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TRES » Capítulo VIII

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Capítulo   

VIII

—HAY de todo, sargento.

—¿A qué te refieres?

—Los muertos, sargento. Son bebés, niños, jóvenes, adultos. Mujeres, hombres, gays… Rubios, morenos, de color, europeos, inmigrantes. Hasta de diferentes clases sociales.

—¡Coño! —el barman se lleva una mano a la cabeza con la vista en el televisor.

Confirman la mala noticia.

Los demás, en el bar, dejan de beber y miran absortos la desgracia.

—¡Mierda!

—¡Me cago en…!

Los periodistas comentan alertados. El jugador tocado es Villa. El Guaje sintió un pinchazo en la pierna al lanzar una falta. Un ligero resbalón al momento de golpear el balón hizo que esta no llevara mucha fuerza a la portería del meta ruso y que el delantero se dañara.

—Todos los cadáveres han aparecido alrededor de la Comunidad de Madrid.

—¿Pero qué dices, Ledesma?

—Que no hay una zona en especial, sargento. Es todo Madrid.

En el bar, el lamento es generalizado.

—¡El Guaje, chaval!

—¡Qué putada, tronco!

El máximo goleador de la selección y de la Eurocopa se marcha mal, llorando. Lo van a sustituir. Va a entrar Cesc Fábregas en su reemplazo.

—Mal asunto —farfulla el sargento y se vuelve hacia el gordo Fernández—. ¿Entonces?

—El capitán está cabreado.

—Ya lo sé.

Afuera, las luces de la calle brillan. Al lado del bar, en la acera, se ve un árbol desnudo de follaje y ramas huesudas. Parece la mano de un esqueleto que trata de atrapar algo del cielo.

—Y lo de los cuatro muertos no ayuda, Elejalde.

—¿Otra más, Paquito?

—Sí, por favor.

—¿Tú, Carlitos?

—Con más bravas, Rafa. Ya sabes, un plato para elefantes.

—Ahora mismo.

Y ya están, rápidamente, ahí delante, las cañas frescas y las patatas.

—Ojalá haya suerte —el barman señala la pantalla—. ¿Has traído tu amuleto, Paquito? Ya sabes, el icosaedro.

—No, Rafa.

—¿Qué es eso? —el gordo mastica ruidosamente.

—Es solo un dado… —resopla el sargento sin apartar la vista del televisor.

—Tiene veinte caras —insiste Rafa—. Como los que se usaban en la Antigua Roma. En el Museo Británico hay dos, yo los he visto…

El anciano, se detiene. Se percata de que ni el sargento ni el gordo le escuchan. Fuerza una sonrisa, limpia la mesa, finge que ha olvidado algo. Se retira.

El bar vibra. Cánticos, saltos.

¡Yo soy español, español, español!

—¡Saltad, troncos!

¡Yo soy español, español, español!

¡Yo soy español, español, español!

¡Yo soy español, español, español!

Elevan el volumen del televisor. La voz del narrador apunta: Cesc Fabregas, Iniesta… La pide Torres. Iniesta atrás. El centro para Torres. Vamos, bájala, bien. ¡Bien! Recorta. ¡Disparaaaaaa…! Flojito para el portero ruso.

—Falta poco para que aparezca el siguiente cuerpo, sargento. Junio se acaba en cuatro días.

—¿Y qué con eso? —el sargento escrutó el rostro de imbécil del cabo. Notó un brillo de entusiasmo en sus ojos.

—¿Dónde anda Ledesma? —las patatas sonando entre sus dientes, chic-chac, chic-chac—. Si me prometió que venía, coño.

—Trabajando, ya te dije. Ya lo conoces. Tiene una de sus locas teorías.

Durante los años que han trabajado juntos, el sargento jamás le ha dado siquiera la menor importancia a esas descabelladas ideas. Hoy mismo, en la mañana, como en tantas otras ocasiones, le dijo con firmeza que lo que tenía en mente y le robaba tantas horas era una solemne tontería. Una gilipollez, fueron sus palabras exactas. Se mostró muy rotundo y le pareció que Ledesma, en su fuero interno, admitía estar de acuerdo en buena parte de sus argumentos. No había huellas, ni datos contrastados, ni imágenes de las cámaras, ni testigos… Y, mucho menos, apoyo científico a semejantes conjeturas. Pero ya sabía cómo era Ledesma. Lo sabía demasiado bien. No dejaría de buscar, seguiría por su cuenta, sin hacerle caso, embrollándolo todo, enredándolo.

