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UNO » Capítulo VIII

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Capítulo   

VIII

LA intuición sobre Ledesma persiste. Regresan a la mente del sargento Elejalde las imágenes de las bolsas de plástico con los restos.

—¡Joder! —murmura otra vez al revisar su móvil.

Suspira fastidiado. Ha decidido que no va a llamar al cabo y no va a hacerlo. No. En absoluto. Él sabe mantener su palabra.

La gente grita, festeja.

Unos jóvenes que están cerca, son muy bulliciosos. Sus rostros le parecen conocidos. Tiene la absoluta certeza de que los ha visto antes. ¿Dónde? ¿Son amigos del niño? No está seguro. Duda. Los mira con recelo. Sus gestos y ademanes están llenos de aspavientos.

—¡Mierda! Faltó poco —grita uno de ellos.

—¡Ten cuidado, que casi me tiras la caña!

—Bueno, troncos. ¿Después nos vamos de marcha, no?

—Mirad, mirad… Xavi la tiene. ¡Cooooño!

—¿Nos vamos o no?

El sargento vuelve a ver su móvil. Tiene un extraño presentimiento. Con los años ha aprendido a no desestimarlos. Forman parte de su olfato, del buen destino que han tenido sus investigaciones. Aunque ahora es distinto. Si el móvil de Ledesma hubiese dado señales de vida, no estaría inquieto. Exageras, se vuelve a decir a sí mismo. Trata de serenarse. Tiempo al tiempo. Paciencia, paciencia. Piensa en su mujer. La echa de menos. Una vez más siente el vacío que lo inunda. Hace un esfuerzo por distraerse, por pensar en otra cosa. Mira la televisión, su cerveza, la televisión. Repasa la investigación principal de los cuatro cadáveres, por si se le ha ido alguna cosa. Pero no, nada.

Revisa su móvil.

—Joder —murmura.

Paciencia, paciencia.

Vuelve a recordar la conversación con Ledesma. Está harto de que invente grandes teorías de la nada, buscando ese descomunal caso que, de resolverlo, lo convertirá en alguien importante.

—¿Un asesino en serie? —cruzó los brazos al mirar lo que el cabo le iba mostrando—. Joder, Ledesma, tenemos cuatro muertos descuartizados en estos últimos días. ¿Tú qué crees que es?

—Sí, sargento, pero…

—Pero, ¿qué?

—Lo que quiero decir, sargento, es que ha matado antes.

—¿Antes?

—Durante varios años.

¡Eeeeh!, estalla de improviso el grito unánime en el bar.

Es el minuto catorce. ¡Penalti a Torres! Pero no, el árbitro no lo pita. Hay malestar generalizado. Las imágenes repiten en cámara lenta cómo el jugador ruso estira el brazo y golpea el cuello del delantero español.

—Mire, sargento. He encontrado una relación —el cabo le alcanzó una carpeta.

—Pero, si esto es del año pasado. ¡Joder!

—…

—Y el culpable está en la cárcel. Lo detuvimos juntos, ¿no recuerdas?

—¡Es penalti, tronco!

—¡Pero si está clarísimo, joder!

—¡Y una mierda que no lo ha visto!

—¡Ese árbitro es un tonto del culo!

Silbidos, gritos.

El tiempo transcurre y nada. En el primer partido contra Rusia, a estas alturas ya habían hecho un gol, pero ahora se llega, se domina con superioridad, se ataca aunque sin alcanzar el objetivo.

—Claro, sargento —el cabo insistía, la carpeta abierta, su dedo huesudo señalando unas líneas impresas—, mire, el novio está en la cárcel, pero…

—Pero, ¿qué…?

—La mujer tenía diecinueve cortes.

—Puñaladas, Ledesma. Puñaladas. El tipo la mató a puñaladas y lo prendimos.

—¿Otra caña, Paquito?

—Primero quiero lo mío, Rafa.

—Está bien, Paquito. Ahora te lo traigo.

Él asiente y observa cómo Rafa le sirve rápidamente otro vaso lleno y espumeante. Al lado coloca un sobre blanco cerrado, abultado que el sargento guarda de inmediato. Son las cuotas que debe cobrar. Le costó mucho ser el encargado de esta zona. El gordo Fernández también la quería y mantuvieron una larga disputa. Cada uno movió sus fichas y él finalmente se impuso. Una victoria pírrica en realidad, pues tuvo que ceder otros territorios a su cargo y dejar que le asignasen algunos más alejados, como el de Rivas Vaciamadrid. Era injusto. Pero era mejor que él le cobrase a Rafa y no el gordo. Este sitio lo conoce muy bien. Mucho.

Mira el reloj. Se impacienta.

Recuerda a al cabo otra vez.

—Pero eran diecinueve puñaladas, sargento…

—¿Y qué?

—Diecinueve. ¿Se da cuenta?

—¿Está todo, Rafa? —se palmea el pecho, el bolsillo interior de la chaqueta.

—Claro, Paquito.

Bebe.

La cerveza está muy fría. Estupenda para este calor. Afuera ya ha oscurecido y las luces de la calle entran por la amplia ventana.

