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—Sally Buckner, dieciséis años. Maryland. Secuestrada, violada y asesinada con un cuchillo de doble filo. La policía encontró el billete de dólar en su mano al sacar su cuerpo de debajo del porche del vecino, Alfred Gareck, que negó ser el autor de aquella atrocidad. No se encontraron rastros de ADN, pero había pruebas circunstanciales. La chica solía ir a la tienda a hacerle la compra todos los sábados por la mañana; él siempre le daba un par de dólares por la molestia. Las huellas de Gareck estaban sobre el billete. Murió a la semana de ser condenado por el asesinato —dijo Delaney. Sacudió la cabeza—. El Gran Sello estaba marcado igual que en el resto de los dólares. Punta de flecha, hoja, estrella. Aún estamos esperando a que nos digan algo de Nueva Jersey, Carolina del Sur, Virginia y Rhode Island. Puede que no haya actuado en esos estados. Pero puede que sí… y que no lo hayamos descubierto aún.

Ninguno de los tres podíamos hablar. Harper apoyó la espalda contra la pared, con la mirada clavada en el suelo. Todos lo notamos. Había un algo negro y maligno en el cubículo. Algo en lo que no te permites pensar. Todos hemos crecido con miedo a algo. El hombre del saco, el monstruo del armario o el demonio que se esconde debajo de la cama. Y tus padres te dicen que son solo imaginaciones tuyas. Que no hay demonios. Ni monstruos.

Pero los hay.

Yo he hecho cosas malas en mi vida. He hecho daño a gente. He matado. No tuve elección. Fue en defensa propia. Para proteger a mi familia. O a otros. No es fácil matar a un hombre, incluso en esas circunstancias. Sabía por experiencia que Harper también había tirado del gatillo. Que había matado a un hombre. No estaba seguro de si Delaney habría hecho daño a alguien, pero no necesitaba esa experiencia para saber cómo era. Era una raya que a veces había que cruzar.

Aunque siempre dejaba cicatriz.

Teníamos ante nosotros a un hombre que asesinaba por placer. Era un juego. Solo que él no era un hombre. Era uno de los monstruos.

Sabía la pregunta que quería hacer, pero no encontraba el valor para ello. Tenía los labios secos. Los humedecí, tragué y dije:

—¿Cuántas víctimas?

Delaney conocía la respuesta. Harper también. El saber les pesaba mucho. Harper cerró los ojos y susurró la respuesta.

—Dieciocho, que sepamos. Veinte si cuentas a Ariella Bloom y a Carl Tozer.

—¿Y contamos a Ariella y a Carl, agente Delaney? —pregunté.

—Creo que sí, pero vamos muy retrasados. Y sigue siendo una investigación en curso. Estoy compartiendo esto con vosotros porque acudisteis a mí. Estoy dispuesta a contarle al tribunal que el FBI está investigando la posible conexión entre los asesinatos de Bloom y Tozer y un conocido asesino en serie que opera en la Costa Este, pero nada más. Ninguna otra información o prueba. Si Solomon es condenado por estos crímenes, se cerrará otra puerta en mis narices. ¿Sabes lo difícil que es reabrir un caso cerrado? ¿Con una sentencia en vigor? Lo siguiente a imposible.

La habitación volvió a quedarse en silencio.

—¿Existe alguna conexión entre las víctimas? Este tipo ha de tener algún modo de ponerse a esa gente como objetivo. No puede ser totalmente al azar —dije.

—Aún no hemos encontrado ninguna conexión —contestó Harper—. Estamos en ello. Imagino que te soy más útil trabajando desde este ángulo, Eddie. Por ahora, no hay ninguna relación entre las víctimas de cada estado. Edades distintas, sexo distinto, orígenes distintos.

Asentí. Harper tenía razón. Pero nada de aquello podía ayudar a Bobby en el juicio. La verdad es que no.

—Tiene que haber una relación. ¿Las marcas en el dólar? A ver, este tío está inmerso en una especie de misión oscura. Tiene un propósito. Un plan. Ha matado a veinte personas y ni la policía ni el FBI le están buscando siquiera. Ha conseguido echar la culpa de todos los asesinatos a otro —dije.

Esa palabra, esa extraña palabra candente: asesinato. De alguna manera, sentía como si se me hubiera atragantado. Mi mente no quería soltarla.

Tardé un momento en asimilarlo todo. Debía volver al juzgado en breve. Cerré los ojos y dejé que mi mente vagara. En algún lugar de mi subconsciente, tenía la respuesta.

Empezó lentamente, como una pulsación tenue en la habitación. Como la vibración del corazón de un violín. Mínima. Por la simple presión de los dedos sobre las cuerdas, justo antes de tocar la primera nota de la obertura. La sentí. Y entonces estaba ahí, delante de mí.

—Necesito tiempo para revisar estos casos. Con algo de suerte, puede que nos llegue algo más de los otros estados. Si vamos a utilizar todo esto, tenemos que organizarlo y encontrar la conexión entre las víctimas. Y si estás dispuesta a hacer un trato, Delaney, tenemos que mostrarle las pruebas a Pryor. Mientras tanto, voy a detener el juicio por hoy: le pediré a Harry un aplazamiento hasta mañana. Básicamente me ha dicho que puedo solicitarlo si es necesario. Y lo necesito. Todos lo necesitamos —dije.

Al hablar, mis ojos recorrieron la habitación siguiendo a mis pensamientos.

Entonces el maestro movió las manos. Y la primera nota resonó en mi cabeza.

—¿De qué tipo de acuerdo estás hablando? —preguntó Delaney.