—Ese será el fin, sargento.

—Joder, Ledesma. No hay sustento en lo que dices.

—Estoy seguro de que con ese número terminará. Con diecinueve muertos, sargento.

—¿Y cuál es esa teoría? —el gordo Fernández mastica ruidosamente las patatas.

—No vale la pena ni comentarla —Elejalde bebe un sorbo de su cerveza.

—Sí, pero es que está dando palos de ciego, como dice el capitán, y está que toca los cojones.

—Hay más, sargento. Mire.

—¡Joder! ¿Más?

—…

—Con tanta idiotez junta, no me extraña, Ledesma.

El sargento se abstrae. Recuerda lo que le dijo el cabo antes de despedirse hace varias horas.

—Lo están encubriendo, sargento. Al asesino, digo.

—Te estás pasando, Ledesma.

Paciencia. Paciencia. Recuerda a su mujer. La echa de menos. Exhala una larga bocanada de aire.

Todo por un imbécil, joder.

—Por eso todos los asesinatos tienen su culpable, sargento.

Elejalde mira el móvil de nuevo. Nada. Ninguna llamada del teléfono de Ledesma. Repasa los últimos mensajes del cabo:

15:11 «Acabo de aparcar, sargento».

15:13 «Parece que tenía razón. Aquí no hay nada».

Termina de beber. El gordo Fernández, está entretenido con el partido.

Los cánticos siguen.

¡Yo soy español, español, español!

¡Yo soy español, español, español!

¡Yo soy español, español, español!

15:15 «Esto es como un vertedero. Solo escombros, basura y, al fondo, un edificio casi derruido».

Llega el final del primer tiempo. Ambos equipos se van a los vestuarios. Los comentaristas apuntan que la lesión de Villa puede ser grave. Que quizá se pierda el partido de la final ante Alemania.

—Creo que el asesino es uno de nosotros, sargento. O, tal vez, varios.

—Estás como una cabra, Ledesma.

—Es un policía o un Guardia Civil, sargento. Estoy seguro.

La marea de cabezas se dispersa ligeramente. La gente va dejando de saltar. Se calma por un momento.

—Se lo he dicho al capitán, sargento.

—¡Eres un idiota!

—No me ha creído.

—No me extraña.

—También se lo he comentado a un amigo que es periodista, sargento.

—¡Pero qué dices, gilipollas! ¿Para qué!

—…

—¿Has revelado datos de la investigación?

—No, no, sargento. Solo le he…

—Mira, Ledesma, no quiero oír más.

—Tampoco me ha hecho caso.

—Es lo mejor que te ha podido pasar, imbécil. ¿Te das cuenta?

—…

—¿Te das cuenta?

El sargento observó el rostro del cabo. Apocado, la mirada baja, los labios temblando, sus dedos tensos sobre las carpetas regadas en el escritorio, como sujetándose de esos post-it de colores para no caer en un abismo.

—Ahhhh… —el gordo Fernández se seca la boca con la mano y se gira hacia él—. Déjame salir, Elejalde, que voy a mear.

—Pasa, joder.

El cabo recuperó algo de aplomo. Carraspeó ligeramente, tragó saliva y agregó tímidamente.

—He encontrado una pista más, sargento.

—¡Más? ¿Y qué coño es, Ledesma?

—Unos números, sargento. Mire.

El sargento observó el post-it naranja:

 

40.351510

−3.512835

 

15:19 «No hay construcciones alrededor del edificio».

15:22 «Me voy a acercar, sargento».

15:29 «Ya estoy en el portal. Parece abandonado».

—¿Ese es tu gran hallazgo? ¿Una miserable resta?

—Son coordenadas, sargento.

Joder, murmura hastiado.

—Ya tengo la dirección que sale de esas coordenadas. Calle Sócrates Saldívar 1. 28521. Está en Rivas Vaciamadrid, sargento. Me acerco a mirar y le informo.

Elejalde termina de beber y queda una amarillenta capa de espuma sobre el fondo de su vaso. Se revuelve sobre su banca y revisa el último mensaje de texto de hace más de seis horas.

15:32 «Arriba, en una de las ventanas, he visto a un hombre calvo que se ha asomado y se ha escondido al verme. Voy a tocar la puerta. Le llamo luego, sargento».

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