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Arcenel daría con una tercera solución, sin haberla elegido en realidad, sin premeditación, sino por obra de un impulso: un simple estado anímico que le produjo en cadena un momento de desasosiego y una reacción. El origen de esa cadena fue que, a finales de diciembre, muerto Bossis y evacuado Anthime, Arcenel tampoco encontró a Padioleau. Lo buscó a su alrededor, se informó cuanto pudo, incluso recurrió a oficiales cortantes, desdeñosos, herméticos: en vano. Arcenel terminó resignándose. Tal vez Padioleau había muerto el mismo día que Bossis, sepultado anónimamente en el lodo sin que nadie lo echara de menos, en medio de la confusión. Quizá había resultado herido como Anthime y lo habían devuelto como a él a su hogar sin que nadie se molestara en avisar a los compañeros, o a lo mejor, vete a saber, lo habían trasladado a otra compañía.

Comoquiera que fuese, ni rastro de Padioleau, y Arcenel, privado de sus tres compañeros, comenzó a tomárselo a la tremenda. La guerra desde luego no era divertida, pero resultaba más o menos soportable en compañía de sus amigos, al menos podían juntarse y hablar entre ellos, intercambiar puntos de vista, pelearse para luego reconciliarse. Los cuatro formaban una piña reconfortante cuya existencia, pese al peligro cada vez más tangible, se negaban a aceptar que pudiera interrumpirse. Aun cuando pudieran pensarlo vagamente, no acababan de hacerse a la idea de que aquello pudiera acabarse de verdad y de que se separasen: no habían adoptado ningún tipo de precaución social, ni en ningún momento se habían planteado buscarse amistades de recambio.

Y así, Arcenel se quedó solo. Sí que intentó, durante las semanas y los meses siguientes, trabar contactos entre la tropa, pero resultaba siempre un tanto artificial y nada fácil, máxime porque los demás habían advertido que los cuatro hombres hacían rancho aparte, y en cierta medida le hicieron pagar esa actitud ignorándolo, aunque hasta el final del invierno, y dadas las penosas condiciones, seguía habiendo solidaridad entre todos los integrantes de la compañía. Pero al llegar la primavera, como los días buenos retornaban a paso lento, mayormente porque los combates no aflojaban, volvieron a formarse grupos en los que Arcenel no halló espacio. Hasta que una mañana, en un momento de depresión, mientras descansaban junto a la población de Somme-Suippe y se rehacían antes de regresar a primera línea, Arcenel salió a dar una vuelta.

Sólo una vuelta, un ratito, amparándose en las actuaciones antitifoideas. Durante la revacunación, como a Arcenel, gracias a la prioridad alfabética de su apellido, le correspondió pincharse al principio, aprovechó que todos estaban haciendo cola —cada cual exponiendo discretamente la nalga a la jeringa entre temblores— para hacerse a un lado con idéntica discreción, sin tener nada previsto, sin un plan particular. Salió del campamento, haciendo un gesto evasivo al centinela como si se limitara a ir a mear contra un árbol, lo que por lo demás, ya puestos, hizo, pero luego siguió andando. Se encontró con un camino, que tomó para echar un vistazo, para luego doblar en otro y en otro más sin trazar un proyecto concreto, avanzando maquinalmente por la campiña sin verdadero propósito de alejarse.

Limitándose más bien a rastrear los indicios de la primavera —siempre resulta emocionante observarla, incluso cuando comienza uno a conocer el sistema, es una buena manera de pensar en otra cosa—, Arcenel se mostró igualmente perceptivo al silencio, un silencio apenas empañado por los fragores del frente nunca tan lejano, y que aquella mañana tendían además a atenuarse. Silencio desde luego imperfecto, no del todo recobrado pero casi, y casi mejor que si fuese perfecto, pues lo arañaban los gritos de los pájaros, que lo amplificaban en cierto modo y que, haciendo de telón de fondo, lo exaltaban, al igual que una enmienda menor transmite su fuerza a una ley, un punto de color contrario centuplica uno monocromo, una mínima astilla confirma una lisura impecable, una disonancia furtiva consagra un perfecto acorde mayor, pero no nos entusiasmemos, volvamos a lo que íbamos.

Aparecieron animales, continuamente, por lo visto empeñados en representar a su sindicato: una rapaz en lo alto del cielo, un abejorro posado en un tocón, un conejo furtivo que surgió de un matorral y miró a Arcenel durante un segundo antes de salir de estampida, movido por un resorte, sin que el hombre tuviera el reflejo de echarse al hombro el fusil, que por lo demás no se había llevado, ni siquiera se había llevado la cantimplora, lo que demostraba que no tenía la menor intención de abandonar la zona militar, movido tan sólo por la idea de darse un garbeo, de abstraerse un rato del espantoso cenagal, sin esperar siquiera —pues ni tan sólo se le pasaba por la cabeza— que su salida fuera advertida, olvidando que se pasaba lista a cada instante, que se hacía un recuento permanente.