—Es una oferta única. Nada de negociar. Lo tomas o lo dejas. Mañana vienes al juzgado. Y puede que necesite que testifiques, aunque no creo que sea necesario. Lo único que me hace falta es que accedas a compartir estos expedientes con el fiscal. También necesito tu palabra de que, en caso de necesitarlo, le dirás al jurado lo que me has contado.

Se cruzó de brazos, miró a Harper por encima del hombro y volvió a mí.

—Ya te he dicho que no puedo. No puedo comprometer la investigación —contestó.

—No estarás comprometiendo nada. Ven al juzgado. Accede a testificar para que pueda decir al fiscal que eres una testigo. Pero no tendrás que hacerlo. Si lo haces, te juro que tendrás a tu hombre bajo custodia dentro de menos de veinticuatro horas.

Delaney se reclinó en la silla, sorprendida ante una afirmación tan atrevida.

—¿Y cómo pretendes entregarme a Dollar Bill? —preguntó.

—Esa es la mejor parte. Yo no te lo entregaré. Si todo va bien mañana, Dollar Bill irá solito a los brazos del FBI.

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Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Cassandra Deneuve

Edad: 23

Se cambió de nombre hace dos años. Antes conocida como Molly Freudenberger. Admitida en Diseño Escenográfico en NYU, estudios en curso. Trabaja en un McDonald´s. Situación económica estable gracias a la ayuda de sus padres. En dos años, ha dejado dos cursos en la universidad. Mantiene varias relaciones sentimentales. Numerosos seguidores en Instagram. No tiene historial como votante.

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 38%

ARNOLD L. NOVOSELIC

47

La nueva integrante del jurado entró en la sala contoneándose y tintineando. Ya estaba empezando a molestar a Kane. Llevaba un amuleto en el tobillo izquierdo que repiqueteaba al menor movimiento. El resto del jurado también lo había notado. Valerie Burlington y su tobillera no tardarían en rechinar como una cuchilla sobre una pizarra incluso para el más tolerante de ellos.

Kane se permitió imaginar cómo sería la sensación de cortarle el pie. Se quedó mirando las venas justo por debajo de su tobillo, que resaltaban a través del moreno falso cual gusanos en un lodazal.

Valerie columpiaba su pie, ignorando los susurros y chasquidos que llovían en torno a sus oídos pidiendo silencio.

Afortunadamente, el jurado no tuvo que esperar mucho.

Cuando el juez aplazó la vista hasta el día siguiente, Kane, en un principio, se sintió decepcionado. Aunque, si lo miraba positivamente, tendría más tiempo para sí.

Volvieron en fila a la sala del jurado, recogieron sus bolsas y salieron de los juzgados por la puerta de atrás. Un autobús municipal amarillo los sacó de Manhattan. Los acompañaban dos oficiales. Condujeron casi una hora por la autopista, en dirección al aeropuerto internacional JFK. Pero no iban al aeropuerto. Si hay algo que abunda alrededor del JFK, son hoteles a un precio razonable. Muchos de ellos se encuentran en el barrio de Jamaica, una zona de Queens poblada por gente de clase media. Era demasiado caro alojar a doce jurados y a los suplentes en un hotel de Manhattan.

La oficina del juzgado tenía tres hoteles preferidos. El Holiday Inn, el Garden Inn y, si no había sitio, el Grady’s Inn. Y resultó que no lo había. De eso se había asegurado Kane. Una semana antes, había usado un montón de tarjetas de crédito de prepago para reservar estratégicamente en el Holiday Inn y el Garden Inn. Ambos estaban casi completos, así que solo tuvo que hacer media docena de reservas en cada hotel. Todas con nombres diferentes. Algunas las hizo por Internet; otras, con un móvil desechable. En cada una, ya fuera por teléfono o correo electrónico, especificó la habitación y el piso en que quería estar.

Por ello, ni el Holiday Inn ni el Garden Inn pudieron ofrecer quince habitaciones en la misma planta al funcionario del juzgado que intentó hacer la reserva de grupo. Por motivos de seguridad, tenía que haber un vigilante en la planta para controlar a los jurados secuestrados. Era imposible controlar dos o tres plantas de un hotel. El personal de seguridad de los juzgados no tenía tantos empleados. No, señor. Un vigilante, un piso. Esas eran las reglas.

Eso redujo las opciones al Grady’s Inn. Un piso, un vigilante.

El autobús se detuvo a la puerta del Grady’s Inn y Kane notó la desilusión en los rostros de sus compañeros al ver el alojamiento.

—¿Cuándo quitaron el cartel de «MOTEL BATES»? —dijo Betsy, desatando una ola de risas nerviosas entre jurados y oficiales.

El jurado entró en el vestíbulo en fila. La zona de la recepción parecía más adecuada para una funeraria. Paredes cubiertas de madera de roble oscura, chupando la poca luz que penetraba la mugre de las ventanas. Kane reconoció el olor a verdura estofada. El mozo iba asintiendo a cada uno de los jurados conforme pasaban a su lado en el vestíbulo, sin hacer ademán de cogerles las maletas. De hecho, el tipo parecía algo bebido. Y olía mal. Había una fila de cabezas de ciervo montadas sobre la anciana recepcionista del hotel. No tendría menos de ochenta años y estaba sorda. Al oficial del juzgado le habría costado menos hablar con uno de los ciervos.

Kane se había asegurado de ponerse al lado de Manuel mientras esperaban en el vestíbulo. Le dio un toque con el codo. Manuel le miró. Kane se inclinó hacia él:

—Sé que crees que Solomon es inocente. Estamos en la misma onda. No podemos dejar que vaya a la cárcel por algo que no hizo. Hablamos luego, ¿vale?

Asintió con un gesto de sabiduría. Manuel se quedó pensándolo y levantó el pulgar con discreción para decir «vale».

