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DOS » Capítulo III

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Capítulo   

III

EL hombre del bigote está enfadado. Las manos las mueve como hachas en el aire, las hace girar, me señala, golpea la mesa donde están los trocitos de imágenes de mamá y de mi hermanita. Me muestra la foto de otro hombre. Es un rostro que me mira de frente. Tiene el pelo blanco y muchas arrugas, la nariz delgada. Monstruo, me grita el hombre del bigote y pequeñas gotitas de su saliva me caen en la cara. Como si fuese una pequeña lluvia. A mí me gusta cuando el cielo se pone oscuro y cae mucha agua de arriba. El techo retumba pum, pum, pum, rapidísimo, como suena mi corazón cuando estoy corriendo. Y yo me pongo muy contento porque solo en esos momentos puedo asomarme a la ventana sin que papá me pegue. Veo la calle, los paraguas o a la gente agachada corriendo. Aunque por donde estamos no pasan muchas personas y cuesta mirar al fondo, igual me gusta. Si caen muchas gotas nadie mira hacia arriba, donde yo estoy. Y es entonces cuando mi hermanita me enseña dónde está su cole o el edificio blanco donde trabaja los viernes. Con su dedo también me señala el parque en el que se entretiene con sus amigas y me dice que algún día me va a llevar con ella. Está un poco lejos y cuesta ubicarlo con los ojos así nomás entre tanta agua, pero yo sigo el dedo de mi hermanita y veo los árboles y los juegos. La resbaladera, los columpios… y le sonrío porque yo pienso que allí sí sería muy divertido jugar al escondite, porque aquí, en la casa, no se puede. Es pequeña y no consigo ocultarme bien. Ni detrás de las cortinas ni de los sillones o los armarios. Me apretujo y me doblo y me quedo calladito, calladito, pero no sirve, mi hermanita se ríe y me dice que se me ve en el acto. Ella es muy lista y logra atraparme rapidísimo. Yo sé también que es porque soy muy grande y el bulto que hace mi cuerpo se nota enseguida. Mamá dice que es una suerte que en el edificio no viva nadie más que nosotros. Y yo le respondo que sí con la cabeza, porque al menos así puedo jugar en las escaleras con mi hermanita. Como son de madera suenan mucho como tambores, sobre todo cuando yo salto. En los otros departamentos no nos metemos porque son tramposos. Los suelos tienen huecos enormes y me he caído dos veces. La primera vez explorando y la segunda vez, por ver en qué lugar me había resbalado la ocasión anterior. Felizmente tengo la cabeza muy dura. Aguanta muchos golpes. A mí me agrada darle con mi frente a las paredes o a las puertas. En el Primero A hice dos hoyos enormes. Golpeé y golpeé hasta que empecé a sentir un sonido fuerte. Algo así como diiiiiiiing. Se me taparon los oídos y todo se puso raro, como muy lento. Y entonces, zas, cayó parte del muro y vi el hueco en forma de huevo. En otra pared hice lo mismo y por la noche me quedó doliendo la cabeza. En el Tercero C, con mi frente derribé unos armarios, pero la madera me hizo daño y tardé mucho en sanarme. Es malo cortarse el cuerpo porque duele. Claro, depende de dónde te haces las rajaduras, pero igual siempre lastima. Lo peor es que si me hago mucho daño, mamá no me da su miel y eso no me gusta. Y mi hermanita tampoco juega conmigo ni me muestra nada por la ventana si acaso llueve. Y yo me quedo solo bajo la mesa de la cocina, pensando y pensando en la miel y en el agua que cae del cielo. Dentro de todo, lo bueno es que si papá me ve perjudicado no me pega. Eso es lo único que me agrada porque cuando él me castiga mi cuerpo tarda más tiempo en sanar. Más que cuando me caí por el hueco del segundo hasta el bajo o cuando rompí los armarios con la cabeza. Pero igual, quedarme sin miel, sin juegos y sin ventana, me entristece y eso me da más hambre. Yo siempre tengo mucha. Muchísima. Mamá dice que no sabe por qué como tanto. Lo que me dan no alcanza. En mi plato, debajo de la mesa, cerca de la pared y de una de las patas tengo mis vasijas de agua y de comida. Son grandes, pero no me bastan. Siempre pido más y cuando termino ya estoy merodeando cerca de ellos. A papá