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De hecho, Anthime se adaptó. En cualquier caso, aunque no se hubiera adaptado, aunque le hubiese costado aguantar la situación y hubiese querido manifestarlo, la censura del correo no ayudaba mucho a formular quejas. Sí, Anthime se hizo bastante pronto a los quehaceres diarios de limpieza, de excavación, de carga y transporte de materiales, a los periodos de trinchera, a los relevos nocturnos y a los días de descanso. Estos últimos, por lo demás, de eso sólo tenían el nombre, pues consistían en ejercicios, instrucción, maniobras, vacunas antitifoideas, duchas cuando se podía, desfiles, actos militares y ceremonias: entrega de una cruz de guerra creada hacía seis meses o, por ejemplo, durante aquellos últimos días en la sección, mención concedida a un sargento primero por su constancia en el frente a pesar de su reuma. Anthime se habituó asimismo a los desplazamientos, los cambios de uniforme y sobre todo a los demás.

Los demás eran, en su mayoría pero no únicamente, campesinos, trabajadores del campo, artesanos o menestrales, población más bien proletaria entre la cual quienes sabían leer, escribir y hacer cuentas como Anthime Sèze no eran los más, por lo que podían encargarse de redactar el correo de los compañeros y de leerles el que recibían. Las noticias que llegaban se transmitían luego a quien quisiera oírlas, cosa de la que Anthime se abstuvo al enterarse de la muerte de Charles, y que no comunicó más que a Bossis, a Arcenel y a Padioleau. En lo sucesivo los cuatro se las ingeniaron siempre, no obstante los movimientos de tropas, para no alejarse mucho unos de otros.

En cuanto a los cambios de uniforme, hasta la primavera no llegaron los capotes azul claro, favorecedores bajo el sol reaparecido; en cambio el pantalón rojo demasiado chillón casi desapareció, ya porque se cubriera con un mono azul, ya porque se sustituyese por un pantalón de pana. Por lo que respecta a los accesorios defensivos, primero se recibieron unos protegecabezas, suerte de cascos de acero que envolvían el cráneo y que había que calzarse bajo la badana del quepis; unas semanas más tarde, en mayo, señal de que se perfilaba una innovación técnica poco alentadora, repartieron protectores individuales —mordazas y gafas de mica— contra los gases de combate mientras vivaqueaban en un prado.

El casco aquel, incómodo entre otras cosas porque resbalaba continuamente, amén de las migrañas que provocaba, no conoció un gran éxito: los soldados dejaron de ponérselo cada vez más y al poco lo utilizaron exclusivamente con fines culinarios, para cocerse huevos o como plato sopero de reserva. Los primeros días de septiembre, después de las Ardenas y el Somme, cuando la compañía de Anthime se desplazó hacia la Champaña, sustituyeron aquel casco por otro supuestamente más seguro pero cuyos primeros modelos iban pintados de azul brillante. Cuando se los pusieron, los soldados se divirtieron mucho al principio porque les cubrían tanto la cabeza que no se reconocían unos a otros. Cuando ya no hacían reír a nadie y quedó claro que los reflejos del sol en aquel azul los convertían en fáciles blancos, los untaron con lodo como habían hecho el año anterior con las escudillas. Pero cualquiera que fuese el color de aquel casco, se alegraron de llevarlo en la cabeza durante la ofensiva del otoño. A finales de octubre hubo una jornada particularmente difícil durante la cual no les sobró en absoluto.

Aquel día, el enemigo inició un brutal bombardeo a primera hora de la mañana: comenzó lanzando exclusivamente proyectiles de grueso calibre, 170 y 245 perfectamente ajustados que socavaban las líneas en profundidad, creando desprendimientos para sepultar a hombres sanos y heridos, asfixiados de inmediato bajo las avalanchas de tierra. A punto estuvo Anthime de quedar enterrado en un agujero que se desmoronaba tras caer una bomba, escapando a cientos de balas que se estrellaban a menos de un metro de él, a decenas de proyectiles que caían en un radio de cincuenta metros. Brincando al buen tuntún ante la granizada, vio durante un instante su final cuando un proyectil de contacto cayó todavía más cerca, en una brecha en la trinchera repleta de sacos de tierra, uno de los cuales, despanzurrado y despedido por el impacto, lo dejó medio conmocionado a la par que por fortuna lo protegía de la metralla. Ese preciso momento eligió la infantería contraria, aprovechando el desorden, el pavor general y el total desbarajuste de los atrincheramientos, para atacar en masa, aterrorizando de sopetón al conjunto de la tropa en la que reinaba el pánico: todo el mundo salió huyendo hacia la retaguardia gritando que llegaban los boches.