Les entregaron catorce llaves. Llaves de verdad. Nada de tarjetas magnéticas. Era de esa clase de sitios. En su día, el hotel había sido una gran casa. Tenía alrededor de cuarenta habitaciones distribuidas entre sus cinco pisos. Ascensor no. Los jurados siguieron al oficial hasta el cuarto piso. Luego pasaron en fila por delante de él para ir a sus habitaciones. A Kane le habían dado la cuarenta y uno, en el lado derecho del pasillo. Jugó con la llave en la cerradura el tiempo suficiente para que un compañero llegara a la puerta de enfrente.

Era Valerie. Esperó a que la joyería dejara de tintinear detrás de él, se volvió y dijo:

—Disculpa, Valerie, pero sufro migrañas. El sol entrará en esta habitación muy pronto. Y eso desata mis jaquecas. ¿Te importaría cambiármela?

Valerie sonrió, le dio una palmadita en el brazo y dijo:

—Claro que no, cariño. Quédate con la mía.

Kane cogió agradecido la llave de la treinta y nueve y le dio las gracias a Valerie. Abrió la puerta de su nueva habitación y la cerró con llave. Era pequeña y sucia. El ventanal daba sobre los aleros del piso inferior. A la izquierda, caía hacia un tejado plano. Apenas se veía el jardín.

Soltó su bolsa sobre la cama, se tumbó y se quedó dormido.

Una hora más tarde despertó por los golpes en su puerta. Le dijo al oficial del juzgado que no se encontraba bien y que no bajaría a cenar. Prefería dormir un poco. No, tampoco necesitaba un médico.

Logró volver a dormirse y se despertó a la una de la madrugada. Despejado. Alerta. Descansado.

Se cambió de ropa y comprobó que no tenía fiebre. Después de tomarse más antibióticos, preparó la bolsa, se puso el pasamontañas y salió por la ventana.

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Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Alec Wynn

Edad: 46

Ingeniero de aire acondicionado, en la actualidad en paro. Soltero. Republicano. Situación económica, aparentemente inestable, aunque todavía no es grave. Muy poca vida social. Solitario. Entusiasta de actividades al aire libre: caza, pesca, kayak. Licencia de armas de fuego en el estado de Nueva York y en Virginia. Tiene tres armas cortas: dos en Nueva York, una retenida en Virginia. Intereses en Internet incluyen Brietbart News, Donald Trump, el Partido Republicano, pornografía extrema y varias páginas web dedicadas al Ejército estadounidense. Nunca ha servido en el Ejército.

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 20%

ARNOLD L. NOVOSELIC

48

Harry concedió el aplazamiento en un abrir y cerrar de ojos. Pryor no puso objeción. Tenía hasta la mañana siguiente para prepararme. Una vez que se hubo vaciado el juzgado, quedamos Arnold, Bobby y yo. Holten, cuya empresa de seguridad había contratado Carp Law, dijo que se quedaría a ofrecer sus servicios a Bobby. Me aseguró que había acordado con Carp que Bobby seguiría teniendo escolta hasta el fin de semana, como mínimo. A partir de entonces, correría de su propia cuenta. Un detalle por parte de Rudy: al menos, Bobby estaría a salvo antes de ir a la cárcel para el resto de su vida. En el pasillo había cinco escoltas aparte de Holten, esperando a llevar a Bobby a su casa.

—¿Dónde te alojas?

—En Midtown. Una casa antigua. Es un barrio tranquilo y agradable. La casa tiene hasta una habitación del pánico con una puerta de acero enorme. Allí estaré a salvo. Rudy la alquiló para mí. La ha pagado hasta final de mes. Oye, ¿crees que tenemos alguna posibilidad de ganar? —dijo Bobby.

Había sido un día largo y empezaba a notársele. Le podría haber dicho la verdad, pero eso no ayudaría. Tenía el presentimiento de que podíamos coger al auténtico asesino. Y necesitaba confiar en Delaney, pero en el fondo dudaba de todo. Aquel caso seguía dependiendo de la suerte.

—Sí, creo que tenemos posibilidades. Mañana sabré más. Creo que Ariella y Carl se vieron envueltos en una especie de juego enfermizo. Su asesino quería inculparte. Todavía no sé por qué. Ni cómo lo hizo exactamente. Necesito que vayas a casa y pienses. Mañana tienes que contarme dónde estabas la noche de los asesinatos —dije.

—Ya te lo he dicho, no lo recuerdo. Dios, ojalá lo recordara.

Hablaba mirando al suelo.

Estaba mintiendo. Lo sabía. Y Arnold también lo notó.

—Bobby, no te queda otra elección. Tienes que contármelo.

El chico sacudió la cabeza:

—Ya te lo he dicho, no me acuerdo.

—Esperemos que tu memoria mejore para mañana. El jurado querrá saber dónde estabas. Si no puedes decírselo, vas a tener serios problemas —dije.

Acompañamos a Bobby hasta el pasillo y hacia la masa de escoltas que debía llevarle a casa. Prometió que intentaría dormir y se tomaría la medicación. Salió rodeado hacia una multitud enfervorecida.

Era la primera vez que tenía ocasión de hablar con Arnold. Le puse al día sobre la teoría de Dollar Bill. Al principio no se lo creyó, pero cuantos más detalles le daba, más parecía interesarle.

— ¿Crees que este jurado se lo creerá? —dije.

Se frotó la calva y suspiró:

—Vale la pena intentarlo. Ahora que está secuestrado, la clave es averiguar quién es el alfa del jurado.

—¿El alfa?

