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Capítulo   

VIII

EL 21 de junio de 2008, poco antes de morir en el mismo Volkswagen azul en el cual había sido concebida, Susana García no pudo evitar el recuerdo de aquella lejana historia que tanto le gustaba a su padre. En ese tiempo el auto era casi nuevo, acabado de pagar a plazos, en cómodas cuotas que él había cancelado religiosamente durante varios años. Podía faltar para comprar ropa nueva, la comida o hasta la medicina, pero la cantidad reservada para el coche era sagrada. Y su padre se esmeraba en cuidarlo, en mantenerlo impoluto, limpiándolo, protegiendo el tapiz, buscando durante bastante tiempo al técnico que sería a la larga el que velaría por el buen mantenimiento del vehículo con los años. Algo así como su mecánico de cabecera. Y el coche respondió con creces a tanto mimo.

Fue todo tan duro, suspiraba su madre cuando se remontaba a aquellos tiempos. Y se persignaba, porque siempre lo hacía cuando hablaba de esas épocas de escasez y de sacrificios. Épocas en las que vivían en la casa de su pueblo y en las que su único lujo era salir a pasear los domingos hacia un pequeño bosque por el que pasaba un río más lleno de piedras que de agua. Y entonces, aquellos lejanos días se levantaban temprano, se aseaban con una prisa ansiosa y preparaban los refrigerios. Todo, después, lo acomodaban en el coche y partían levantando una pequeña humareda de polvo.

Era, en ese momento, cuando ya estaban juntos y dispuestos cada uno en sus respectivos asientos, que su padre empezaba:

—Mamá, cuéntate una… Una de las que tú sabes.

Y de todas las historias que contaba la madre de Susana, la que su padre siempre pedía es la que más tiempo tardó ella en relatar.

Lo hizo cuando Susana cumplió los once años.

Ese día habían parado dos veces en el camino porque había llovido el día anterior y hubo problemas en la carretera de tierra. Enfangada y con grandes tramos hundidos bajo enormes charcos de agua, no les quedó otra alternativa que avanzar muy lentamente, siguiendo la procesión de coches que iban despacio.

Y fue aquella vez, mientras esperaban a que pudiesen reemprender la marcha, cuando la madre de Susana empezó a hablar.

Con su voz ronca, sabía marcar los énfasis adecuados para que sus relatos fuesen más intensos y vívidos. Creaba las pausas, la tensión y dosificaba el suspense para mantener a todos en vilo.

La historia que tanto gustaba a su padre era muy simple al comienzo. Hasta anodina, sin mayor relevancia: Una madre y una niña se perdían en un bosque. Después de deambular por horas y llegada la noche, totalmente perdidas y desesperadas, encontraban en medio de tantos árboles una pequeña cabaña. La edificación era sólida, con el techo de tejas y una chimenea que exhalaba un espeso humo blanco que subía hasta el cielo negro. A través las ventanas, se distinguía la luz del interior. La historia se detenía en señalar que madre e hija dudaban en llamar, aunque finalmente lo hacían.

Entonces, se abría la puerta principal de aquella acogedora cabaña y aparecía ante ellas una adorable anciana que les decía con una voz totalmente dulce:

—Pasad, por Dios, que hace mucho frío afuera.

Ya adentro, les daba una deliciosa sopa para cenar y les ofrecía una cama para pasar la noche.

Al día siguiente, antes de partir, la noble mujer les proponía prepararles un poco de la estupenda sopa de la noche anterior para que tuviesen fuerzas para el camino.

Ahí empezaba lo mejor.

Mientras la madre estaba fuera recogiendo algunas verduras del huerto, la anciana, de improviso, con una vara y una fuerza brutal, desmayaba a la niña, le clavaba un cuchillo en el pecho y, con una sierra, procedía a descuartizarla con presteza. Luego, trozaba el cadáver en piezas más pequeñas, en diecinueve, ese número mágico y misterioso, y la echaba al caldo hirviendo para cocinarla.

Al descubrir el crimen, la mujer luchaba con la vieja y lograba huir con la cabeza de su hija en los brazos.

Pero, en lugar de continuar con el relato, la madre de Susana se detenía en este punto y le tocaba a ella aguantarse ese breve lapso, pensando que, cuando fuese mayor, también le contaría esa historia a sus hijos, pero no a sus nietos.

Porque eso sí, ella estaba segura de que jamás llegaría a ser anciana como la viejita del cuento.

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