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Cuando empezó a llover, la mochila casi duplicó su peso y el viento se levantó cual masa autoritaria, tan pesadamente helado que todos se extrañaban de que se moviese: hacía un frío que pelaba cuando alcanzaron la frontera belga, donde los aduaneros, el día de la movilización, habían encendido una gran hoguera que después no dejaron apagar y lo más cerca posible de la cual intentaron dormir los hombres ovillándose apretados unos contra otros. Anthime envidió a aquellos aduaneros, envidió su vida que suponía apacible, su empleo que imaginaba seguro y sus sacos de dormir de piel de carnero. Todavía los envidió más al separarse de ellos, cuando al cabo de dos días de marcha comenzó a oír el cañón, cada vez más cercano, bajo continuo acompañado de disparos espaciados que probablemente provenían de escaramuzas entre patrullas.

Poco después de trabar conocimiento con el eco de la fusilería entraron bruscamente en plena línea de fuego, en una ondulación de terreno a escasa distancia de Maissin. A partir de entonces tuvieron que enfrentarse a los hechos: allí comprendieron realmente que tenían que entrar en combate, montar una operación por primera vez, pero, hasta el primer proyectil que impactó cerca de él, Anthime no se lo creyó de verdad. Cuando se vio obligado a creérselo, todo lo que llevaba encima se le hizo pesadísimo: la mochila, las armas e incluso la sortija de sello que lucía en el auricular; todo ello pesaba una tonelada y desde luego no impedía que se despertase de nuevo, y más vivo que nunca, su dolor en la muñeca.

Después les gritaron que avanzaran y, más o menos empujado por los demás, se encontró sin saber muy bien qué hacer en medio de un campo de batalla de lo más real. Primero se miraron él y Bossis, Arcenel se ajustaba una correa detrás de ellos y Padioleau se sonaba con un pañuelo menos blanco que él. A continuación tuvieron que lanzarse a paso de carga, al tiempo que aparecían en segundo término, a su espalda, una veintena de hombres que, con la mayor tranquilidad del mundo, formaron un corro sin prestar atención aparentemente a los proyectiles. Eran los músicos del regimiento, cuyo director, alzando la batuta blanca, elevó para dejarlos caer a continuación los acordes de «La Marsellesa», con los que la orquesta procedió a ilustrar valientemente el asalto. Bien situado a la defensiva en un bosque tras el que se ocultaba, el enemigo impidió en un principio que la tropa avanzase, pero comoquiera que la artillería se había emplazado detrás para intentar debilitarlo, se emprendió el ataque, los soldados corriendo encorvados, entorpecidos por el peso del material, y precedidos por su bayoneta, que hendía el aire gélido ante ellos.

Pero habían cargado prematuramente, cometiendo además el error de dirigirse en masa hacia la carretera que atravesaba el escenario del combate. Esa carretera, a descubierto y bien localizada por la artillería contraria apostada tras los árboles, constituía en efecto un blanco perfectamente visible: al poco comenzaron a caer algunos hombres no lejos de Anthime; le pareció ver brotar dos o tres chorros de sangre, pero los ahuyentó con firmeza de su mente, al no tener la certeza ni el tiempo de asegurarse de que aquello fuese sangre que brotaba ni tampoco de haberla visto hasta ese día, cuando menos de ese modo y de semejante forma. Por lo demás, no poseía lucidez suficiente como para pensar, tan sólo para disparar sobre todo aquello que pareciera hostil y, en especial, para intentar ponerse a cubierto dondequiera que fuese. Por fortuna, aunque inmediatamente batida por el fuego enemigo, la carretera presentaba aquí y allá tramos aislados donde al principio pudieron buscar algún refugio.

Pero sólo alguno: obedeciendo las órdenes que les vociferaron, las primeras líneas de infantería se vieron obligadas a abandonar la carretera para exponerse abiertamente en el campo de avena que la flanqueaba y, a partir de entonces, no sólo tuvieron que sufrir los disparos procedentes del enemigo, sino que comenzaron a llegarles también por la espalda balas imprudentemente disparadas por sus propias fuerzas, tras lo cual no tardó en reinar el desorden en sus filas. El caso era que carecían de experiencia, apenas habían comenzado a producirse escaramuzas: sólo posteriormente, para paliar tales fallos y dejarse ver por los oficiales observadores, recibirían la orden de coserse un gran rectángulo blanco en el dorso del capote. Entretanto, mientras la orquesta cumplía su cometido en el combate, el brazo del barítono resultó atravesado por una bala y el trombón cayó gravemente herido: el corro fue estrechándose y, aunque su formación hubiera quedado mermada, los músicos continuaron tocando sin emitir una nota discordante, hasta que al retomar la estrofa en que se alza el estandarte sangriento, el flauta y el viola cayeron muertos.

