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Pasaron veinte minutos antes de ver al hombre trajeado salir del apartamento de Flynn. Kane le vio subirse a su descapotable y marcharse. Volvía a notar el pulso en los dedos y, de repente, fue muy consciente del arma que llevaba en el bolsillo de su chaqueta. Solo el escolta y Flynn. Ahora, el escolta estaría atento. En el último momento había decidido no sacarles la pistola en la calle. Había esperado demasiado para desenfundar y el guardaespaldas se le había adelantado. Al final, había sacado su móvil para pedir indicaciones. «Bien hecho», pensó Kane. Aquel tipo le habría disparado primero.

Pensar en el portátil dentro del apartamento de Flynn le hacía tensar la mandíbula. Volvió a mirar hacia el edificio. No había ningún indicio de qué tipo de cámaras de seguridad tenían en el interior ni de cuántos ocupantes había. Tal vez hubiera un portero tras un mostrador.

El motor arrancó a trompicones, luchando contra la baja temperatura. Kane metió la marcha y salió lentamente de la calle 46 Oeste.

Otra vez sería. Cuando estuviera listo. Kane se prometió a sí mismo que volvería.

Por ahora, tenía otras cosas que hacer.

Condujo hacia el este, en dirección al río. Bajó toda la calle 46 hasta la Segunda Avenida y luego cogió la autopista FDR. El tráfico seguía siendo denso y avanzaba despacio. Kane no era neoyorquino de nacimiento. En absoluto. Sin embargo, apenas consultaba el navegador. Manhattan se trazó sobre una cuadrícula. Cuando uno llega a Manhattan por primera vez, solo hacen falta cinco minutos con un mapa para saber moverse. En un mapa, la isla parecía una placa base. Solo necesitaba energía para funcionar. Para Kane, la electricidad necesaria para que la placa base urbana funcionara no era la gente, los habitantes de Manhattan. Tampoco eran los coches. Ni los trenes.

Era el dinero.

Manhattan funcionaba con billetes verdes.

Parado en un atasco, miró su reflejo en el retrovisor. Tenía la nariz bastante inflamada. Tal vez demasiado. Hacía que el resto de su cara pareciera muy hinchada. Se dijo a sí mismo que al llegar a casa debía recordar ponerse hielo para bajar un poco la hinchazón. También tendría que usar más maquillaje. Los hematomas empezaban a verse a través de la fina capa de piel.

Cualquier otra persona estaría agonizando de dolor. Pero no Kane. Él era especial. Eso es lo que le decía su madre.

No conocía su propio cuerpo. Había una distancia entre ellos.

Cuando tenía ocho años, descubrió que no era como los demás. Una caída de un manzano en el jardín. Una mala caída. Trepó hasta muy arriba y cayó al suelo desde las ramas más altas del árbol. No lloró en el suelo. Nunca lloraba. Después de unos instantes, se levantó y empezó a trepar de nuevo el árbol, cuando notó que no podía agarrar la rama con la mano izquierda. Su muñeca estaba hinchada. No era normal, así que fue hacia la cocina y le preguntó a su madre por qué tenía un aspecto tan raro. Para cuando entró en la casa, su tamaño se había triplicado y parecía como si alguien le hubiese metido una bola de pimpón bajo la piel. Kane todavía recordaba cómo se retorció el rostro de su madre al ver la muñeca. Llamó a una ambulancia. Finalmente, cansada de esperar, le envolvió la muñeca entre dos bolsas de guisantes congelados, le metió en el viejo coche y se lo llevó a urgencias.

Su madre nunca había conducido tan deprisa.

Kane recordaba aquel trayecto con toda precisión. Los Rolling Stones sonaban en la radio y la cara de su madre brillaba por las lágrimas. El pánico hacía que su voz sonara aguda y descontrolada.

—No pasa nada, no pasa nada. No te asustes. Vamos a ponerte bien. ¿Te duele, cariño? —le preguntó.

—No —contestó Kane.

