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TRES » Capítulo I

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Capítulo   

I

—¿CÓMO va, Elejalde? —el gordo Fernández le palmea la espalda y se quita la chaqueta.

—¿Cómo va qué?

—El partido, coño. El partido —el gordo mastica un chicle y luce alegre. Agrega—: El capitán quiere hablar contigo.

—¿Ahora?

—No, mañana.

—¡Hombre, Carlitos! ¿Una caña? —el barman le estrecha la mano.

—¡Y unas patatas bravas también, Rafa!

—Enseguida, Carlitos.

—Van cero a cero.

—¿Qué? —el chicle resuena en la boca del gordo.

—El partido —el sargento termina de beber un trago—. Van cero a cero.

—Ah…

—Aquí tienes las bravas, Carlitos.

—Qué bien. Un plato grande. Como para los elefantes. ¡Así da gusto, Rafa!

—¿Sabías que una vez vi cómo desenterraban el cráneo de un elefante del pleistoceno? Yo tenía dieciséis y estaba en esa cantera. Allí nomás, en Orcasitas, Carlitos, y…

—Coño, Rafa… Me lo has contado un millón de veces.

El gordo Fernández, golpea la mesa, se ríe, se acomoda al lado del sargento y observa de reojo al barman que se marcha.

—¿Ya pagó? —mastica las patatas bravas, bebe, se limpia la boca con el dorso de la mano.

—¿Es tu asunto?

—Era solo por hablar, hombre. ¿Y Ledesma? Le llamé y me dijo que venía —sonríe tratando de cambiar de tema.

—¿Le has llamado —el sargento se alarma—. ¿Ahora?

—No, coño. Antes. Al mediodía.

—Ah…

—¿Dónde está?

—Trabajando. Bueno, eso supongo.

—No creo —el gordo sonríe con ironía—. Ese no se pierde unas cañas gratis.

—¿Y quién se las iba a invitar?

—Yo, coño. Me aseguró que venía para ver el partido.

Tome y daca de los dos equipos. En la pantalla del televisor, el narrador se esmera. Eleva la voz, la baja, impone ritmo a lo que cuenta. Va Silva. Corre. Corre. Avanza a toda velocidad. Villa se atreve al uno contra uno. Villa, Villa. Es magistral el juego de la selección. Ahí va… Iniestaaaaaa. Sigue el balón en juego… Córner.

—¡Mierda, chaval!

El gordo Fernández mira a los chicos de soslayo.

—¿Y las tías? —grita uno de los jóvenes.

—Ya vienen.

—Después nos vamos de marcha, ¿no?

El gordo, con parsimonia, extrae de su chaqueta un folio doblado:

—¿Qué sacas? ¿El dato que te pedí que apuntaras ayer en la tarde?

—¿Esos números?

—Joder, sí.

—No, no… No es eso.

—¿No lo habrás perdido, verdad?

—Estaba en mi escritorio, coño.

—No te creo. Lo debes haber escrito en un post-it y lo habrás pegado en la pantalla de tu ordenador.

—Coño, ¿cómo lo sabes?

—Porque siempre haces eso, joder.

—Pues sí, allí estaba.

—¿Estaba?

—Es que él post-it no lo encuentro.

—¡Joder! Para una cosa que te pido. No me extraña con el vertedero que tienes en tu mesa.

—¿Era algo importante?

—¿Qué crees, Fernández?

—Te prometo que no está perdido, coño. Si justo ayer, antes de irme hice limpieza y dejé únicamente ese post-it en la pantalla de mi ordenador.

—Eso espero. Y entonces, ¿qué es lo que me vas a dar?

—Esto. Es para ti. Toma.

—¿Qué es?

—Es la copia de un atestado.

—Joder, Fernández. Ya lo sé. Tengo ojos.

—A Ledesma lo pillé husmeando eso. Es de cuando detuvieron al niño, ¿recuerdas?

Al sargento le regresa la voz del cabo:

—El de Majadahonda y el viejo de Alcalá de Henares estaban en diecinueve partes. ¿Se da cuenta?

—Y sabes que el niño es intocable —el gordo Fernández escupe su chicle hecho una bolita blanca al suelo—. Después de todo, es el hijo del capitán.

—Estás como una cabra, Ledesma. ¿Y la niña? Ella estaba entera, joder.

—Se llevaron su meñique del pie, sargento. Nos la dejaron con diecinueve dedos.

—Existe una palabra para todo esto, Ledesma: coincidencia.

—Pero…

—Nada de peros… Todos los años se te ocurre una idea desquiciada.

—La va a liar, Elejalde. El gilipollas de tu compañero la va a liar. Ya sabes que tú y yo…

Tiro libre ruso. Se acomoda Roman Pavlyuchenko. Íker da órdenes a la barrera. Atentos. Pierna derecha del ruso. Pavlyuchenko toma carrera. Pavlyuchenko, Pavlyuchenkoooooo. Lo vio bien Íker. Lo vio bien. Alto y afueraaaa.