Arrastrándose boca abajo hacia el primer refugio que encontraron, Anthime y Bossis lograron ocultarse bajo una zapa a unos metros bajo tierra, y fue entonces cuando a las balas y a los proyectiles se sumaron los gases, toda suerte de gases cegadores, vesicantes, asfixiantes, estornutatorios o lacrimógenos que difundía con gran liberalidad el enemigo con ayuda de bombonas o de proyectiles especiales, en capas sucesivas y en dirección del viento. No bien percibió el primer efluvio a cloro, Anthime se colocó la venda protectora y convenció mediante gestos a Bossis de que abandonaran la zapa para salir al aire libre: aunque quedaran expuestos a los proyectiles, al menos podían sustraerse a aquellos vapores densísimos y más insidiosamente asesinos, que se acumulaban y, una vez pasada la nube, permanecían largo rato en las zanjas, en las trincheras y en los ramales.

Como si no bastase todo aquello, acababan de salir de su escondite cuando un caza Nieuport se estrelló y se hizo trizas al explotar en la trinchera, junto a su refugio, provocando un largo cataclismo de polvo y de humo, a través del cual vieron arder a dos aviadores muertos en el impacto que habían quedado consumidos en sus asientos y transformados en chisporroteantes esqueletos sujetos por sus correajes. Entretanto caía la tarde, que tampoco se veía caer en medio de aquella confusión, y en el momento de su declive pareció restablecerse por un momento una relativa calma. Pero al parecer el enemigo deseaba concluir con un postrer estallido, un final de fuegos artificiales, pues se reinició un gigantesco cañoneo: Anthime y Bossis quedaron cubiertos de tierra al explotar un nuevo proyectil caído en la zapa que acababan de abandonar, y cuya bóveda se vino abajo ante sus ojos.

Al anochecer, fue aflojando el fuego, casi habría podido hablarse de calma de no haberse visto obligados —pues la ofensiva había desbaratado el avituallamiento— a ir en busca de víveres a Perthes en medio de la oscuridad recorriendo cinco kilómetros de trincheras. A la vuelta, Anthime apenas tuvo tiempo, antes de acostarse, de buscar y leer una carta de Blanche en la que esta daba noticias de Juliette —segundo diente—, no sin enterarse a través de un furriel de que el 120º había tomado dos trincheras a la derecha. A la izquierda, hacia el cerro de Souain, los de enfrente habían tomado otras dos que, al parecer, les fueron inmediatamente arrebatadas, total que aquello era un no parar.

Y a la mañana siguiente tampoco hubo descanso, todo fue un continuo y polifónico tronar, bajo el intenso frío ya anunciado. Retumbar de los cañones en bajo continuo, lluvia de proyectiles barométricos y de contacto de todos los calibres, balas que silban, restallan, suspiran o gimen según la trayectoria, ametralladoras, granadas y lanzallamas, la amenaza viene de todas partes: de arriba de los aviones y de los disparos de los obuses, de enfrente de la artillería enemiga, y aun de abajo cuando, creyendo disfrutar de un momento de calma en el fondo de la trinchera donde intenta uno dormir, oye al enemigo cavar sordamente debajo de aquella misma trinchera, debajo de uno mismo, abriendo túneles donde colocará minas con el fin de destruirla y a él con ella.

Los soldados se aferran a su fusil y a su machete, cuyo metal oxidado, empañado, oscurecido por los gases, apenas reluce ya bajo el fulgor helado de las bengalas, en un ambiente corrompido por los caballos descompuestos, la putrefacción de los hombres caídos y, en la zona donde están los que se mantienen más o menos derechos en medio del lodo, el olor de sus orines, de su mierda y de su sudor, de su mugre y de sus vómitos, por no hablar de esos pegajosos efluvios a rancio, a moho, a viejo, cuando en principio están en el frente y se hallan al aire libre. Pues no: huele a cerrado, el olor se extiende sobre las personas y en su interior, tras las alambradas de púas de las que cuelgan cadáveres putrefactos y desarticulados que a veces sirven a los zapadores para fijar los cables telefónicos, que no es empresa fácil, los zapadores sudan de cansancio y de miedo, se quitan el capote para trabajar con más comodidad y lo cuelgan de un brazo que, al salir del suelo, vuelto, les sirve de percha.

Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra, como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa.

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