Una vez en el hospital, la radiografía confirmó que tenía varias fracturas. Era necesario manipularle antes de ponerle una escayola. El médico les explicó la urgencia y dijo que harían todo lo posible para aliviar el dolor del procedimiento con gas y aire. El pequeño Joshua no quiso inhalar del tubo aquella cosa que olía tan raro y se arrancó la máscara más de una vez.

No gritó durante todo el proceso. Se quedó completamente quieto y escuchó anonadado el chasquido de sus huesos rotos mientras el médico tiraba y empujaba su muñeca. Una enfermera le puso en la camiseta una pegatina que decía que era un paciente valiente. Él le dijo que no necesitaba medicinas. Que estaba bien.

En un principio, el personal médico lo atribuyó al shock, pero la madre de Kane sabía que había algo más. Aquello era distinto. Insistió al hospital para que le hicieran pruebas a su hijo. Aún en aquel momento, Kane no sabía de dónde sacó su madre el dinero para costearlas. Al comienzo, los médicos pensaban que algo no iba bien en su cerebro. No lloró cuando le pincharon la piel con agujas. Oyó la palabra «tumor», pero no sabía qué significaba. Pronto descartaron un tumor cerebral. Eso alegró a su madre, pero aún estaba preocupada y quedaban más pruebas por hacer.

Un año más tarde, le diagnosticaron una enfermedad genética rara llamada «analgesia congénita». Los receptores de dolor de su cerebro no funcionaban. El pequeño Joshua Kane nunca había sentido dolor, ni lo sentiría. Kane recordaba el momento en que su madre recibió la noticia en la consulta del médico, con una mezcla de felicidad y miedo. Felicidad porque su hijo nunca conocería el dolor físico, pero, aun así, miedo. Todavía podía ver a su madre sentada en la silla de la consulta del médico, mirándole. Llevaba el mismo vestido azul que el día de la caída del árbol. Tenía la misma mirada temerosa encendida en los ojos.

Y Kane saboreó cada segundo.

Sonó un claxon detrás, urgiéndole a avanzar y devolviendo sus pensamientos al presente. Una hora después, estaba en Brooklyn. Apagó el motor, se bajó del coche y mandó un mensaje con su ubicación a su contacto.

En cuanto hubiera una llamada a la Policía de Nueva York, Kane recibiría un aviso rápido.

Pasó por delante de filas y filas de idénticas casas suburbanas de clase media de tres plantas. El apartamento estaba en el primer piso, encima del garaje. El óxido de las verjas circundantes estaba oculto bajo pintura recién aplicada. Llegó a la casa de un tal Wally Cook.

El rostro de Wally había sido destacado más veces que ningún otro en el tablón de Carp Law como principal elegido para el jurado. Era un liberal convencido, donaba beneficios de su negocio de investigador privado a la ACLU (Unión Estadounidense de Libertades Civiles) y los fines de semana entrenaba a un equipo de béisbol de chavales.

Kane no podía confiar en que el fiscal objetara nada a la inclusión de Wally en el jurado. Y era demasiado peligroso dejarle en la lista. Además, ocupaba un sitio que le permitiría a él entrar en la lista de elegibles de la defensa.

En el camino de entrada a la casa de Wally había aparcados un coche y una furgoneta. La luz brillaba a través de la ventana del primer piso. Una mujer de treinta y pocos años, de pelo largo y moreno caminaba por la habitación con un bebé en brazos. Wally se acercó a ellos, besó a la mujer y desapareció. Kane sacó su cuchillo fileteador y fue hacia la puerta de entrada.

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Repasé el resto de los archivos del caso Solomon en menos de dos horas; la mayoría los revisé fácilmente de una sola hojeada. Eran declaraciones rudimentarias de agentes confirmando la cadena de custodia, extensos informes de la Policía Científica, declaraciones de testigos. Había varias pruebas clave.

La llamada de emergencia al 911 de Bobby Solomon a las 00:03. Tenía la transcripción y una grabación en audio. Bobby parecía cegado por el pánico, atragantándose con las lágrimas, la rabia, el miedo y su inmensa pérdida. Estaba todo ahí, en su voz.