El barman se lleva la mano a la cabeza. La gente resopla aliviada. Los chicos, al lado, siguen hablando a gritos, festejando, riéndose.

—Joder —murmura el sargento.

Tiempo al tiempo. Paciencia, paciencia.

—Al capitán no le agrada nada el asunto.

—Lo sé, Fernández. Lo sé.

—Está cabreado.

En el exterior, a través de los cristales y de las persianas, se percibía una mañana limpia, clara. Casi no había nadie con ellos. El cabo continuaba remarcando unas líneas escritas sobre el papel.

—Esto es una gilipollez, Ledesma. Necesitamos hechos, huellas, datos contrastados, imágenes de las cámaras, testigos…

Ledesma se inclinó más hacia el escritorio, recogió las carpetas con cierto aire de decepción. Puso los informes en orden.

—Pero hay una cosa más, sargento.

—¿Otra caña, Paquito? ¿Y tú, Carlitos?

—¡Más patatas, Rafa!

—Claro, Carlitos.

El barman se aleja y se pierde por una puerta presuroso.

El sargento verifica su teléfono otra vez. El móvil de Ledesma sigue sin comunicarse.

—Todo empezó en junio de 2000… Con el bebé descuartizado.

—Eso ya me lo has dicho.

El sargento miró a Ledesma. El cabo se rascaba la cabeza. Se le veía nervioso. Lo miraba, bajaba la vista hacia el escritorio, lo miraba otra vez.

—Aquí tienen.

—¿Solo esto, Rafa? ¿Ya no hay platos para elefantes?

—No, no, Paquito —el barman se apresura solícito, mueve el plato, los mira, duda, se disculpa, sonríe—. Es para que sigan comiendo. Ahora les traigo más.

—Desde el 2000 hasta el 2004, solo hay un muerto por año, sargento. Pero el 2005 sube a dos. El 2006 a tres… y así.

—¿Habéis visto lo del desfile de modas con las putas? —grita uno de los chicos ruidosos y, de inmediato, el gordo Fernández gira para observarlos: la risa explotando, las bromas en el aire, la bandera de España bailando en sus cuellos. Se percata de que prácticamente están rodeándolos, copando la salida del bar.

—¡Un desfile de putas! —repite otro de los muchachos, muy alto—. ¿Dónde? ¿Por acá, tronco?

—No, tío. Por Callao.

—¿También nos vamos de putas?

—Hoy, no, coño, que vienen las tías.

—¿Lo ve? ¿Se da cuenta? —la voz de Ledesma era baja, tensa—. Este año, debería haber cinco asesinatos, sargento.

El gordo Fernández esculca en sus bolsillos. Su cuerpo voluminoso suda.

—Coño.

—¿Qué pasa? —el sargento lo mira.

—La úlcera, joder.

Elejalde lo detesta también, aunque lo soporta más que al cabo Ledesma. No entiende porqué el capitán le confió a ese cerdo imbécil más territorio que a él. Es un puerco maloliente, repulsivo, irritante, siempre con el chicle en la boca y la cara llena de sudor. Si el capitán supiera el tipo de elemento que es… Pero no importa, se dice. Tiempo al tiempo. Paciencia, paciencia.

—Mira esto —el gordo hace resbalar su mano sobre la barra y al levantarla deja ver una pequeña tarjeta.

El sargento la recoge. La imagen de una chica semidesnuda, incitante, le mira de frente.

 

Jovencitas.

30 minutos 50 euros

1 hora 100 euros

 

Reconoce el teléfono y la dirección en Rivas Vacimadrid. Es uno de los negocios que están en el territorio del sargento. Uno de los que más ingresos genera en esa zona.

—¿Sabes quién tenía esto? —el gordo se lleva una patata a la boca.

Mastica ruidosamente, baja la vista, mueve algo con el pie, levanta la cara, lo observa otra vez. La cara sonriente, los dientes cubiertos de una masilla amarillenta

—¿Sabes? —repite.

—¿Quién? —la pregunta le sale por inercia, inútil, porque está muy al tanto de cuál será la respuesta.

—Ledesma, coño.

El sargento lo mira sin decir palabra. Bebe un sorbo de cerveza.

—Esto no pinta bien, Elejalde. El capitán también lo sabe. Creo que por eso él quiere hablar contigo.

Mentira, piensa el sargento. Sabe que es por otra cosa y que el gordo también está al tanto.

Tiempo al tiempo. Paciencia, paciencia.

De nuevo regresa la voz de Ledesma:

—Todos los asesinatos han sido perpetrados en junio, ¿lo ve?

El sargento observa al gordo Fernández, a los chicos que gritan cerca con mucho aspaviento, al gordo Fernández otra vez.

Mira su móvil. Nada.

—Desde que empezaron estos asesinatos hasta ahora solo hay dieciocho muertos, sargento.

—¿Qué quieres decir, Ledesma?

—Solo hay dieciocho, ¿se da cuenta?

—¡Cuenta de qué!

—De que falta uno.

—¿Uno?

—El número diecinueve, sargento.

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