—Un jurado secuestrado no tarda en caer en una mentalidad de manada. El secuestro los separa de sus vidas normales y los mete juntos en una situación estresante de una realidad extrema. La cosa pasa a ser «nosotros» y «ellos». Se unirán. Saldrá un líder. Habrás notado que no he dicho «macho» alfa. Muchas veces, es una mujer la que lidera la manada. Una vez que averiguas quién es la figura alfa, solo hace falta concentrarte en él o ella. Si te ganas al alfa, el resto del jurado irá detrás.

Asentí. Tenía sentido. De repente, me alegré de tener a Arnold a mi lado.

—Muy útil, gracias —dije, con sinceridad.

A Arnold pareció sentarle bien mi comentario. Le gustaba ayudar.

—Sé que no hemos tenido el mejor…, bueno, ya sabes… Lo siento. Creo que estás haciendo un gran trabajo por Bobby —dijo Arnold, extendiendo la mano.

Se la estreché. Yo no guardo rencor.

—Ah, hay algo que quería comentarte antes —apuntó—. Es sobre uno de los jurados: le vi…, en fin, va a sonar un poco raro…

—Sigue.

—Es difícil de explicar. Eh, mira, hace unos años, vi una película en la tele por cable. Una película de terror sobre la alta sociedad de Nueva York. Creo que uno era abogado y otro un demonio… No sé. Eso no lo recuerdo bien. En fin, me acuerdo de una escena. Una chica se estaba cambiando en el probador de una tienda y sonreía a la cámara. De repente, su cara cambiaba. La sonrisa se convertía en…, como en una mueca demoniaca. Tenía dientes afilados y ojos diabólicos. El otro personaje, la protagonista, no estaba segura de si lo había visto o no. Pues así es más o menos como me siento. Estaba mirando a ese jurado y, bueno, su cara cambió. Daba miedo. Como una microexpresión de… algo. Algo malo —dijo.

Arnold estaba sudando, tenía bolsas bajo los ojos como para diez kilos de patatas. Estaba pálido, exhausto. Y asustado.

—¿Quién era? —pregunté.

Mi teléfono vibró. Lo saqué del bolsillo de la chaqueta y Arnold lo vio. No reconocí el número en la pantalla.

—Un momento —dije.

—Olvídalo. Lo siento. Ni siquiera sé lo que digo. Llevo seis meses trabajando quince horas al día para este caso. Ha sido un día muy largo. Contesta. Te veo mañana.

—Vete a casa. Que descanses, Arnold.

Le vi marcharse. El estrés provoca todo tipo de cosas. No estaba seguro, pero me dio la impresión de que Arnold había sufrido una alucinación. O tal vez fuera un efecto de la luz… o algo así.

Contesté la llamada. Era el tipo del garaje. Mi Mustang ya tenía parabrisas nuevo y podía pasar a recogerlo cuando quisiera. La factura tampoco era terrible y el mecánico había aprovechado para poner a punto el motor y cambiar el aceite. Le di las gracias y dije que pasaría a recogerlo en cuanto pudiera.

Me esperaba una noche larga. Tenía que leer los expedientes sobre las nuevas víctimas y repasar todas las pruebas para el día siguiente. Delaney estaba reuniendo un equipo de crisis en la oficina de campo de Nueva York y habíamos quedado en reunirnos a desayunar con Harper y ella a las seis de la mañana. Aún tardaría en ir a recoger el coche.

Un taxista me dejó en la calle 46 Oeste. Esta vez no me esperaba ningún comité de bienvenida. Al subir cansinamente las escaleras hacia mi despacho, pensé en llamar a Christine. Cuando llegué al rellano, estaba decidido a decirle que no pondría problemas con el divorcio, que le daría lo que quisiera. Lo que fuera mejor para ella y para Amy. Para cuando llegué a la puerta, había decidido llamarla y decirle que la quería. Que la quería más que a nada y que, cuando terminara aquel caso, dejaría aquel trabajo.

Al final, apagué el móvil. Aún quedaba media botella de whisky sobre mi escritorio. Me serví una copa. Después de acunarla un buen rato, la tiré por el fregadero y me puse a trabajar.

Primero, revisé los expedientes del caso Solomon. Preparé mi contrainterrogatorio. Luego pasé a los expedientes de los asesinatos de Dollar Bill. Yo no era psicólogo cualificado. Tampoco criminólogo, ni analista criminal, ni agente del FBI, ni policía. Mis aptitudes en ese campo eran limitadas.

Pero sí sabía dos cosas.

Sabía engañar. Y allí había un patrón. Una táctica básica de cebo y anzuelo. Las víctimas eran asesinadas con un modus operandi distinto en cada estado. Dejaba el dólar. Y la policía lo pasaba por alto. Era comprensible. Yo mismo había visto la marca en el dólar mariposa y la había obviado, igual que el Departamento de Policía de Nueva York. Nos había pasado a todos. A todos menos a Delaney. Una vez colocada la prueba, los llevaría a un autor inocente. Y Dollar Bill se iba a otro estado o a otra ciudad y empezaba de nuevo.

También sabía matar.

Me había criado entre chicos que se convirtieron en asesinos. Cuando era timador, trataba con ellos casi a diario. Algunos estaban metidos por dinero. La mayoría, por deporte. Había conocido a hombres que sentían placer matando. Se los veía a la legua. La única razón por la que seguía vivo era porque me había esmerado en comprender a esos tipos para mantenerme fuera de su radar y de su vista.

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Cuando miré el reloj, eran las cuatro y media. Tenía las cosas mucho más claras. Llamé a Harper.

—¿Estás despierta?

—Ahora ya sí —contestó. Su voz sonaba dura. Hablaba despacio, con la garganta seca y furiosa—. ¿Qué necesitas?