Operadora: Emergencias, ¿con quién le conecto: bomberos, policía o ambulancia?

Solomon: Ayuda… ¡Por Dios!… Estoy en el 275 de la calle 88 Oeste. Mi mujer… Creo que está muerta. Alguien… ¡Ay, Dios!… Alguien los ha matado.

Operadora: Voy a mandar a la policía y una ambulancia. Cálmese, señor. ¿Está usted en peligro?

Solomon: No… No lo sé.

Operadora: ¿Está usted en el inmueble ahora mismo?

Solomon: Sí… Eh…, acabo de encontrarlos. Están en el dormitorio. Muertos.

[Sonido de lloro.]

Operadora: ¿Oiga? ¿Señor? Respire, necesito que me diga si hay alguien más en el inmueble ahora mismo.

[Ruido de cristales rompiéndose y alguien tropezando.]

Solomon: Estoy aquí. Ah, no he revisado la casa… Mierda… Por favor, manden una ambulancia ahora mismo. No respira…

[Solomon suelta el teléfono.]

Operadora: ¿Oiga? Por favor, coja el teléfono. ¿Oiga? ¿Oiga?

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Bobby le dijo a la policía que había estado bebiendo toda la tarde. También había tomado pastillas. No recordaba dónde había estado, pero sí que fue a varios bares: se encontró con diversas personas, pero tampoco recordaba sus nombres. Cogió un taxi a la puerta de una discoteca y llegó a casa justo después de la medianoche. La luz del recibidor estaba apagada. Carl no estaba en la cocina ni en el salón. Subió a buscarle al piso de arriba. Vio que la puerta de Ariella estaba abierta y que había una lámpara encendida. Entró y se los encontró a los dos muertos.

En un principio, la llamada y la versión de Solomon parecían totalmente plausibles. Bobby tenía antecedentes por faltas leves por embriaguez y era habitual que se acordara… o recordara poco de lo que había hecho bajo los efectos del alcohol.

Como coartada, era mala. Pero no había motivo para dudar de su versión.

Hasta que leí la declaración de Ken Eigerson. Vivía en el número 277 de la calle 88 Oeste. Tenía cuarenta y cinco años y era gerente de un fondo de cobertura. Eigerson declaró que aquel día llegó a su casa a las nueve de la noche y le dijo «hola» a su famoso vecino, Bobby Solomon. Le vio subir los escalones que conducían a su casa. Recordaba la hora con exactitud porque los jueves su mujer siempre trabajaba hasta tarde y la canguro se iba a las nueve. Connie Brewkowsi, la au pair de veintitrés años de los Eigerson, confirmó que se marchó de la casa cuando este regresó: a las nueve.

Estaba pensando en posibles formas de dar la vuelta a todo aquello. Algún punto de ataque. Y entonces pensé en el vídeo. Grabaciones de las cámaras de seguridad en el exterior del inmueble. Con fecha y hora de la noche del crimen. Y a las nueve de la noche aparecía Solomon entrando en la propiedad.

La cámara se activaba por un sensor de movimiento. No había nada más grabado hasta que los policías aparecieron a las doce y diez.

Ninguna grabación que mostrase a Bobby llegando a casa cuando afirmaba haberlo hecho, a medianoche. La Policía de Nueva York halló a Ariella y a Carl muertos cuando Bobby les dejó entrar, a las doce y diez.

¿Conclusión? Bobby Solomon mintió sobre la hora a la que llegó a casa.

La Policía Científica sellaría el destino de Bobby. Su sangre sobre el bate de béisbol y sus huellas en la empuñadura. La sangre de Ariella sobre la ropa de Bobby. Y la guinda del pastel: el billete de dólar en forma de mariposa en la boca de Carl con las huellas de Bobby y con su ADN. Bobby le dijo a la policía que jamás había visto aquel billete y que, desde luego, no lo dobló ni lo metió en la boca de Carl.

Game over.