Al haber recibido demasiado tarde el apoyo de la artillería en su avance, la compañía no pudo imponerse en toda la jornada, sin dejar de avanzar para volver a replegarse. Por fin, al anochecer, en un postrer esfuerzo, logró rechazar al enemigo más allá del bosque merced a una carga de bayoneta: Anthime vio, creyó ver de nuevo a unos hombres taladrar a otros ante sus propios ojos, dando a continuación un fuerte tirón para extraer la hoja de los cuerpos por efecto del retroceso. Con las manos crispadas en el fusil, se sentía ahora listo para perforar, ensartar, traspasar el más mínimo obstáculo, cuerpos de hombres, de animales, troncos de árboles o cuanto se le pusiese por delante —disposición fugaz pero total, ciega, que excluía cualquier otra—, pero no se le presentó la ocasión. Siguió avanzando al mismo paso que todos, penosamente, sin pararse a mirar los detalles, pero ese terreno ganado muy pronto dejó de serlo: al poco la compañía se vio obligada a batirse en retirada, la posición no era sostenible sin recibir refuerzos que no llegaban. Anthime no reconstruyó todo eso hasta más adelante, después de que se lo explicaran, en su momento no entendió nada, como suele suceder.

Así pues, para él y para los demás aquel era el primer combate, a cuyo término, el capitán Vayssière, un brigada y dos furrieles fueron hallados muertos entre unas decenas de hombres, por no hablar de los heridos, a quienes los camilleros se esforzaron en evacuar hasta que cayó la noche. Por lo que se refiere a la orquesta, uno de los clarinetistas había caído herido en el vientre, el bombo se había desplomado, la mejilla traspasada, con su instrumento, y al segundo flauta le había volado media mano. Cuando se incorporó al acabar el enfrentamiento, Anthime observó que su escudilla y su cazuela se hallaban agujereadas por las balas, al igual que su quepis. A Arcenel una esquirla de metralla le había arrancado la parte superior de la mochila, agujereada asimismo por un proyectil que encontró en su interior tras desgarrarle también la guerrera. Una vez efectuado el recuento resultó que la compañía había sufrido setenta y seis bajas.

Al amanecer del día siguiente, tuvieron que realizar de nuevo una larga marcha, en ocasiones a través de bosques, donde quedaban menos expuestos a los prismáticos enemigos, a la mirada privilegiada de los aviadores y de los aerosteros en sus globos cautivos, si bien el relieve con frecuencia accidentado multiplicaba el esfuerzo y el cansancio. Cada vez se topaban con más cadáveres, armas y material abandonado; tuvieron que luchar de nuevo en dos o tres ocasiones, aunque esos combates por fortuna no fueron más que escaramuzas, más breves y más atropelladas, pero menos sangrientas en cualquier caso que el primer enfrentamiento en Maissin.

Aquel recorrido se prolongó durante todo el otoño, al cabo del cual pasó a convertirse en algo automático; los soldados acabaron no siendo casi conscientes de que andaban. Lo que tampoco estaba tan mal: así se mantenían ocupados, el cuerpo, al funcionar mecánicamente, permitía pensar en otras cosas o con mayor frecuencia en nada, pero al final, cuando la guerra se bloqueó con el invierno, tuvieron que detenerse. Tras tanto avanzar unos contra otros, hasta encontrarse con que ninguno podía ampliar sus posiciones, quedaron forzosamente inmovilizados frente a frente, y ello en medio de un intenso frío, como si este congelase de pronto el movimiento general de las tropas, en una larga línea que abarcaba desde Suiza hasta el mar del Norte. En algún punto de esa línea quedaron inmovilizados Anthime y sus compañeros, dejando de moverse para empantanarse en una amplia red de trincheras enlazadas por ramales. Todo ese sistema, en principio, lo excavó primero el cuerpo de ingenieros militares, pero también le tocó cavar a la tropa; la función de las palas y los picos que llevaban a la espalda no era precisamente adornar los costados de la mochila. Después, procurando matar a diario al máximo número de los que tenían enfrente y ganar el mínimo de metros que exigían los mandos, se refugiaron allí.

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