Tras rebasar una curva, el cuarto camino se ensanchaba formando un calvero cubierto de hierba y tapizado de luz diáfana que las hojas filtraban al entreabrirse, delicado cuadro. Pero en una esquina de dicho tapiz se erguían tres hombres a caballo, ceñido uniforme azul claro, torso erguido, mirada severa, bigote de cepillo, apuntando a Arcenel con tres ejemplares del revólver de 8 mm 1892, instándole a exhibir su cartilla militar, que tampoco llevaba encima. Le pidieron su número y unidad, que recitó de carrerilla, sección, compañía, batallón, regimiento, brigada, prefiriendo cruzarse con la mirada atenta, dulce y profunda de los caballos que con la de los gendarmes. Ni siquiera le preguntaron qué hacía allí: le amarraron las manos a la espalda y le conminaron a seguir, andando, a la brigada ecuestre.

Arcenel tenía que haber pensado en los gendarmes, pues sabía hasta qué punto se los odiaba en los acantonamientos, casi tanto si no más que a los tipos de enfrente. Al principio su tarea era sencilla —evitar que el soldado escurriese el bulto, velar por que saliera a morir como Dios manda—, durante los combates formaban barreras detrás de las tropas, para atajar los ataques de pánico e interceptar los repliegues espontáneos. Al poco habían tomado el control de todo, interviniendo donde les venía en gana, manteniendo el orden a lo largo de las carreteras en medio de la confusión que creaba el torbellino de hombres, asumiendo las labores de policía en todo el campo de operaciones de los ejércitos, tanto durante la marcha como en las paradas.

Encargados de revisar la documentación de los soldados de permiso y de controlar a todo aquel que intentara traspasar los límites impuestos a las unidades —principalmente a las esposas y a las putas que trataban por distintos motivos de verse con los hombres, pero con más indulgencia a los comerciantes de toda laya que, vendiéndolo todo a precio de oro, proliferaban cada vez con mayor tenacidad cual otros tantos parásitos con los que cargaban los soldados—, los gendarmes perseguían también a los rezagados, borrachos y amotinadores, espías y desertores, categoría en la que Arcenel acababa de inscribirse sin saberlo. Y así, de regreso en el acantonamiento, pasó el resto del día y la noche siguiente en el cobertizo de la bomba de incendios de Somme Suippe cerrada a cal y canto, sin agua ni pan, para comparecer la mañana siguiente ante el consejo de guerra.

Más que introducirlo, lo empujaron al interior de la escuela del pueblo, donde el tribunal improvisado se hallaba reunido en el aula más grande: una mesa, tres sillas y enfrente un taburete para el acusado. Una bandera nacional arrugada detrás de las sillas, un código de justicia militar en la mesa con formularios en blanco. Ocupaban las sillas los tres hombres que componían el tribunal, el comandante del regimiento flanqueado de un alférez y un brigada que observaron entrar a Arcenel sin inmutarse. Aquellos hombres, bigote, pose y mirada igualmente gélidos, le parecieron idénticos a los de la víspera, a lomos de sus caballos en el calvero: la situación era seria y la falta de efectivos preocupante, lo cual había obligado posiblemente a reclutar a los tres mismos actores para aquella escena, dejándoles apenas tiempo para cambiarse de uniforme.

Comoquiera que fuese, todo transcurrió rápidamente. Tras una somera exposición de los hechos, una ojeada puramente formal al código y una mirada que intercambiaron, los oficiales votaron a mano alzada y condenaron a muerte a Arcenel por deserción. La sentencia era aplicable en un máximo de veinticuatro horas, y el tribunal se reservaba el derecho de rechazar la petición de gracia, cuya idea ni siquiera llegó a formularse en la mente de Arcenel, antes de que lo recondujeran al cobertizo de la bomba de incendios.

La ejecución se celebró al día siguiente junto a la granja de Suippe, en el campo de tiro, en presencia de todo el regimiento. Lo hicieron arrodillarse ante seis hombres alineados en posición de firmes y con el arma al pie, entre los cuales, a cuatro o cinco metros de él, identificó a dos conocidos que procuraban mirar disimuladamente hacia otro lado, con un capellán de división en segundo plano. Entre ellos y él, de perfil, el sargento que mandaba el pelotón manipulaba un sable. Y así, tras hacer su trabajito el capellán y vendar los ojos a Arcenel, este ni siquiera vio a sus conocidos echarse el fusil al hombro adelantando el pie izquierdo, ni vio al sargento alzar el sable, sólo le oyó gritar cuatro breves órdenes, la cuarta de las cuales era la de fuego. A continuación, tras el tiro de gracia al final de la ceremonia, la tropa desfiló ante su cuerpo, con el fin de que el veredicto llamara a meditar a los soldados.

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