Rudy contestó a mi llamada inmediatamente.

—La cagó —dije.

—Estoy de acuerdo —respondió Rudy—, pero no estás indagando lo suficiente. La Policía Científica incriminó a Bobby colocando su ADN ahí.

—¿Qué te hace estar tan seguro? —pregunté.

—Las pruebas que hicieron demostraron que había más de un perfil de ADN.

—Dame un segundo —dije, y abrí la carpeta de la Científica.

En efecto: había un informe que identificaba los perfiles de ADN encontrados en el dólar. Estaban clasificados como «A» y «B». El perfil «A» era el ADN de Bobby. El perfil «B» encajaba con un perfil existente en la base de datos de un hombre llamado Richard Pena.

—Espera, Rudy. Lo normal es que haya más de un rastro de ADN en cualquier billete en circulación. Lo que me sorprende es que no encontraran veinte perfiles distintos. Eso no significa que la policía intentara incriminar a Bobby.

—Sí. El cotejo del perfil de Richard Pena demuestra que hubo contaminación de ADN en el laboratorio —dijo Rudy.

—¿Cómo?

—Hemos descubierto algo en los antecedentes de Richard Pena. La Policía Científica tenía su ficha muy enterrada. Era un asesino en serie que estuvo en la cárcel. Entre 1998 y 1999, mató a cuatro mujeres en Carolina del Norte. La prensa le llamaba «el Estrangulador de Chapel Hill». Le cogieron, le condenaron y, después de rechazar las apelaciones, le ejecutaron de manera fulminante en 2001.

Sin esperar a que dijera nada más, saqué una foto que habían hecho del dólar desdoblado. La primera imagen que apareció era del dorso del billete. Noté que estaba ligeramente decolorado alrededor de la imagen del águila americana, como si se hubiera rozado con un bolígrafo, tal vez al estar suelto en un bolsillo. No le presté demasiada atención: quería ver el otro lado del dólar. Volví a apretar el sensor. Esta vez sí que apareció lo que estaba buscando. En la cara del billete, a la derecha de George Washington, había un número de serie. Solo se crea un número de serie nuevo en tres circunstancias. La primera es cuando se emite un nuevo diseño de billete. Los otros motivos para sacar una serie nueva también están relacionados con cambios en los billetes. Cada billete tiene dos firmas, una a cada lado de la imagen de George Washington. La primera es la firma del tesorero de Estados Unidos; la otra, del secretario del Tesoro. Las firmas en el billete hallado en la boca de Carl eran de la tesorera Rosa Gumataotoa Ríos y del secretario Jack Lew. El número de serie correspondía al año de nombramiento de Lew: 2013.

Rudy me lo aclaró un poco más.

—Es imposible que Richard Pena tocara ese billete. Llevaba doce años muerto cuando se imprimió.

—Y no hay huellas de Pena, solo su ADN —dije.

—Así es.

—Si las únicas huellas sobre ese dólar son de Bobby…, pero hay rastros de ADN de Bobby y Pena sobre el billete…, estoy pensando que el técnico de la Científica frotó el billete antes de colocar el ADN de Bobby y, de algún modo, dejó también el ADN de Pena al mismo tiempo y por error —dije.

—Lo vas cogiendo. Es la única teoría posible. El ADN puede desaparecer por exposición a detergentes domésticos. Es fácil de eliminar. ¿Cuántas manos han tocado ese billete desde 2013? Tienen que ser centenares, si no miles. La cagaron intentando empapelar a Bobby. Limpiaron el billete y luego se equivocaron al colocar su ADN en él. El de Pena se añadió de alguna manera mientras estaba en el laboratorio. Es la única explicación. Los hemos pillado —dijo Rudy.

Tenía sentido. Sin embargo, algo seguía preocupándome. De algún modo, la mariposa era simbólica. Era importante para alguien. Probablemente para el asesino o para la víctima. Y la policía se había aprovechado de esa prueba. El Departamento de Policía de Nueva York la había intentado usar para incriminar a Bobby, colocando su ADN sobre ella, pero se había equivocado.