ni le miro, pero me acerco a sus zapatos y gimo para ver si me da algo. Mi hermanita siempre me comparte un poco de lo que ella tiene. Yo no sé por qué soy así de hambriento. Mamá dice que hace varios años me escapé del edificio y que corrí por la calle y que maté dos perros. Me contó que me encontraron comiéndolos, con la boca llena de pelos y sangre. Yo no me acuerdo. Debió ser hace mucho, cuando tenía el cuerpo más flaco y más pequeño. Felizmente nadie te vio, dice mamá y suspira contenta llena de alivio. Y yo también me alegro porque la calle es peligrosa. Hay cada demonio, se persigna mamá y yo cuando la oigo hablar así me acurruco a sus pies. Por eso a mí no me gusta salir, aunque tenga mucha hambre. Pero sí he salido, escondido, buscando más comida. Y como mamá nunca miente, ha pasado lo que ella me ha dicho. Hay gente que grita y te tira piedras por nada, ni les da pena que gimas. También te agarran entre varios y te atan con cuerdas solo para reírse. Por eso mi otro papá me hizo poner los grilletes. De esas veces sí que me acuerdo, pero de la ocasión cuando comí perros, no. Ahora ya no recuerdo a qué sabe un perro y me da mucha curiosidad. Si me comí dos, seguro que esa carne debe ser deliciosa. Hay veces que suenan tanto mis tripas que me entran unas ganas muy grandes de comer perros porque son enormes. Claro, hay de todos los tamaños, pero los que yo quiero son esos gordos que pasean en el descampado que rodea nuestro edificio. Pero igual, aunque las tripas me truenen, ya no salgo. Por eso prefiero ir a buscar en los otros pisos del bajo. Entre los escombros, cerca de las escaleras, con una tabla, espero y espero quietecito, hasta que un gato se confía y pasa cerca de mí. Entonces, zas, le aplasto la cabeza. Hay que darles muy fuerte para que se queden allí nomás, quietos. Si no se hace así, siguen moviéndose y te rajan la piel con las garras y tienes que golpearlos más. Lo mejor es darles un solo golpe muy fuerte. Su carne me sacia un poco y la sangre caliente no sabe mal. Tiene buen sabor, aunque eso sí, no se parece a la miel de mamá. He comido también cucarachas. Son crocantes, saladas y muy viscosas. Hincan un poco en la boca y hay que masticarlas muy bien porque si no, raspan en la garganta. Pero a ellas no las cazo. No hace falta. Cuando estoy en mi sitio, muy quietecito, zas, de pronto pasan corriendo cerca de mí o debajo de mi manta. Pero ellas no me llenan. Por eso mamá dice que hay que comprender por qué papá trabaja tanto y por qué también mi hermanita debe trabajar también los viernes en ese edificio blanco que está a unas calles de aquí. La comida y la casa es lo más importante dice y yo le entiendo. Yo, como no puedo salir del edificio, limpio el piso con trapo. También aseo las escaleras y me deshago de los bichos. Bueno, me los como. A las ratas no las devoro. Me dan asco. No hay muchas porque me las arreglo para espantarlas. Deben creer que soy el gato más enorme que han visto. Una mañana una se puso delante de mí con los pelos en alto y la cola tensa, lista para atacarme. Me mostró los colmillos y hasta chilló en lugar de escapar como las otras. No la maté, pero con mi tabla le di un buen golpe hasta obligarla a huir detrás de un hoyo. Aquí todos ponemos nuestro granito de arena, como dice mamá. Todos, porque nos queremos bastante y porque es necesario para que nada nos falte. Ni comida, ni un lugar donde guarecernos. Mi hermanita también se esfuerza. Y cada viernes, sin faltar uno, después del cole, regresa, deja su mochila, se pone su faldita corta y sale con mamá a trabajar. Solo cuando llueve puedo asomarme para verlas alejarse con el paraguas. Y le digo adiós, hermanita, adiós, y ella me devuelve el gesto con la mano y me sonríe bonito, antes de irse a encontrar con esos hombres que, como dice mamá, felizmente quieren mucho a mi hermanita, y la esperan y la buscan a pesar de que llueva. Y yo me quedo mirando con la cara en el cristal, sintiendo el frío y deseando que no tarden demasiado en regresar de ese edificio blanco como el azúcar.

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