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Dejando atrás las vistas a los inmuebles apiñados y las plazas con viejas mansiones pegadas unas a otras, Blanche se alejó del centro de la ciudad. Comenzó a moverse por arterias más abiertas, ventiladas, de arquitectura más indefinida y casi heterogénea, en cualquier caso menos regular: las casas de mayor variedad o ausencia de estilos respiraban mejor, situadas tras las calles y a veces circundadas de jardín. En su deambular, Blanche pasó delante de la residencia de Charles y de la de Anthime, vacías ya tanto una como otra de su respectivo ocupante.

El domicilio de Charles: al otro lado de una verja que ocultaba un jardín a todas luces próspero y pulido, flores y césped bien cuidados, un camino conducía a una terraza embaldosada jalonada de pilares que flanqueaban la doble puerta de vidrio policromado a la que se accedía tras salvar tres escalones. Desde la calle, se divisaba a cierta distancia la fachada de granito amarillo y azul, estrecha, alta, atrancada a cal y canto como su dueño: tres pisos con un balcón en la primera.

El de Anthime, más bajo y achaparrado —como si fuera preciso indefectiblemente que una vivienda, como un perro, fuera homotética a su amo—, no tenía más que una planta y se veía desde más cerca su frontispicio enlucido. Menos disimulado por un pórtico entreabierto de tablas dudosamente ensambladas, pintadas de blanco desconchado, daba por su parte a una zona sucinta y mal delimitada de hierbajos, flanqueada de tentativas de huerto. Para entrar en casa de Anthime había que trasponer una losa de cemento fisurado, ornado por las huellas de patas que había marcado nítidamente un perro —animal a su vez, y por lo tanto tan bajo como achaparrado—, estampadas en el mortero fresco el ya lejano día en que lo echaron. Como único recuerdo del animal difunto quedaban sus huellas digitales, en cuyo fondo se había acumulado un polvo terroso, resto orgánico donde pugnaban por crecer otras malas hierbas de menor envergadura.

Blanche apenas ha echado dos breves miradas a esos dos domicilios de camino hacia la fábrica, masa continental de ladrillo oscuro asentada sobre sí misma como una fortaleza, aislada del barrio por medrosas callejas que corren alrededor, cual fosos que ciñeran un castillo. La enorme entrada principal, habitualmente abierta, boca que absorbe a horas fijas a las masas laboriosas frescas y lozanas para luego regurgitarlas jadeantes, se hallaba ese domingo tan cerrada como un depósito monetario. La remataba un frontón circular donde giraban las manecillas de un amplio reloj en cuyo contorno aparecían grabados los nombres BORNE-SÈZE en enorme relieve. Más abajo, en el portal, pendía un letrero que rezaba Se necesitan trabajadores. La fábrica era de zapatos.

Toda clase de zapatos, zapatos para hombres, señoras y niños, botas, botines y botinas, derbys y richelieus, sandalias y mocasines, escarpines, zapatillas, chinelas, modelos ortopédicos y de protección, hasta botas de nieve, recientemente inventadas, sin olvidar los godillots[1], cuyo nombre procede de su creador, descubridor, entre otras maravillas, de la diferencia entre pie izquierdo y derecho. Todo por la extremidad en la casa Borne-Sèze, de la galocha al escarpín, de los borceguíes a los tacones de aguja.

Dando media vuelta, Blanche rodeó la fábrica para dirigirse hacia un pabellón construido con el mismo ladrillo, que parecía formar parte de las dependencias de la empresa. Doctor Monteil, se leía en una placa de cobre rematada por una aldaba. Apenas llamó, apareció el médico, bastante alto, encorvado, con la cara surcada de venillas, vestido de gris, rebasando sobradamente la cincuentena —que marcaba el límite de edad otorgado a los soldados de segunda reserva—, lo que le había permitido librarse por los pelos de la movilización. Médico de los Borne desde hacía mucho tiempo, Monteil restringió su clientela privada cuando Eugène le propuso encargarse de la fábrica —selección y orientación de los obreros en el momento de la contratación, asistencia de urgencia y consultas, consejos de higiene industrial llegado el caso—, pero siguió siendo médico de cabecera de los Borne y de tres dinastías locales, conservando por otra parte un acta de concejal y con muchos conocidos: relaciones por casi todas partes incluido París. Cercano a Blanche desde sus enfermedades de infancia, era lo suficientemente allegado como para que la joven acudiera a visitarlo por sus dos funciones: internista y hombre público.

Al hombre público Blanche le habló de Charles, que había partido con los demás hacia la frontera, no se sabía exactamente adónde. Le sugirió que mediara en el caso, manifestándole su esperanza de que le concedieran un destino que no fuera la infantería. Monteil le pidió más pormenores. Pues aparte de la fábrica, recordó Blanche, a la que dedica todo el tiempo, a Charles le interesan mucho la aviación y la fotografía. Puede que encontremos algo en ese terreno, dijo Monteil. Las tropas de aerostación, creo que ahora las llaman así. Lo meditaré. Me estoy acordando de una persona del ministerio, la tendré al corriente.

Al internista, Blanche le presentó su caso, le mostró su cuerpo bajo la ropa y el reconocimiento duró poco. Palpación, dos preguntas, diagnóstico: no cabe la menor duda, dictaminó Monteil, lo está usted. Y para cuándo sería, preguntó Blanche. Para comienzos del año que viene, concluyó Monteil, a primera vista yo diría que hacia finales de enero. Blanche no dijo nada, miró hacia la ventana —por la que no pasó nada, ni el menor pájaro ni nada— y luego las manos, que colocó sobre su vientre. Y quiere usted tenerlo, claro está, aventuró Monteil, para romper el silencio. Todavía no lo sé, dijo Blanche. Si no, bajó la voz el médico, siempre habría una solución. Lo sé, dijo Blanche, está Ruffier. Sí, dijo Monteil, bueno, ya no desde el otro día, se ha ido como todo el mundo, pero será cosa de dos semanas, se solucionará rápido. Y si no, siempre puede encargarse su mujer. Nuevo silencio y, bueno, no, dijo Blanche, creo que lo tendré.

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