—Las pruebas de ADN de Pena tuvieron que hacerse en otro estado. ¿Cómo llegó al laboratorio de la Policía de Nueva York?

—No lo sabemos. Pero llegó.

Escuché a Rudy soltando de todo sobre la corrupción policial, la tormenta mediática que desataría esta prueba y acerca de cómo esto era el eje de la defensa de Bobby. Después de treinta segundos, dejé de escucharle. En mi mente, volvía a estar en las oficinas de Carp Law. Sentado al lado de Bobby, oyéndole defender su inocencia. En ese momento, me pregunté si me había dejado convencer por aquel chico. Era un actor de talento. Sin duda. No todas las estrellas de cine son grandes actores. Bobby era un artista y tenía técnica. Y me preocupaba algo más. En la mayoría de los casos, si la policía colocaba una prueba incriminatoria contra un sospechoso, normalmente era porque le creían culpable. No se me ocurría cómo alguien más podía haber entrado o haber salido de la casa sin ser captado por la cámara de seguridad, que se activaba con el movimiento. Y luego estaba el testimonio del vecino.

—Rudy, me creí la historia de Bobby. No te voy a mentir ni me voy a mentir a mí mismo. Cuando me dijo que era inocente, le creí. No puedo dejar que nada más enturbie esa opinión. Si no te importa, voy a ponerme ya con mi propio detective. Aún no tenemos el cuchillo que se utilizó con Ariella. Dime, ¿qué dice Bobby acerca del bate de béisbol con el que mataron a Carl?

—Dijo que guardaba ese bate en el recibidor. Tenían sistemas de seguridad, claro, pero su padre siempre tenía un bate junto a la puerta de entrada. Y Bobby siempre ha hecho lo mismo. Es su bate, así que eso explica por qué sus huellas están sobre él…

—Pero no la sangre. Tengo que indagar más en ese tema —dije.

—Ya se ha emitido un giro a tu cuenta con tus honorarios. Si quieres gastar parte de eso en detectives, es cosa tuya. Yo me ocuparé de la selección del jurado. Dame un toque por la mañana. Y duerme un poco —dijo antes de colgar.

Empecé a revisar los contactos de mi teléfono hasta que encontré uno que decía: «QUE TE DEN». Apreté el botón de llamada. No miré la hora. La persona a quien llamaba estaba acostumbrada a contestar a todas horas. Formaba parte de su trabajo. Empezó a dar tono. Respondió una voz de mujer. Rasgada, con un leve acento del Medio Oeste.

—Eddie Flynn, timador de ley. Me preguntaba cuándo me llamarías.

La voz era de una antigua agente del FBI llamada Harper. Nunca me había dicho su nombre de pila. Pensándolo bien, tampoco estaba seguro de habérselo preguntado. Nos habíamos conocido hacía un año, justo antes de que dejara el FBI con su pareja, Joe Washington. Montaron una unidad de seguridad e investigación privada en Manhattan; por lo que había oído, les iba bastante bien. La primera vez que nos vimos me aplastó la cabeza sobre el capó de mi Mustang. Unos meses más tarde, estábamos persiguiendo al mismo malo. Y, aparte de la mía, salvó la vida de varios de sus compañeros. Tenía instinto. Me fiaba de su opinión: si ella creía que Bobby era culpable, tal vez me lo pensara dos veces.

—Me alegro de hablar contigo. Siento no haber mantenido el contacto, estaba esperando el caso adecuado. Necesito un detective. ¿Conoces alguno bueno?

—Que te den… ¿Quién es tu cliente?

Sabía lo que me esperaba, aun antes de decirlo. De todos modos, se lo conté.

—Estoy en el equipo de la defensa de Bobby Solomon. Vamos a demostrar que el Departamento de Policía de Nueva York le incriminó. Y tú me vas a ayudar.

Soltó una carcajada y dijo:

—Muy bueno. Lo siguiente será decirme que vas a defender a Charles Manson.

