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Martes » Capítulo 20

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De camino a Federal Plaza, donde estaba la oficina del FBI en Nueva York, Harper nos puso al corriente de lo que su compañero Joe Washington podía haber descubierto. Holten iba conduciendo, con Harper a su lado en el asiento del copiloto. Yo iba detrás. Me incliné hacia delante para escuchar lo que decía Harper. Tratar de convencer a un jurado de que tu cliente no ha cometido un crimen es una cosa. Pero si demuestras que no lo hizo señalando a otro como autor, todo es mucho más fácil.

Harper le expuso la situación a Holten. Yo, simplemente, escuchaba.

—No dejé el FBI de manera muy amigable. Mi pareja, Joe, sí. Él tiene más don de gentes. Así que ha llamado a uno de sus viejos colegas y le ha pedido que haga una búsqueda en ViCAP y NCIC. No ha encontrado nada. Por instinto, el colega de Joe le sugirió que hablara con la BAU-2, para ver si les sonaba de algo. Y al parecer hay alguien que puede que tenga algo útil para nosotros.

La BAU-2, Unidad de Análisis de Comportamiento 2 del FBI, se centraba en asesinos en serie de personas adultas. Casi se podía decir que el equipo sabía más sobre asesinos en serie que ninguna otra unidad en el mundo. El Programa de Aprehensión de Criminales Violentos (ViCAP) y el Centro de Información Nacional Criminal (NCIC) llevaban bases de datos federales que conectaban a las fuerzas de seguridad con crímenes sin resolver por todo el país.

—¿Quién es? —pregunté.

—Es una analista: Paige Delaney. Dice que este último mes ha estado trabajando desde la oficina de Nueva York, ayudando a los compañeros con el asesino de Coney Island —contestó Harper.

—¿Qué relación tiene con nuestro caso?

—Puede que ninguna. Puede que alguna. Hay algo que no me ha gustado de la escena del crimen: lo limpia que estaba. Si Solomon es el asesino, hizo un trabajo de la leche en su debut. No dejó rastros de ADN en los cuerpos, ninguna herida defensiva sobre las víctimas. Además, no se llevó ni un solo corte o rasguño. Mató a dos personas sin dejar huella. ¿Y luego dejó un billete de dólar con su huella dactilar y ADN dentro de la boca de Carl? No me lo creo. Hay algo que no encaja, pero la verdad es que tampoco me trago la versión de nuestro cliente…

—En este caso, hay muchas cosas que no tienen demasiado sentido: piensa en las armas del crimen —dije—. De alguna manera, y sin salir de la casa, Bobby esconde el cuchillo con el que mataron a Ariella, pero deja el bate que utilizó para matar a Carl en el suelo de su dormitorio, con sus huellas, y luego llama a la policía diciendo que acaba de encontrar los cuerpos… No cuadra, ¿verdad? Pero el fiscal no quiere pintarlo así. Es el bate de Bobby. Ya tiene sus huellas marcadas. Dirán que Bobby no quería que la escena del crimen quedara demasiado perfecta. Porque, si no, parecería preparado. Y dirán que, probablemente, la mariposa estaba allí para crear un misterio irresoluble a la policía o para mandar una especie de mensaje enfermizo. Bobby la caga y deja rastros de su ADN. Un pequeño error. De un modo u otro, dirán que Bobby lo planeó.

Apoyándose en el reposacabezas, Harper alzó los ojos hacia el cielo y se quedó pensando.

—Eso también es posible, Eddie. Como he dicho, puede que el fiscal ya tenga al hombre que lo hizo. Vamos a ver qué dice Paige. Le mandé una lista de las posibles firmas del asesino. Y hay algo en ella que ha llamado la atención del FBI; de lo contrario, no habrían accedido a esta reunión.

Holten nos dejó en Federal Plaza y se fue a aparcar el coche. Nos encontramos en el vestíbulo del edificio Jacob K. Javits. Prefirió quedarse esperando. Cogí el portátil. Holten pensó que allí estaría seguro. Tras un exhaustivo registro, en el que pasaron mis zapatos y el ordenador por un escáner, nos dejaron subir al piso veintitrés. Dejé que Harper me guiara. Había estado un par de años destinada en estas oficinas y conocía bien el terreno.

