y de debajo de la mesa que es donde duermo. El hombre del bigote se aproxima otra vez. Respira muy cerca de mí, con las cejas juntas. El aire que bota me golpea la cara. Me mira y me mira y me sigue mirando muy enfadado y yo no puedo dejar de observar esos pelos negros que están debajo de su nariz. Parece como si un montón de patas de araña quisieran entrar en su boca. A mí no me gustan las arañas. No te las puedes comer y cuando pican, se te hace una bola allí donde te han perjudicado. Una vez mi mano se infló, se puso toda enorme y morada y mamá lloraba y lloraba chupándome el veneno. Ay, ay, decía. También me pegaba, pero suavecito, no como mis papás que cuando me pegan me queda el brazo o la barriga como si me hubiesen picado muchas arañas. Yo tengo muchos papás. Uno alto y flaco que hacía llorar mucho a mamá y que un día, de pronto, nunca más apareció por casa. Ese papá me castigaba con su cinturón. Con la hebilla, me golpeaba en la cabeza o en el lomo. De él fue la idea de que yo durmiese debajo de la mesa. Yo era más pequeño y más inútil y me rajaba fácilmente y me ponía todo rojo enseguida. Con mi otro papá me pusieron los grilletes. Él me daba patadas y puñetes. Nunca usó su cinturón para atizarme y eso estaba bien porque la parte de metal duele que no veas. Más si te cae en la nariz o en el ojo. Ya no me acuerdo cuántos papás tengo. Y yo sé que eso es una suerte porque tener un papá es muy bueno y yo tengo muchos. Más que mi hermanita. Ella solo ha tenido dos. De todos ellos, el que a veces espero que vuelva es el que nunca me rompía la piel. Solo me abofeteaba cuando yo me ponía muy bruto. Pero se fue también así nomás, sin despedirse. Él también hizo llorar mucho a mi mamá, pero solo cuando se fue. En cambio el último papá que tengo hace que mi mamá se ría bastante. Pero eso sí, no hay que fiarse porque es muy severo. Tiene muchas reglas que hay que hacer caso al momento. No me deja levantar la cara. De inmediato me da con el palo. Tampoco me permite asomarme a la ventana. Si no hago caso, zas, me da con fuerza en mis brazos y en la barriga hasta que se me hinchan y se me ponen moradas como cuando me pican las arañas. Con ellas tampoco hay que fiarse, porque puedes hasta jugar cogiéndolas de sus patitas y no se sabe en qué momento ya te pican y te perjudican. Por eso no me gustan las arañas. Y este hombre tiene muchísimas patas negras sobre su boca. Seguro que tiene veneno. Por eso no me fío, aunque se calme a ratos. Además, grita peor que mi último papá. Cuando por las noches mamá me pone el grillete en el cuello, siempre dice que él es bueno y que me llama la atención solo porque me quiere y porque se preocupa. También me indica que él me pega porque le importo mucho, porque si no, le daría igual lo que pudiese sucederme. Y asegura que lo hace porque papá tiene que ser fuerte para que yo pueda corregirme y no haga tonterías. Y yo asiento con la cabeza como diciéndole en silencio, sí, mamá. A ella siempre le creo porque nunca miente. Además, este último papá no me patea todo el tiempo. A veces, cuando se ríe, me da de su comida si me ve merodeando cerca de él. Pero la mayor parte del tiempo no es así. Tiene un palo de madera largo con el que me golpea si me asomo a la ventana o elevo la voz o le miro la cara. Por eso ya no lo hago, porque me da duro y me deja la carne como con muchas picaduras de araña. Yo de él, su cara, ya no recuerdo cómo es. Una vez que él entraba en el edificio, no lo reconocí. Pensé que era uno de esos monstruos malos que están en la calle y que me maltratan por cualquier cosa. Al verlo abrir la puerta, casi le pego como hago con los gatos. Lo hubiera matado, seguro. Porque sé golpear muy fuerte. Más si tengo miedo. Pero entonces, al saltar para atacarlo, miré sus pies y me detuve. Yo de este