—Va en serio. Dentro de un hora o menos, un guardaespaldas de Carp Law estará en tu apartamento con un portátil. Esperará mientras lees los expedientes. Es un asunto delicado. Si se filtra algo de esto antes del juicio…

La carcajada de Harper se ahogó en su garganta.

—Venga, Eddie. ¿Va en serio?

—En serio. Parece que solo tendremos uno o dos días para hacernos con el tema. Lee los expedientes del caso. Llámame cuando termines. Empezamos mañana por la mañana en la escena del crimen. A no ser que prefieras llevarlo a otro sitio…

—Te llamaré cuando termine con los expedientes. Por lo que he visto en televisión, todo apunta a que Solomon es el asesino. Lo sabes, ¿verdad? Tiene pinta de perdedor.

—También he leído los periódicos. He oído a todos los expertos legales de la CNN. Creen que el juicio está acabado antes de empezar. Puede que tengan razón. Pero yo he hablado con Bobby. Y Rudy Carp también. No creemos que sea capaz de haber cometido unos asesinatos así. Lo único que tenemos que hacer es convencer a doce personas de que estamos en lo cierto.

15

Con un giro de muñeca, Kane cambió la empuñadura del cuchillo. Al pasar junto a la furgoneta en la entrada a la casa, se agachó y rajó la rueda trasera izquierda con la punta. La furgoneta empezó a inclinarse a medida que el aire salía silbando por la raja del neumático. Se caló la gorra, volvió a meterse el cuchillo en el bolsillo, avanzó unos pasos hasta la puerta de entrada y llamó al timbre.

Pasados unos momentos, Wally abrió la puerta. Era la primera vez que Kane le veía bien. De cerca, aparentaba treinta y tantos años. Su pelo raleaba por las sienes y su rostro era sonrosado. Kane olió el vino en su aliento; el color rubí que teñía su labio superior revelaba que acababa de tomarse una buena copa de tinto. Eso explicaba el aspecto ruborizado en un rostro normalmente duro.

Su expresión se suavizó al ver a Kane. Esperara a quien esperara, no encajaba con el aspecto actual de Kane.

Kane puso acento sureño. Lo utilizaba a menudo. De algún modo, el deje del sur aportaba credibilidad a cualquier cosa que dijera. Hacía que la gente confiara en él.

—Siento molestarle —dijo Kane—. Pasaba por aquí y he visto que tiene una rueda pinchada. Puede que ya lo sepa, pero he creído que mi deber como vecino era decírselo, de todos modos.

Kane se volvió. Se había cuidado de ocultar el rostro manteniendo la bufanda subida y la mirada baja. Y parecía estar funcionando.

—Ay…, pues gracias —dijo Wally—. ¿Qué rueda?

—Esa, se la enseñaré —respondió Kane.

Wally salió de su casa, siguió a Kane hacia la parte trasera de la furgoneta. Se puso en cuclillas para mirar el neumático mientras Kane permanecía de pie a su lado. No había farolas cerca y la luz de la casa no alcanzaba el final del camino de entrada.

—Joder, algo lo ha rajado completamente —dijo Wally.

Palpó el agujero con los dedos. Parecía un corte recto hecho con algo duro y muy afilado. Empezó a levantarse, diciendo:

—Oiga, gracias por…

Pero se quedó helado. Tenía las rodillas flexionadas y los brazos alzados con las palmas hacia arriba. Estaba mirando la pistola de Kane. Este se aseguró de que no se perdiera un solo detalle apuntándole directamente a la cara.

Cuando Kane volvió a hablar, el meloso acento sureño había desaparecido como si nunca lo hubiera tenido. Su voz se volvió dura y plana.

—No hable. Ni se mueva. Cuando se lo diga, vamos a ir hasta mi coche. Le voy a hacer unas preguntas y, si las contesta, podrá volver a su casa. Si me da problemas o no contesta, tendré que hacerle una pregunta a su joven esposa.