—He estado revisando los expedientes. No hay relación entre las víctimas.

—¿No te lo dijo ya Delaney ayer?

—Sí, lo hizo. Pero estaba pensando en las víctimas equivocadas —dije.

Oí un gruñido y ruido de sábanas. Me la imaginé incorporándose, obligándose a despertar.

—¿Qué quieres decir con las víctimas equivocadas?

—Delaney se centró en las víctimas de los asesinatos. No creo que ellas fueran el verdadero objetivo. Este asesino está matando a gente para inculpar a otro por el crimen. Los verdaderos objetivos son los que fueron condenados por esos crímenes, estoy seguro.

—Tenemos el mismo problema que con las víctimas de los asesinatos. Algunos de esos hombres condenados nunca salieron de su estado.

—No hay ninguna conexión geográfica ni social. No creo que estos hombres se conocieran. Nunca vivieron en el mismo lugar, se movían en círculos sociales completamente distintos, fueron a distintas universidades, algunos ni siquiera estudiaron en la universidad. No he encontrado nada. Pero tampoco soy el FBI. Solo me puedo basar en lo que hay en los expedientes y lo que pueda encontrar en Internet. Por ahora no es gran cosa. He encontrado varios artículos en la red. Un artículo sobre Axel, el pirómano, decía que había ganado la lotería del estado. Y otro sobre Omar Hightower y las apuestas de fútbol…

—¿Cómo? —preguntó Harper.

A veces, decir algo en alto ayuda a que se haga realidad. Al menos a mí me ayuda.

—Harper, las verdaderas víctimas son las personas que fueron a la cárcel por error. Las eligió porque sus vidas cambiaron de manera radical. Omar ganó todo ese dinero, a Axel le tocó la lotería, el vagabundo condenado por los asesinatos de Pitstop acababa de recibir una herencia… Y todo eso apareció en los periódicos locales. Necesito que Delaney y tú les sigáis la pista a todos y averigüéis qué ha sido de ellos. Sus vidas dieron un giro radical. Y el asesino lo vio. Por eso fue a por ellos.

Harper se había puesto en marcha. Oí sus pasos sobre un suelo de madera. Luego, otra voz al otro lado de la línea. Tenue. De fondo.

—¿Quién es? —dije.

Al principio, no contestó. El momento de duda bastó para hacerme sentir como un capullo.

—Ay, Harper. Lo siento. No sabía que tuvieras compañía… —dije.

—No pasa nada. Es Holten. No le importa —respondió ella.

Por un segundo, no supe qué decir. Ni cómo sentirme. Estaba acariciando mi anillo de casado con el pulgar. Con los años, había desgastado el metal con tantas preocupaciones.

—Ah, vale, bien. Supongo —dije, como un chaval de sexto curso.

—Voy a comprobarlo y llamo a Delaney. ¿Algo más?

No había nada más que decir. Volví a disculparme. Colgué. Apoyé la cabeza en la mesa, más avergonzado que por el cansancio.

Mientras estaba allí, mi mente volvió a la conversación que había tenido con Arnold, aquella misma tarde. Era un caso muy delicado. Necesitaba dos cosas: a un Arnold lúcido y a un jurado imparcial. Ningún jurado corrupto más.

Me inquietaba su preocupación por el miembro del jurado que le había dado una sensación extraña. Por muy disparatado que sonase, tenía que saber más sobre ello. Arnold estaba acostumbrado a trabajar en casos importantes, de modo que sabía perfectamente que dormir era un concepto relativo en un caso por asesinato. Le llamé. Contestó tras varios tonos.

—¿Diga? —dijo.

No detecté sueño en su voz. Sonaba totalmente despierto.

—No te he despertado, ¿verdad? —pregunté.

—No puedo dormir —respondió.

—Bueno, perdona que llame tan pronto. Llevo toda la noche trabajando. Voy a intentar descansar media hora antes de reunirme con los federales. Pero no puedo irme a dormir sin que me cuentes algo más sobre lo que dijiste antes. Sobre el jurado. Dijiste que creías haber visto algo.

—¿El jurado?

—El miembro del jurado del que me hablaste. Ya sabes, su cara…, que había cambiado. Que no estabas seguro de lo que habías visto, porque fue algo fugaz. Puede que sea importante. O puede que no. Solo quiero saber de quién hablas.

—Ah, eso —dijo Arnold—. Vale, bueno, tú lo has dicho: no estoy seguro de lo que vi. Es como si, por un momento, su cara hubiera cambiado.

—¿Quién era?

Hubo una pausa. No sé por qué, pero me dio la sensación de que era importante.

—Alec Wynn —dijo Arnold.

Wynn era un pirado de las armas. El tío al que le gustaba cazar, pescar y Fox News. Tal vez le gustaba cazar hombres, además de ciervos.

—Gracias, Arnold. Oye, sé lo duro que has estado trabajando. Descansa un poco y nos vemos mañana.

Me dio las gracias y colgó. Puse la alarma para despertarme al cabo de media hora. Podía ser un sueño corto para recobrar energías y prepararme para llegar a la oficina del FBI a las seis.

Presentía que me esperaba un día largo.

Jueves

49

Cuando salió el sol por el otro lado del Grady’s Inn, Kane ya estaba duchado y se había puesto una camiseta. Estaba tumbado sobre la cama y se había quedado dormido. La herida de la pierna parecía estar limpia. A pesar de los esfuerzos de la noche, no había sangrado. Después de examinarla, se cambió el vendaje. No había señales de infección. Pero para asegurarse, se había tomado más antibióticos. Y también la temperatura. Todo bien.