último papá, solo conozco sus zapatos. Esos sí que los conozco bien. Son negros y chirrían cuando sube las escaleras. Al andar, sus pies se abren y golpean el piso y cuando me patea, se elevan muy poco y zas, me caen. Duele mucho cuando me reprende con esos zapatos negros que chirrían. Felizmente no le pegué ese día, porque es malo levantarle la mano al papá de uno. Y, seguramente, me habría castigado. Yo creo que él tiene poca paciencia porque está muy cansado. Es que trabaja mucho. Sale temprano cuando todo está oscuro y llega muy tarde, cuando ya estamos dormidos. Hay muchos días que ni viene. Muchos. Y ya oigo cómo mamá le está llamando por teléfono, pidiéndole que venga, y entonces, al poco tiempo, escucho sus pies sonando en los escalones y observo cómo entran por la puerta. Mamá dice que tenemos suerte porque este último papá nunca se emborracha, ni fuma ni se va de juerga con sus amigotes como hacen muchos papás en este mundo. Solo trabaja y trabaja por nosotros para que tengamos casa y comida que es lo más importante. Por eso hay que ser agradecidos, dice y debemos comprender que en ocasiones no esté de buen humor. Así me habla mamá, cuando ya está todo oscuro y duerme mi hermanita, y me acaricia la cabeza y con su voz bajita, muy bajita, me recuesta suavemente sobre ella. Y yo le digo, sí, mamá, con la cabeza, y ella me acaricia bonito y se saca sus pechos grandes y me da su miel dulce mientras me arrulla. Esa miel es solo para mí, y ya no para mi hermanita porque está muy grande. Cuando era pequeñita era solo para ella, pero ya no. Ahora es para mí, porque yo necesito alimentarme. Siempre tengo mucha hambre. Todo el tiempo quiero algo porque me suenan las tripas y me duele horrible como cuando papá me patea. Por eso, mamá que es tan buena y sabe cómo sufro, siempre me da su miel. A mí solo. A mí solito. Hay ocasiones, cuando bebo de ella, que mamá cierra los ojos y gime bajito como si tuviese un pequeño dolor. Y hasta he sentido que tiembla un poco. Y yo la miro con pena y me asusto, porque creo que le duele algo, que le hago daño con mis dientes, pero ella me tranquiliza, me hace, shhh, shhh, sigue, sigue, no pasa nada, todo está bien, y me acaricia la cabeza presionándome contra ella fuerte, muy fuerte hasta que se calma. A papá no le gusta que mamá me dé su miel. Una noche me encontró bebiendo y se enfureció. Con la cadena me arrastró del cuello, mientras me iba pateando. Yo vi sus pies como iban delante de mí y sentía el tirón de los grilletes en el cuello que no me dejaba respirar. Me acuerdo que me faltaba aire y yo tosía y tosía mientras él me iba pegando con el palo por todo el cuerpo. Se cuidó no darme en la cabeza, pero sí se detuvo en mi mano izquierda. Desde esa noche la tengo torcida porque me la dejó como una araña aplastada, casi inútil. Casi, porque me funcionan bien tres dedos. Con ellos puedo hacer de todo. Ahora mamá calcula mejor para darme su miel. Mira bien el reloj y me sonríe. ¿Quieres?, murmura y yo le hago que sí con la cabeza y ella, vamos, solo veinte minutitos. Hay veces que me pongo tan feliz que me da miedo que me dé la locura de reírme. Pero no me da y, por suerte, no me muero ni me pongo morado cuando mamá me va a dar su miel. Yo disfruto mucho cuando ella se recuesta sobre el suelo y me deja beber mejor. Hay veces que de puro contento me hago pis. Entonces mamá me cambia el pañal y me afeita los pelos redondos que tengo allí abajo. ¿De quién es esta trompita de elefante?, se ríe mientras me lava y cuando ya estoy seco y todo limpio, me da besitos allí también. A mamá no le gusta que tenga pelos. Me los quita todos. A pesar de mi tamaño, yo soy como un bebé. No como ese hombre del bigote que me grita y grita y me sigue gritando.

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