—Mire este otro caso, sargento.

Ledesma tenía abierta una carpeta amarilla llena de folios ordenados con post-it de diferentes colores. Bajo la luz de las ventanas, la sombra de ambos formaba una sola mancha sobre el escritorio.

—¿Cuál?

—Este. Es de hace tres años.

El sargento apenas mira el partido. Los chicos que están a su lado, hablan a gritos.

De pronto, uno dice:

—¿Habéis visto lo de la niña que apareció por aquí?

—Qué mal rollo, tronco.

—¿Y lo del muerto en Majadahonda?

—En pedazos, joder.

En su cabeza reaparecen los asesinatos de estas dos semanas. Van cuatro cadáveres. Tres de ellos descuartizados. De la última, la víctima hallada en Arganda del Rey, incluso faltan restos de su cuerpo y aún no los encuentran. Sabe que aparecerán muy pronto. Está seguro. De pronto, el recuerdo de su mujer le remece como un puñetazo brutal en el estómago. Cuánta falta le hace. Mucho más ahora. Intenta, una vez más, no dejarse abrumar por ese vacío que a veces lo absorbe. No debe distraerse. Tiene que estar concentrado. Lo sabe. Por ella, por él. De nuevo, mira su reloj. Piensa en el cabo.

—¿De hace tres años, Ledesma?

—Sí, sargento. Mire.

Contra su costumbre, el infeliz lleva varias horas en silencio y no hay ninguna señal más de su móvil desde que cortaron la comunicación. Es consciente de que no debió dejarlo ir solo, que debió acompañarlo. Estar con él, a su lado, por las dudas. Ledesma es esmirriado y frágil. En cierta ocasión, hasta un chico de trece años lo redujo a golpes. Y el chaval de aquel entonces no es que fuese extremadamente fuerte… Pero, uno nunca sabe. Cada situación es diferente. Algo podría salir mal. Porque si de algo estaba seguro, es que el cabo podría estropearlo todo, como siempre. Tuvo la repentina necesidad de salir del bar e ir en su búsqueda, pero se contuvo, no tenía sentido. Ya no.

—Ledesma, esto que me muestras fue un ajuste de cuentas…

—…

—Además, es un tema de drogas y figura como caso cerrado también. ¿O no sabes leer?

—Observe cuántos tiros recibió la víctima, sargento…

La intuición persiste.

Tiempo al tiempo. Paciencia, paciencia.

Exageras, se repite de nuevo. En la mente visualiza el cuerpo de Ledesma destrozado, el cabello de paja revuelto y la boca torcida, enfatizando en el rostro sus gestos de imbécil.

—Joder —murmura.

Revisa el teléfono. Nada.

Bebe otro sorbo de cerveza.

En la pantalla del televisor, el balón rota, los jugadores españoles tocan con bastante precisión y rapidez.

—Troncos, saltad.

—Va a ser que no, tío.

—He encontrado otros casos más, sargento. Me ha costado mucho trabajo.

—¡Joder! Todos los que tienes allí, en el escritorio, están cerrados, Ledesma. ¡Cerrados!

El narrador se exalta, grita muy animado: Xavi pasa a Villa, este corre, ve a Iniestaaaaa…

—¡Saltad, troncos! ¡Yo soy español, español, español! ¡Yo soy español, español, español! ¡Yo soy espa…!

—Yo flipo con este chaval —ríe uno del grupo.

—¡Yo soy español, español, español! ¡Yo soy español, español, español!

El barman se aproxima. Limpia la barra. Sonríe, duda, sonríe.

—¿Estaba completo, Paquito?

—¿Crees que lo iba a contar aquí y ahora?

—Claro que no, Paquito. Pero está todo. En serio.

—Si no, no sería mi problema, Rafa. Lo sabes.

El sargento mira cómo el barman se aleja. Le afectaría mucho que le ocurriese algo a él o a su establecimiento por una estupidez. Si sucediese, lo ayudaría, claro, pero tampoco podría hacer mucho. Así son las cosas. Algunas tardes de su infancia la pasó con ese buen hombre, mientras su madre trabajaba limpiando pisos. Además, fue Rafa quien le regaló ese dado tan especial y que aún conserva casi como amuleto. El icosaedro color hueso. Sí, sin duda, le afectaría que le sucediese una desgracia por no cumplir a tiempo. Tienen un vínculo de muchos años en este barrio. Muchos. Y también está la costumbre de venir aquí a beber un rato. Entonces, por las dudas, Elejalde se palmea el pecho palpando el sobre por encima de su chaqueta. Sí, parece que la cuota está completa.

—El caso más antiguo que he encontrado es de junio del 2000, sargento.

—¿Del 2000? ¿De hace ocho años?

—Sí, sargento.

—Joder, Ledesma. ¡Son ocho años!

—Es un bebé, sargento. Descuartizado también. En diecinueve partes.

—¿Y eso qué tiene que ver con lo que estamos investigando ahora, Ledesma?

—El número, sargento. El número otra vez. ¿Lo ve?

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