Una nube pesada de aliento se formó delante del cañón de la pistola. Aterrado y con las piernas temblando, Wally no podía apartar los ojos de Kane. Buscaban su cara, oculta en la sombra. Kane imaginaba que la luz que parecía salir de sus ojos sería visible para el hombre, y que eso era lo único que podría ver: dos puntos gemelos de luz en la oscuridad.

—Levántese, vamos —dijo Kane—. ¿O voy a tener que hacerle esa pregunta a su mujer? Es muy sencilla. ¿Qué le destrozaría más? ¿Que le dispare a usted a la cara o que le clave un cuchillo en el ojo a su bebé?

El hombre se incorporó. Su nuez protuberante subía y bajaba al intentar tragarse el pánico. Kane hizo un gesto para que echara a andar. Wally obedeció.

—Gire a la derecha al final de la entrada, camine por la acera y deténgase delante de la puerta del copiloto del coche familiar. Voy cinco pasos por detrás de usted. Si echa a correr, morirá. Y su bebé también.

Anduvieron en silencio hasta el final de la calle. Kane empuñaba su arma bajo la chaqueta. No había nadie más en la calle. Hacía demasiado frío y era demasiado tarde para pasear. Wally giró a la derecha e hizo lo que le decía. Se detuvo ante la puerta del copiloto del coche de Kane.

—¿Qué quiere de mí? —dijo Wally, con el miedo resonando como un tambor en su pecho.

Kane abrió el vehículo y le dijo a Wally que se subiera despacio. Ambos se metieron en el coche al mismo tiempo, mientras Kane apuntaba a Wally al sentarse en el asiento del copiloto. Los dos cerraron sus puertas. Wally se quedó mirando hacia delante, temblando y respirando con dificultad.

—Deme su teléfono móvil —dijo Kane.

Wally bajó los ojos por un instante. Kane lo vio. Estaba mirando el arma que sostenía en la mano izquierda, cruzada sobre el estómago para apuntarle mientras arqueaba la espalda al meter la mano en el bolsillo de su pantalón.

—Despacio —dijo Kane.

Wally sacó un smartphone del bolsillo, pasó su mano por la pantalla, que se encendió; pero seguía temblando y el teléfono cayó al suelo. Se inclinó hacia delante. Las luces interiores del coche estaban apagadas, de modo que Kane solo veía la luz de la pantalla del teléfono en el suelo. Suficiente para notar la pernera del pantalón de Wally moviéndose. Kane se tensó y estiró la mano, pero fue demasiado tarde. Wally se incorporó bruscamente y le clavó una navaja automática en el lateral de la pierna derecha. Kane le agarró de la muñeca, mientras Wally intentaba mover la navaja para hacer salir la sangre. Pero le agarraba con demasiada fuerza y no pudo sacar la navaja.

Kane le golpeó en lo alto de la cabeza con el cañón de la pistola. Y luego otra vez con el mango sobre el plexo solar. Soltó la navaja. Kane se quedó mirando al hombre jadeando, tratando de respirar. La mayoría de los investigadores privados llevan algún arma de refuerzo y no se le había ocurrido registrarle antes de subir al coche. Le puso el cañón de la pistola junto a la sien y miró la navaja clavada en su pierna con indiferencia.

—Bueno, pues ya se me han estropeado los pantalones —dijo.

—¿Qué…, qué coño te pasa, tío? —preguntó Wally.

Tenía la mano sobre la parte superior de su cabeza y respiraba a bocanadas dolorosas, tratando de encontrarle sentido a todo aquello. Kane no había reaccionado al navajazo. Ni una mueca de dolor. Ni un grito. No había apretado la mandíbula. Solo un desinterés absoluto ante una herida profunda y grave.

—¿Te preguntas por qué no estoy gritando? Dame tu teléfono o te haré gritar de verdad —dijo Kane.

Esta vez, se inclinó hacia delante muy despacio, recogió el móvil y se lo dio. Kane bajó el arma. Wally le miró de reojo, con las manos delante de la cara, esperando a oír el disparo.