Suponía que aún quedaría una hora, tal vez hora y media, para que el vigilante despertara al jurado para bajar a desayunar. Sus músculos se relajaron. Respiró hondo dos veces y permitió que su mente cayera en ese territorio de media vigilia en el que el subconsciente toma las riendas.

Estaba satisfecho con su trabajo de anoche.

El oficial que estaba de vigilancia no tardaría en llamar a las puertas. Y entonces empezarían los golpes. Los gritos. Y luego, los alaridos.

CARP LAW

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Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Daniel Clay

Edad: 49

Desempleado. Recibe subsidios estatales. No tiene padres ni familia. Tampoco amigos. Situación económica pésima. Le gustan las redes sociales y las novelas de ciencia ficción y fantasía. No lee los periódicos y evita las noticas en Internet. Fan de Elvis. No tiene antecedentes penales. Le interesa la cienciología, pero todavía no se ha unido a ella, básicamente por motivos económicos.

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 25%

ARNOLD L. NOVOSELIC

50

Que digan lo que quieran del FBI. De sus políticas. De sus oscuros intereses. De la corrupción. De su control encubierto de todos los ciudadanos estadounidenses. De sus errores. De las vidas que se han cobrado.

A las seis y cinco de la mañana del jueves, el FBI me parecía perfecto. Siempre que me dieran un café, estaba dispuesto a concederles una tregua.

Otro punto a su favor era la velocidad con la que habían dispuesto una sala de incidencias para los asesinatos de Dollar Bill. Delaney tenía suficientes pruebas para obligar a los directores a abrir la caja registradora. Me condujeron a una sala grande sin ventanas. Estaba bien iluminada. Había mesas por todas partes y un panel montado sobre una enorme mampara de vidrio que dividía la sala por la mitad. En él había fotos de las víctimas con sus biografías debajo, junto a los hombres condenados por sus asesinatos. Y flechas trazadas con rotulador por todo el cristal.

—Tenemos una más —dijo Delaney, detrás de mí.

Se acercó y pegó una foto de una chica de pelo negro rizado con una cazadora de motorista de cuero. Tez pálida. Sonrisa de animadora. Tendría veintipocos años. Al lado había otra de un hombre de mediana edad, alto y con bigote. Una foto de la policía.

—Profesor de inglés condenado por asesinar a una camarera en Carolina del Sur —dijo Delaney.

—¿Cuándo? —pregunté.

—En 2014. Acababa de vender su primera novela a una importante editorial de Nueva York. Cancelaron el contrato en cuanto le detuvieron —contestó Delaney.

Al otro lado de la sala, en la pared del fondo, había una línea cronológica de los asesinatos y los juicios en los que se condenó a los autores. Empezaba en 1998, con la primera de las jóvenes por cuyo asesinato fue condenado Pena. Iba hasta el caso más reciente, el del profesor en 2014.

—Dieciséis años —susurré.

—Puede —dijo Delaney—. Aún nos faltan varios estados. Nueva Jersey, Virginia y Rhode Island. Podría abarcar más tiempo, pero no creo que mucho. El tío ha tenido trabajo.

Me costaba concentrarme en las fotos de las víctimas. A todas les habían arrebatado la vida de forma brutal y despiadada. Hombres y mujeres. Tenían padres y amigos. Algunos incluso tenían hijos. Era demasiada devastación para asimilar. Me senté en una mesa vacía. La sala ya estaba llena de agentes del FBI. Costaba absorber todo el dolor que había causado aquel hombre: era como un fuego ardiendo en el horizonte. Como si los rostros de sus víctimas estuvieran quemándose. Sentía que, si me acercaba demasiado o miraba una cara con demasiada atención, el fuego me devoraría a mí también y nunca me dejaría marchar.

Delaney tenía el desapego típico de los cuerpos de seguridad. Miraba los rostros de las víctimas con ojo clínico.

—¿Cómo lo haces? —pregunté.

—¿Qué?

—Eres capaz de mirar todo esto…, y no parece afectarte —dije.

—Oh, sí que me afecta. Créeme —me respondió—. Cuando veo los cuerpos o pienso en el alcance de todo esto… La magnitud del sufrimiento es lo que puede acabar desquiciándote si se lo permites. Así que no miro. Cuando observo una foto, no miro a la víctima: busco al asesino. Intento detectar su rastro, descubrir una firma o algún tipo de huella. Hay que ignorar el daño y mirar más allá, en busca del monstruo.

Nos quedamos callados un rato. Pensé en toda aquella gente.

—Bueno, ¿te ha contado ya cómo vamos a coger a ese mamón? —apuntó Harper.

No la había visto llegar. Parecía como si trajera dos litros de café encima. El vaso térmico le pesaba considerablemente. Lo dejó sobre la mesa y se sentó a mi lado.

—Todavía no —dijo Delaney.

En realidad, no estaba seguro de que fuese a funcionar. Era una posibilidad remota. Sin embargo, después de toda la noche pensando en Dollar Bill, estaba casi seguro de que le había calado.

—Me da la sensación de que los verdaderos objetivos son los hombres a los que Dollar Bill ha incriminado por los asesinatos. Las marcas de los billetes. Tres. En mi opinión, la flecha representa a la víctima. Para la sociedad, la rama de olivo es que el autor sea capturado y condenado. Eso es, una vez que Bill los ha incriminado. Y la estrella va por el estado. Tiene que ser así. Pero imaginad que sois ese hombre.

Harper dio un trago largo al café, Delaney se cruzó de brazos y se reclinó hacia atrás. No estaba seguro de que la estuviera convenciendo.