Eso no impidió que recibiera miradas aviesas de un par de agentes mientras esperábamos a su contacto en la zona de la recepción. Porque esperamos. Y esperamos. Pasados veinte minutos, estaba a punto de dejar allí a Harper cuando se nos acercó una mujer con vaqueros desgastados y jersey negro. Paige Delaney aparentaba cincuenta y pocos años, y parecía envejecer bien. Estaba en forma y había dejado que su pelo se encaneciera con la edad. Llevaba gafas apoyadas en una nariz fina. Su boca se curvaba ligeramente en las comisuras de los labios dándole una expresión amigable.

Le dio la mano a Harper. Luego me miró, con esa clase de mirada a la que suelen acostumbrarse los abogados de la defensa, tarde o temprano. La seguimos por un largo y estrecho pasillo hasta una sala de reuniones. Había un portátil cerrado sobre la mesa. Nos sentamos, Harper y yo a un lado; Delaney, frente a nosotros, con el ordenador delante. Se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa.

—¿Qué tal te trata la vida de detective? —preguntó.

—Está bien eso de ser mi propia jefa —contestó Harper.

Yo no abrí la boca. Aquel no era mi mundo. Los cuerpos de seguridad tienen sus propios vínculos. Dejé que Harper sacara su varita mágica.

—Joe Washington te manda recuerdos —dijo Harper.

—Siempre ha sido muy amable. Me alegro de que estés trabajando con él. Joe es un buen hombre. Bueno, supongo que no tenéis mucho tiempo: vayamos al grano. He echado un vistazo a las firmas —dijo Delaney.

Abrió el ordenador y giró la pantalla hacia el centro de la mesa para que las dos pudieran leer el correo de Harper.

—En investigación, la mayoría de estas no están clasificadas como firmas propiamente dichas —dijo Delaney—. Recopilamos todos los detalles de escenas del crimen que podemos, aunque solo lo que es distintivo y relevante. Si el asesino usó un arma especial o si dejó una marca especial en los cuerpos, si escribió algún mensaje o si parecía seguir algún hilo conductor: todo eso podría ser una firma. Identificamos víctimas de reincidentes por medio de sus firmas. A veces, las firmas son deliberadas: un asesino que está llevando a cabo alguna fantasía. Otras veces, es un acto inconsciente. Si se evidencia un patrón o puede darnos un nuevo punto de vista, lo tratamos como una firma en potencia. Y eso va al ViCAP.

—En el ViCAP no ha salido nada relacionado con nuestro caso —dijo Harper.

—El sistema no es perfecto. No todos los organismos de seguridad utilizan el ViCAP. Simplemente, algunos policías no son administradores natos. Y los asesinos también pueden cambiar de patrón, claro. En general, el sistema depende de que los agentes metan los datos y vayan comprobando las alertas del sistema sobre crímenes nuevos. El sistema está diseñado para ayudar a la policía a capturar a delincuentes violentos, identificar a personas desconocidas y encontrar a desaparecidos. No subimos datos de criminales que son detenidos y encarcelados inmediatamente. Ese es un enorme punto débil.

Harper se reclinó en la silla, cruzando los brazos.

—¿Por qué un punto débil? —dijo—. Los casos de homicidio cerrados no son relevantes, ¿no?

—El sistema no tiene en cuenta las condenas equivocadas —apunté.

Delaney pareció notar mi presencia por primera vez desde que nos habíamos sentado. Se tomó un momento y asintió.

