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Miércoles » Capítulo 29

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Las puertas del ascensor se abrieron y desparramaron a una inmensa masa enloquecida.

El primero fue un hombre con chaqueta verde que salió de espaldas, como si le dispararan de un cañón. Se golpeó contra las puertas del ascensor que había enfrente y rompió una cámara que parecía cara.

Un ejército de escoltas vestidos de negro salieron del ascensor en un movimiento fluido. En el centro de aquella masa de carne, pude distinguir la parte superior de la cabeza de Bobby Solomon. Rudy iba a su lado. De pronto, las puertas que daban a la escalera se abrieron bruscamente a mi lado y una fila de fotógrafos entró pisoteándose como un pelotón que se lanzara al combate. Luego llegó otro ascensor; una multitud de reporteros y cámaras de televisión irrumpió en escena. El pasillo estalló en flashes. Preguntas y micrófonos tanteaban el círculo de seguridad, buscando sus puntos débiles.

Corrí hacia la sala y abrí ambas puertas. La escolta de Bobby aceleró el paso aguantando el avance de la prensa.

Dios, aquello era un circo.

Los escoltas agarraron a sus protegidos y se dirigieron rápidamente hacia la sala. Yo me aparté justo a tiempo; de haberme quedado quieto, me habrían aplastado. Un escolta corpulento con una bómber negra se volvió y cerró las puertas en las narices de las cámaras.

Miré a mi alrededor. Aparte del secretario y de los oficiales del juzgado, la sala estaba vacía.

El círculo se abrió. Algunos escoltas iban con un maletín como el que llevaba Holten para guardar el portátil. Se dirigieron hacia la parte delantera de la sala. Vi a Bobby agachado en el pasillo, respirando profundamente. Rudy le iba dando palmaditas en la espalda, intentando tranquilizarle diciéndole que todo iría bien.

Me acerqué a Rudy, le dije que teníamos que hablar. Ayudó a incorporarse a Bobby, le recolocó la corbata y le alisó la chaqueta del traje. Luego le dio una palmadita en el brazo y le dijo que se sentara en la mesa de la defensa. Rudy y yo fuimos al fondo de la sala y le expliqué mi teoría sobre Dollar Bill.

Al principio asintió educadamente. Cuanto más le contaba, menos interesado parecía. Por su manera de morderse el labio superior, la tensión resultaba evidente. No paraba de mover las manos. Estaba nervioso. Inquieto. Ser el abogado principal en un caso como aquel pondría así a cualquiera.

—Y esa agente del FBI, Delaney, ¿declarará algo de esto? —preguntó.

—Lo dudo. Pero puede que haya otra manera de hacerlo. Estamos en ello.

Levantó la barbilla y me guiñó un ojo. Asintió y dijo:

—Bien. Ahora, si no te importa, tengo un alegato inicial que preparar. Ah, una cosa más. —Hizo un gesto para que me acercara y bajó la voz convirtiéndola en un susurro—. Te contratamos para que fueras a por la policía en este caso. Todos sabemos por qué, ¿verdad? Eres el soldado Eddie. Si tiras por tierra las mentiras de la policía, te sacaré de aquí a hombros. De lo contrario, bueno, espero que te tires encima de la granada y protejas al cliente. Si eso ocurre, desapareces de este caso como si nunca hubieras formado parte de él. ¿Entendido? No quiero que despilfarres tiempo ni recursos en pistas que no podemos utilizar. Tú haz el trabajo para el que se te ha contratado. ¿De acuerdo? ¿Te parece razonable?

—Me parece bien —contesté, con un tono que le dejaba claro que no me parecía nada pero que nada bien.

—Estupendo. Por cierto, han llegado tus compras. Mi ayudante lo tiene todo en un almacén de pruebas al fondo del pasillo. Lo traerán cuando sea necesario, en caso de que lo sea.

Dicho eso, Rudy fue a sentarse junto a Bobby Solomon en la mesa de la defensa. Le hablaba con delicadeza, tratando de tranquilizarle. Yo estaba a unos quince metros, pero, aun así, veía cómo le temblaban los hombros. Arnold Novoselic estaba sentado en una esquina de la mesa, revisando unos documentos.

Cuando me senté en la mesa de la defensa, ya estaba más calmado. No tenía sentido pelearme con Rudy. Ahora no. Siempre podía hacerlo más adelante. Al tomar asiento, noté una presión en el pecho. Me tomé un par de analgésicos con agua. De pie no me dolía tanto. Por ahora tenía que estar bastante tiempo sentado. Pero al menos el dolor de la costilla rota apartaba mi mente de la jaqueca.

El oficial del juzgado abrió las puertas dejando entrar un clamor familiar. Un hombre al que reconocí de inmediato como Art Pryor entró en la sala, flanqueado por un puñado de ayudantes cargados con pesadas cajas de cartón. Pryor estaba a la altura de la ocasión. Impecable, con un traje azul de raya diplomática. Hecho a medida, por supuesto. Su radiante camisa blanca brillaba en contraste con la corbata rosa. Le gustaban las corbatas rosas, o eso había oído. El pañuelo en el bolsillo del traje iba a juego con la corbata. También tenía una forma de andar especial. No era un contoneo, aunque lo parecía.

Se acercó a la mesa de la defensa y saludó amablemente a Rudy. Sus dientes parecían iluminados por la misma fuente de electricidad que alimentaba su camisa.

—A jugar. Por cierto, Art, este es mi segundo: Eddie Flynn.

Me levanté, agradeciendo el alivio para mis costillas, y extendí la mano con mi mejor sonrisa.