—El tipo se ha esforzado muchísimo para incriminar a hombres inocentes por sus asesinatos. Eso debe de dar mucha satisfacción. Planeas un crimen, lo ejecutas y la policía ni siquiera te busca. Es casi el crimen perfecto, ¿no? Ahora imaginad que hacéis un esfuerzo enorme para incriminar a alguien, ¿no querríais quedaros rondando para aseguraros de que el primo de turno cae por vuestro crimen?

Delaney cogió un bolígrafo, acercó la silla a la mesa y empezó a anotar algo.

—¿Qué quieres decir con quedarse rondando? —preguntó Harper.

—Creo que Dollar Bill ve los juicios. Para este cabrón es más que un juego. Es una misión. Imagina la sensación de estar en un juzgado y presenciar cómo condenan a otro hombre por tu crimen. Y todo porque «tú» has hecho que así sea. El plan se desarrolla a la perfección delante de ti. Quiero decir, este tío es muy bueno incriminando a la gente. Todas las personas a las que se ha puesto como objetivo han acabado en la cárcel. Me cuesta creer que las defensas no hayan conseguido ganar uno solo de los casos. Siempre los condenan. Eso debe de hacerle sentir poderoso. Muchos asesinos matan por juegos de poder. ¿Por qué iba a ser distinto este? —añadí.

El bolígrafo en la mano de Delaney se movía furiosamente sobre la página. Iba asintiendo mientras escribía.

—¿Has conocido a muchos asesinos, Eddie? —preguntó Delaney.

—Me acogeré a la quinta enmienda respecto a esta pregunta —contesté.

—Retransmisiones en televisión, fotos de los juicios en los periódicos locales o nacionales, blogs. Podemos empezar a buscar a este tío —dijo Harper.

—Y, si no me equivoco, hoy estará en la sala observando a Bobby. Poned media docena de agentes en el juzgado para vigilar al público. A ver qué pasa cuando empiece el contrainterrogatorio del testigo del fiscal sobre Dollar Bill. Con un poco de suerte, le asustaremos. Quiero que piense que sabemos sobre él mucho más de lo que quiere. Si es listo, se levantará y tomará el primer vuelo que salga de JFK. Solo tenéis que cogerle antes de que abandone la sala.

Delaney y Harper se miraron emocionadas. Parecía un plan. Delaney rebuscó en una carpeta y encontró lo que parecía un informe encuadernado.

—Este es el perfil de Dollar Bill. Lo hemos elaborado esta noche, así que está poco pulido y tendré que añadir cosas. Incluye sus paraderos conocidos en las fechas de los asesinatos. Lo actualizaré para incluir las fechas en las que se produjeron los juicios correspondientes. Creo que has dado en el clavo en eso, Eddie. Y entiendo lo que dices, Harper. «Sí hay» relación entre los condenados por los crímenes de Bill. Ya estábamos en ello, pero no podíamos confirmarlo hasta volver a revisarlos todos. Ahora ya lo hemos hecho.

Nos entregó copias del perfil y pasamos directamente a la sección del informe titulada «selección de víctimas».

No hay características comunes físicas, sexuales o geográficas discernibles entre los distintos grupos de víctimas. Es probable que se las eligiera por su conexión, acceso a, o relación con la persona a la que el sujeto elegía para incriminar por ese asesinato o asesinatos concretos. Las personas a las que el sospechoso ha incriminado por sus crímenes tienen un aspecto común y poco habitual: en un marco de tiempo relacionado con los asesinatos, todos ellos atravesaron una experiencia que les cambió la vida, por así decirlo. Entre estas experiencias, hay cambios significativos en la situación económica o personal (ganar la lotería estatal, recibir una herencia inesperada, abrir franquicia de un restaurante). Ese cambio de circunstancias fue importante para todas esas personas.

Un análisis de las marcas sobre los billetes de dólar dejados en las escenas del crimen (posteriormente utilizados en los juicios) y un recorrido por los estados donde se produjeron los asesinatos revelan un perfil psicológico y una patología potencialmente importantes.

Los trece estados simbolizados por las trece estrellas en el billete de dólar fueron los trece primeros en firmar la Declaración de Independencia. Dicha declaración ofrece fundamentos legales para el carácter aspiracional de la vida estadounidense.

El patrón es claro y la patología consiste en destruir el carácter aspiracional de la vida estadounidense. Por tanto, es probable que el sospechoso o alguien cercano a él no lograra alcanzar un objetivo vital. Se trata de un patrón de venganza a escala masiva. El castigo para aquellos cuya vida cambió es ver esa nueva vida destruida enfrentándose a una condena por asesinato. El sospechoso odia el cambio aspiracional y podría haberlo simbolizado al doblar el billete con forma de mariposa en los asesinatos de Bloom y Tozer.

Pasé a la última página y leí la conclusión del perfil.

Sexo: varón.

Edad: probablemente, entre treinta y ocho y cincuenta años.

Raza: desconocida.

Estado de origen: desconocido.

Descripción física: dada la fuerza física necesaria para ocasionar las heridas infligidas en algunos de los asesinatos, es probable que el sospechoso sea fuerte y esté en forma.

Psicología: el sospechoso es muy inteligente. Extremadamente organizado. Socialmente versado. Manipulador. Su carácter tiene huellas narcisistas. Presencia de sociopatía y psicopatía, aunque es un individuo muy activo, con capacidad intelectual para ocultar su posible sintomatología a la gente, a amigos y a la familia. La violencia infligida a las víctimas ante y post mortem en algunos casos sugiere un elemento sádico en los asesinatos. Incriminar a personas inocentes por sus crímenes podría ser una especie de sadismo emocional. Muy probable obsesión psicosexual con el dolor. Alta probabilidad de un trastorno parafílico, como el trastorno de sadismo sexual. Culto, probablemente en un nivel universitario. Conocimiento altamente productivo de procedimientos forenses. Dada su patología, el sospechoso es alguien que probablemente fracasó en el campo de su elección, o bien que es cercano a alguien que no consiguió hacer realidad su potencial. Es probable que, hasta cierto punto, la pobreza formara parte de la vida del sospechoso en algún momento. Su misión es un ataque retorcido contra los valores y las aspiraciones estadounidenses, probablemente motivado por la venganza.