—Tiene razón. Según estudios del Registro Nacional de Exoneraciones, una de cada veinticinco personas condenadas y sentenciadas a pena de muerte en Estados Unidos es inocente. Cada año, se revocan entre cincuenta y sesenta condenas por asesinato. Son muchos casos que no están incluidos en nuestras bases de datos, cuyas firmas no están siendo rastreadas. Y eso sin contar a la gente inocente que no tiene abogado o no logra que se anule su condena. El agente que habló con Joe me conoce. Creyó que algo de lo que le habías enviado podía ser interesante. Todavía no sé si lo es, pero me alegro de que hayáis venido. Es la última firma en tu lista: el billete de dólar…

Se paró en seco. Me dio la sensación de que Delaney quería decir más, pero sabía que no podía. Había cierta intensidad en ambas mujeres. Si Harper tenía una teoría sobre un caso, se dejaba la piel hasta saber adónde le llevaba esa teoría. Era rápida pensando y tenía una energía física que parecía fluir en cada cosa que hacía. Había una especie de fuego en ella. Delaney, sin embargo, parecía una mujer de reflexión más profunda. Alguien que pondera las cosas silenciosamente. Como un disco duro, zumbando para resolver un problema.

Harper se quedó callada. Yo tampoco decía nada. Estábamos invitando pasivamente a Delaney a que prosiguiera. Pero no cedía. Sabía que intentaría sacarnos el máximo de información sin darnos nada. Y Harper también lo sabía. Era una práctica habitual en el FBI.

—Tengo que ver el billete de dólar que mencionas —dijo Delaney.

—Solo tenemos fotos —dijo Harper.

—¿Las tenéis aquí? —preguntó Delaney.

Harper asintió. Para recalcar su postura puso ambas manos boca abajo sobre la mesa. Se quedó inmóvil. Traté de mantenerme al margen. Era un juego que se le daba bien a Harper.

Nadie se movía. Nadie hablaba.

Por fin, Delaney sacudió la cabeza y sonrió.

—¿Puedo verlas? De lo contrario, no podré ayudaros —dijo.

—Hagamos un trato. Nosotros te enseñamos las fotos. Si son relevantes, nos das lo que tengas. Todo el mundo pone sus cartas sobre la mesa.

—No puedo hacer eso. Estoy metida en una investigación sumamente delicada y…

Me levanté ruidosamente, dejando que las patas de la silla rascaran el suelo de baldosas. Harper empezó a deslizarse en el asiento de la suya. Delaney alzó una mano.

—Esperad. Puedo contaros algunos detalles. No todos. Pero solo si creo que es relevante. No sé en qué caso estáis trabajando. Y si el dólar no encaja, no tengo por qué saberlo. Sentaos, por favor. Dejadme ver las fotos. Si es lo que estoy buscando, os daré toda la información que pueda.

Intercambié una mirada con Harper. Los dos nos sentamos. Abrí el maletín que tenía a mi lado, saqué el ordenador y lo encendí. Busqué las fotos de la mariposa de dólar y giré el portátil para que todos pudiéramos verlas.

Delaney tardó unos cinco segundos en decir:

—No, no parece que esté relacionado. ¿Tenéis alguna foto del billete desdoblado? —preguntó.

El alma se me empezaba a caer a los pies. Podía ver cómo Harper también se iba desinflando delante de mí. Sus hombros se hundieron y su barbilla se inclinó hacia la mesa.

Suspiré. Por un instante, había albergado una leve esperanza de que aquello me dijera que Bobby Solomon era inocente.

—Claro —dije.

Apreté el panel táctil, pasé dos pantallas y dejé que Delaney echara un vistazo. Harper murmuró:

—Lo siento, al menos hemos cerrado un callejón sin salida.

Asentí, pero entonces Delaney llamó mi atención. El contorno de sus ojos y su frente se tensaron. Sus labios se movieron silenciosamente mientras se iba acercando a la pantalla. Se inclinó para coger algo detrás de la mesa. Volvió a incorporarse con un cuaderno de dibujo. Parecía viejo y desgastado. Las hojas estaban curvadas por los bordes. Lo abrió, encontró una página hacia la mitad del cuaderno y volvió a mirar la pantalla atentamente.

—Necesito saberlo todo acerca del caso en el que estáis trabajando. Ahora mismo —dijo.

—¿Cómo? ¿Has encontrado algo? —preguntó Harper.