Pryor la estrechó. No dijo nada. Dio un paso atrás y sacó el pañuelo delante de él, como haría un maître justo antes de colocarte la servilleta sobre el regazo en un restaurante de estrella Michelin. Mantuvo la sonrisa mientras se limpiaba cuidadosamente las manos.

—Bueno, bueno…, señor Flynn. Al fin nos conocemos. He oído mucho acerca de usted en estas últimas veinticuatro horas —dijo, con un acento sureño que parecía sacado directamente de Un tranvía llamado deseo.

Pryor tenía cierto brillo en los ojos. Notaba el odio irradiando de su piel bronceada. Ya conocía a gente de su especie. Gladiadores de juzgado. No importaba el caso. Ni tampoco que alguien hubiera sufrido daños o que hubiera muerto. Los de su especie trataban los juicios como un deporte. Querían ganar. Más aún: deseaban aplastar a su adversario. Eso les ponía. A mí me enfermaba. Estaba claro que Pryor y yo no nos íbamos a llevar bien.

—Todo lo bueno que haya oído acerca de mí probablemente sea falso. Y todo lo malo probablemente sea solo la punta del iceberg —dije.

Respiró hondo por la nariz. Como si estuviera inhalando la hostilidad del ambiente.

—Caballeros, espero que hayan traído sus mejores bazas. Las van a necesitar —dijo Pryor.

Volvió a la mesa de la acusación, sin apartar la mirada de Bobby.

Antes de alcanzar su mesa, se le acercó un hombre vestido con pantalones beis y una americana de color azul. Llevaba camisa blanca con corbata roja, con el nudo algo suelto y el cuello de la camisa abierto. Tenía el pelo corto y rubio, ojos perspicaces y mal cutis. Muy malo. Se veían manchas rojizas en el cuello, puntos negros en las mejillas y la piel blanquecina y escamosa alrededor de la nariz. Y todo ello destacaba aún más por su palidez. Llevaba un carné de prensa asomando del bolsillo de la chaqueta y una bolsa de hombro.

—¿Quién es el periodista que está hablando con Pryor? —pregunté.

Rudy le echó un vistazo.

—Paul Benettio. Escribe una columna barata sobre famoseo en el New York Star. Todo un pieza, el tío. Contrata detectives para sacar historias sexuales. Es un testigo en el caso. ¿Has leído su declaración?

—Sí, pero no sabía qué aspecto tenía. Básicamente, especula con que Bobby y Ariella no estaban bien —dije.

—Exacto, y no quiere nombrar a sus fuentes de información. Mira esto —señaló Rudy.

Abrió la declaración de Benettio en su ordenador y señaló el último párrafo: «Mis fuentes están protegidas por secreto profesional periodístico. No puedo nombrarlas, ni tampoco revelar más información en este momento».

—¿Sabemos algo más de ese tema? —pregunté.

—No. Es un gacetillero. No merece la pena desperdiciar recursos en un fracasado como él —contestó.

Vi que Benettio y Pryor se daban la mano. Se enfrascaron en una conversación, sin sonrisas o saludos de ningún tipo: solo un diálogo intenso desde el principio. No oía lo que decían. Era evidente que se conocían y habían hablado recientemente. En cierto momento, pararon y se volvieron hacia mí.

Pero no estaban mirándome a mí, sino a mi cliente. Seguí su línea de visión hasta Bobby e inmediatamente vi lo que había llamado su atención.

Bobby estaba a punto de perder el control. Se echó el pelo hacia atrás, tamborileando los dedos sobre la mesa. Sus piernas no paraban de rebotar, arriba y abajo. Su silla empezó a inclinarse hacia atrás. Cuando fui a sujetarle, sentí una punzada de dolor en el costado que me dejó clavado. La silla cayó hacia atrás y vi cómo los ojos de Bobby se quedaban en blanco antes de golpear contra el suelo.

Su cuerpo se dobló por la mitad y empezó a salirle espuma por las comisuras de la boca. Sus brazos y sus piernas temblaban y convulsionaban. El primero en llegar a su lado fue Arnold. Intentó ponerle de costado, hablándole serenamente, llamándole por su nombre.

—¡Un médico!

No sé quién gritó. Tal vez fuera Rudy. De repente, se formó una multitud a nuestro alrededor. Me arrodillé, casi desmayándome por el dolor. Le levanté la cabeza a Bobby. Saqué mi cartera y se la metí en la boca para que no se tragara la lengua.

—¡Que venga un médico ya!

Esta vez oí que el grito venía de Rudy. La gente se amontonaba alrededor de nosotros. Vi los flashes de las cámaras reflejándose en las baldosas del suelo. Malditos paparazzi. Benettio también estaba allí, observando con una pizca de satisfacción. Una mujer con camisa blanca y bandas rojas en los hombros irrumpió entre la gente, apartando a Benettio. Llevaba un botiquín en la mano.

—¿Es epiléptico? —preguntó mientras se arrodillaba al lado de Bobby.

Miré a Rudy. Se quedó helado.

—¿Es epiléptico? ¿Toma alguna medicación? ¿Alguna alergia? ¡Vamos, necesito saberlo! —insistió.

Rudy vaciló.

—¡Díselo! —exclamó Arnold.

—Es epiléptico. Toma clonazepam —respondió Rudy.

—Apártense, dennos un poco de espacio —dije yo.

La multitud se dispersó un poco y vi a Pryor al otro lado de la sala, apoyado contra la tribuna del jurado con los brazos cruzados.

El cabrón seguía sonriendo. Miró a su alrededor, para asegurarse de que no tenía a nadie detrás, y empezó a escribir un mensaje en su móvil.

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