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CUATRO » Capítulo VIII

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Capítulo   

VIII

EL 19 de junio de 1999, poco después de conversar con él sobre el sabor agrio de las aceitunas, Susana García se convenció de que su amor sería una historia muy larga. Y, sin más, le reveló que tenía un hijo de 16 y que venía en camino otra que llevaba en el vientre.

Él la miró sorprendido, pero no dijo nada en absoluto.

Cruzaron un parque con árboles, columpios y una resbaladera y se acercaron hacia el Volkswagen azul que estaba aparcado a un extremo, cerca de un edificio viejo, parcialmente derruido. El sol imponía su fuerza. Algunos perros merodeaban por el lugar. También gatos y ratas se veían entre los escombros del descampado.

No sabían todavía qué hacer, de qué hablar. Estaban viviendo la resaca del encuentro fortuito que los había reunido.

Uno insignificante, en realidad, una feria local que los llevó a tropezar varias veces sin pretenderlo.

Sin decir palabra, entraron en el coche y se pusieron a observar el techo blanco, lleno de puntitos negros.

Fue entonces, cuando Susana decidió narrarle la misma historia que su madre le contó a los once años.

Elevó los ojos y empezó con el relato. Cuando hubo pasado la primera parte, se detuvo. Hizo la misma pausa que su madre y, entonces, después de unos medidos minutos, continuó.

La madre de la niña corría llorando, pidiendo auxilio, yendo a toda la velocidad que le permitían sus piernas. Tropezaba. Y notaba asustada cómo las ramas de los árboles y de los arbustos se extendían para obligarla a caer con el fin de que la anciana pudiese atraparla.

Después de un rato, la madre llegaba a un pueblo y allí le informaban que la vieja era una bruja muy temida.

Cuando esta se aproximó reclamando a sus víctimas, los hombres salieron con palos y piedras. Uno de ellos le gritó, ¡de hoy no pasas, maldita!, mientras le atacaba con su arma. La bruja dio un paso atrás, pero otro golpe la sorprendió por la espalda.

—¡Vosotros, mal paridos, os comeré! ¡Creedme! No dejaré ni uno vivo.

El más bajo, uno pelirrojo, era el más furioso. Daba estocadas, rasgaba la ropa de la anciana, lograba herirla hasta tumbarla al suelo. Alzó entonces él una enorme piedra y la arrojó sobre la cabeza de la bruja. Hubo un ruido sordo, seco. De la frente empezó a manar sangre oscura. La piel había cedido y dejaba ver el interior. La piedra volvió a ser elevada y arrojada con fuerza sobre el rostro desfigurado. Una y otra vez hasta que quedaron solo carne, grasa, huesos destrozados y cabellos blancos… Todo, todo cubierto de barro y de un oscuro líquido espeso que enardecía aún más a los hombres, como si no fuesen más que peones de aquella sangre que les ordenaba seguir y seguir destruyendo. Después, exhaustos, ataron el cuerpo a un árbol. En eso, de lo que una vez fuera la cabeza de la bruja, se elevó una voz, distinta a la de antes y, sin embargo, la misma:

—Oídme bien, miserables. Os voy a comer a todos. A ti también —le dijo a la madre—. Nunca huirás de mí. Sé que me escuchas, así que oídme, a ti también…

Los hombres volvieron a atacar. Su ropa quedó reducida a retazos y, horas más tarde, fue abandonada medio desnuda, con un muñón rojizo por cabeza, con la mayor parte del cuerpo desollado y las vísceras fuera. La dejaron atada fuertemente a un árbol para que algún perro hambriento y otros animales salvajes hiciesen el resto. Horas más tarde, a la madre se la llevaron lejos en un Volkswagen azul, dejando atrás el cadáver de la bruja. Cuerpo del cual, por la noche, surgieron una gran cantidad de pequeños bichos parduscos que se lanzaron voraces sobre el grupo de casas y se aposentaron en los cuerpos de los animales y de los hombres. Sorbieron la sangre, sorbieron y sorbieron hasta dejarlos muertos. Con el pelirrojo se ensañaron, desollándolo, también devorando su carne. Después abandonaron el pueblo y se lanzaron por el mundo en busca del Volkswagen azul y de la madre. Desde entonces, el viento de la noche grita con la voz de la bruja: ¡Nunca huirás de mí!

Ahí quedaba el cuento, inconcluso, en una búsqueda que no terminaba. El relato parecía un fragmento, un retazo de otra historia aún más grande, más compleja.

Y ese 19 de junio de 1999, Susana permaneció perpleja mirándolo a él, observando absorta el techo con puntitos oscuros del Volkswagen azul como si fuese una noche invertida, toda blanca, llena de estrellas negras.

Le contó que su madre le repitió el cuento en otros paseos y que el relato cambiaba, crecía. Aumentaba en detalles. La hija descuartizada era rubia, de once años. En otras ocasiones tenía menos. Diez, nueve… La brutalidad de la muerte de la bruja también variaba, aunque siempre iba a más el ensañamiento con su cuerpo.

Pero, a pesar de haber oído aquellas otras versiones, Susana le dijo que el recuerdo de la primera vez que la escuchó volvía siempre a ella, como en ese momento.

Sin embargo, muchos años después, al contrario de su madre y de lo que ella misma se había dicho a sí misma, nunca se atrevió a narrarle la historia a su hija. Entendió que sería aterrador para ella. Solo a Rubencito se lo relató una vez cuando ya tenía diecinueve. El pobre lloró toda la noche y no pudo dormir bien durante días. Se despertaba gimiendo por las pesadillas. Se movía de un lado a otro, se agitaba. Y cuando ella se aproximaba para consolarlo, lo encontraba acurrucado, con los ojos rojos. Es solo un cuento, le susurraba abrazándolo hasta que se quedaba dormido. Por eso, nunca más volvió a repetírselo y se lo guardó solo para ella.

Y ese recuerdo se fue enterrando, ocultando en esos retazos de imágenes, de memorias y sueños de sus años de infancia hasta que volvió a aparecer aquel 21 de junio de 2008, en el mismo instante en que Susana iba a morir.

Observó el techo blanco de estrellas negras del Volkswagen azul y recordó el coche detenido en la carretera y la voz de mamá inundándolo todo. Lo recordó también a él, a su lado, como ahora, hablándole del sabor agrio de las aceitunas y de aquel proyecto vital que empezaron a llevar a cabo pocos días después. Le miró el rostro contraído y sintió de pronto el golpe fuerte en el pecho, el calor húmedo de la sangre envolviéndola, huyendo de ella mientras, afuera, el viento acechaba aullando en la oscuridad.

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