No le hizo caso, sacó un lápiz de su bolsa y empezó a anotar algo en el cuaderno. Miraba la pantalla con sumo detenimiento y luego volvía a escribir. Obviando la pregunta de Harper, disparó otra:

—¿Qué experiencia tenéis con asesinos en serie? —preguntó Delaney.

Sentí que un escalofrío me recorría la piel.

—Solo lo que he leído en los periódicos. No mucha —dije.

—Normalmente son varones blancos, de entre veinticinco y cincuenta años, solitarios, socialmente ineptos, por debajo de la media de inteligencia y a menudo con alguna enfermedad psicótica —apuntó Harper.

Encajaba con lo poco que yo sabía al respecto. Me erguí un poco en el asiento y vi que estaba dibujando en su cuaderno una hoja de olivo en un esbozo del Gran Sello de Estados Unidos. Alzó la cabeza de nuevo y vi su lápiz suspendido sobre el haz de flechas mientras movía los labios. Estaba contando. El lápiz descendió sobre el papel y empezó a escribir otra vez.

—Casi todo lo que acabas de decir es incorrecto —dijo Delaney—. En la BAU, los llamamos «reincidentes». Pueden ser de cualquier grupo étnico. De cualquier edad, dentro de lo razonable. Muchos están casados y tienen familia numerosa. Podría ser su vecino y no llegar a saberlo nunca. La falta de habilidades sociales e inteligencia son suposiciones razonables, pero no siempre es así. Muchos evitan ser capturados durante mucho tiempo por la elección de sus víctimas. La mayoría de las víctimas de reincidentes no conocían a sus asesinos. Hasta un repetidor bobo puede operar durante años antes de que la policía dé con él. Pero luego está el uno por ciento. Tienen habilidades sociales muy desarrolladas, un coeficiente intelectual desorbitado y pueden ocultar lo que sea que tienen en la cabeza que les hace matar, incluso a sus más allegados. A ese tipo de reincidentes no los solemos coger. El mejor ejemplo sería Ted Bundy. Y a diferencia de lo que veréis en televisión, estos asesinos no quieren que los cojan. Nunca. Algunos harían lo que fuera para evitar la cárcel, incluido enmascarar sus habilidades. Otros no quieren ser atrapados, pero en el fondo desean que alguien reconozca su obra.

Delaney giró la pantalla. Había ampliado la imagen alrededor del Gran Sello en el dorso del billete. La mancha decolorada en el dólar que había llamado mi atención y que había ignorado ocupaba toda la pantalla. Había lo que parecían ser tres marcas de tinta sobre el dibujo del sello. Una sobre una flecha. Otra sobre una hoja de olivo; una tercera sobre la estrella más cercana a lo alto del haz, a la izquierda, encima de la cabeza del águila.

—¿Qué estamos mirando? —pregunté.

Delaney giró su cuaderno y lo deslizó hacia nosotros. Era un dibujo del Gran Sello, con algunas de las hojas de olivo, de las puntas de flecha y de las estrellas sobre el águila con sombras rellenadas a lápiz.

Volví a mirar la pantalla. En el billete-mariposa hallado en la boca de Carl había una hoja de olivo, una punta de flecha y una estrella marcadas con tinta roja.

—He encontrado estas marcas en billetes de dólar en tres ocasiones. Las copié en este cuaderno —dijo Delaney—. Uno lo encontramos doblado y colocado entre los dedos de los pies de una mujer asesinada, madre de dos hijos. El otro estaba en la mesilla de noche de un motel barato, junto a un vendedor de furgonetas asesinado. El último que había visto estaba en la mano del propietario de un restaurante que murió asesinado. Creo que es un patrón: una firma de alguien de ese uno por ciento. Sea cual sea el caso en el que estáis trabajando, puede que esté relacionado con uno de los cocos de la Unidad de Análisis de Comportamiento. Podría ser el asesino en serie más sofisticado en la historia del FBI. Nadie le ha visto. Lo único que tenemos son marcas sobre un billete, así que muchos analistas ni siquiera creen que exista. Pero aquellos que sí lo creen le llaman Dollar Bill[1]. Así pues, más vale que me lo contéis todo sobre vuestro caso. Ahora mismo.

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