—Cree que está matando el «sueño americano» —dije en voz alta sin darme cuenta.

Alcé la vista del perfil y las dos me estaban mirando.

—Debió de investigar a sus objetivos. En los periódicos, en la televisión local… o algo así. Ya sabes, la buena noticia al final del telediario de la noche. Así los encontraba. Voy a buscarlas —dijo Harper.

—Te pondré con dos de mis agentes. Están llamando a agencias de noticias locales ahora mismo —añadió Delaney.

Se palpaba una energía especial en la sala. Delaney sabía que estaba arrinconando al fantasma. Y, sin embargo, algo seguía preocupándome. La teoría tenía buena pinta, pero Bill había dependido de la suerte en muchas cosas. Tenía que ser así. Por ahora, había cometido asesinatos en ocho estados y había logrado que condenasen a otro hombre las ocho veces. Con Nueva York, serían nueve. Y podría haber más que Delaney aún no había descubierto.

Yo sabía mejor que la mayoría que en un juicio penal puede pasar cualquier cosa. Había demasiadas variables, incluso en un caso con pruebas científicas sólidas.

¿Simplemente había tenido suerte consiguiendo ocho condenas de ocho?

—Cuando hables con las agencias locales de noticias, asegúrate de que te den todas las imágenes de los juicios. Puede que haya vídeos o fotos del público asistente a las vistas. Creo que nuestro hombre se tragó cada segundo de cada juicio. Cabe la posibilidad de que algún fotógrafo le capturara con su cámara —dije.

—Es poco probable, pero lo miraremos —contestó Delaney—. Asistir a los juicios cuadraría con su perfil psicológico. Muchos asesinos vuelven al escenario de sus crímenes o se llevan trofeos de sus víctimas. Les permite revivir el momento de emoción, una y otra vez. Evidentemente, no es igual que el asesinato. No les da el mismo subidón. Pero sí sacan algo de ello.

Harper se levantó y recogió sus apuntes, ansiosa por ponerse a trabajar.

—¿Es suficiente para que absuelvan a Solomon? —preguntó.

—No lo sé. Pryor tiene muchas pruebas sólidas para enseñar al jurado hoy. Nos ayudaría que Bobby recordase dónde demonios estuvo la noche de los asesinatos.

—¿De verdad no lo sabe? —dijo Harper.

—Dice que estaba borracho y que no se acuerda.

—Seguro que alguien le reconocería si estaba por ahí en un bar… —apuntó Delaney.

—Supongo que sí. Pero vi el vídeo de la cámara de seguridad. Llevaba ropa oscura, una gorra de béisbol y capucha. Muchos famosos consiguen ir por una ciudad como Nueva York cubriéndose solo la…

Las palabras se me atascaron en la garganta. Delaney había tocado nervio. Bobby debería haber sido reconocido. Ahí estaba.

—Delaney, ¿tienes una lista de los técnicos de la Científica en este edificio? —pregunté.

—Puedo conseguirla. ¿Por?

—A los dos nos interesa que Bobby salga libre. Necesito tu ayuda —dije.

Al principio, reaccionó con recelo. Se cruzó de brazos y se quedó inmóvil.

—Mientras no sea ilegal, quizá podamos echarte una mano —dijo.

—Ah, bueno, pues puede que haya un problema con eso. —Se quedó mirándome. Sonreí y añadí—: Técnicamente, solo es ilegal si nos cogen.

51

El oficial de vigilancia llevaba casi veinte minutos aporreando la puerta. Eran las siete y media. En el pasillo, el olor a verdura pasada se había convertido en olor a huevos cocidos. La mayoría del jurado ya estaba abajo. Kane, el oficial, Betsy y Rita seguían en el pasillo, llamando al ocupante de la habitación para que abriera la puerta.

—Maldita sea, ¿dónde está el mozo con la llave? —dijo el oficial.

Volvió a golpear la puerta, llamando.

En ese momento apareció el viejo mozo del hotel por la esquina del pasillo y le entregó la llave al oficial del juzgado.

—Te has tomado tu tiempo, ¿eh?

El mozo se encogió de hombros.

—Vamos a entrar —dijo Betsy.

Kane estaba completamente vestido, igual que los demás. Se había duchado, cambiado y maquillado para cubrir los hematomas de la cara causados por la fractura de nariz. Intentó disimular la emoción mientras veía al oficial meter la llave en la cerradura y abrir la puerta.

—¿Está despierto? Seguridad del juzgado —dijo el oficial entrando en la habitación.

Kane le dio un golpecito con el codo a Betsy para que se apartara y le siguió.

La habitación estaba impoluta. Había una bolsa de deporte sobre la cama. Las sábanas estaban deshechas, pero la cama a la derecha de Kane estaba vacía. El oficial se acercó hacia ella, gritando.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Betsy.

El oficial se volvió rápidamente. Kane también. Betsy y Rita gritaron. Estaban mirando el estrecho espacio entre la cama y la pared de la izquierda, la más cercana a la puerta. El oficial movió el somier de la cama, apartándola de la pared. Todos se quedaron mirando el cuerpo de Manuel Ortega. Tenía el cuello envuelto en una sábana. Estaba sentado, casi desplomado sobre el suelo. El otro extremo de la sábana estaba atado al poste de la cama. Daba la impresión de que se había estrangulado.

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