—Maldita sea, me ha costado mucho que estos pantalones me quedaran bien —dijo Kane—. No te preocupes, no voy a dispararte —continuó, mientras guardaba la pistola en su chaqueta—. Pero sí me voy a quedar con tu navaja. Toma, tú quédate con mi cuchillo.

El movimiento fue demasiado rápido para que Wally lo viera venir. Se quedó con una expresión de terror, como si estuviera esperando un ataque. La sangre empezó a manar a borbotones por el agujero que le había hecho en el cráneo con el cuchillo. Kane encendió el motor, agachó la cabeza de Wally bajo el salpicadero y arrancó. Encendió las luces de cruce. La luz del salpicadero se encendió lanzando un rubor anaranjado sobre el filo ensartado en su pierna. No quería sacarse la navaja, por si se desangraba. Necesitaba un lugar tranquilo para recomponerse y deshacerse del cuerpo de Wally.

Quince minutos después había encontrado una zona comercial. Patios de transporte, fábricas y garajes. Todos ellos cerrados de noche, algunos desde hacía años. Kane entró en un aparcamiento abierto junto a una fábrica abandonada y condujo hasta una valla metálica al fondo. Ni una farola ni cámaras de seguridad. Se bajó del coche y cambió la matrícula. Normalmente podía hacerlo sin problema en cinco minutos. Esta vez, no. Le costaba arrodillarse con el cuchillo clavado en el muslo y no tenía fuerza en esa pierna. Limpió las huellas del teléfono de Wally y lo soltó sobre la gravilla. Sacó a rastras el cadáver del coche y lo soltó junto a su teléfono. Llevaba un bidón de gasolina en el maletero. Roció el cuerpo y el teléfono, luego prendió la gasolina y se quedó observando unos minutos. Miró a su alrededor y vio que no había ni un alma ni rastro de nada hasta el río. Un cuerpo podría yacer allí durante una semana o más sin ser descubierto. Y cuando la policía lo encontrara, tardarían al menos otra semana en identificarlo por los registros dentales. Tiempo más que suficiente para que Kane completara su trabajo.

¿Llegaría a descubrir la policía que Wally debía prestar servicio como jurado? Tal vez. Cuando no apareciera al día siguiente, le pondrían en una lista para recibir una citación para acudir al juzgado a explicar por qué no se había presentado para ejercer como tal. Todo eso tardaría al menos unos días, quizá más.

Una hora más tarde, Kane aparcó en su plaza en el aparcamiento frente a Carp Law. Esperó unos minutos a que se apagaran los sensores de movimiento, dejando la planta a oscuras. Primero cogió un maletín de primeros auxilios del asiento trasero y lo abrió. Con unas tijeras afiladas, se cortó el pantalón, revelando la cuchilla clavada en su muslo hasta el mango. Ver una herida seria en su cuerpo siempre le producía curiosidad. No sentía nada, pero sabía que probablemente tendría dañada la musculatura profunda. Al cambiar la matrícula había cojeado, pero no sabía si era solo porque seguía con la navaja clavada. Lo bueno era que sabía que no se había dañado ninguna arteria importante; de lo contrario, se habría desangrado antes de llegar a Manhattan.

Sabía que tenía que actuar deprisa. El motor seguía encendido. Kane apagó las luces y apretó el mechero del salpicadero.

Con las gasas y las vendas preparadas, se sacó la navaja. Taponó la sangre con las vendas. Era un flujo constante de sangre. Buena noticia. De haber salido en chorros rítmicos, al son del latido del corazón, tendría que ir al hospital. Y eso levantaría sospechas.

El mechero saltó.

Cualquier persona normal se habría retorcido, habría gritado y habría apretado la mandíbula de la agonía antes de desmayarse ante lo que Kane estaba haciendo. Sin embargo, él solo tuvo que concentrarse y asegurarse de no soltar el mechero al presionarlo sobre la herida. Lo mantuvo ahí. Una vez que dejó de sangrar, devolvió el mechero a su sitio y enhebró una aguja. Se manejaba como un experto. No era la primera vez que se había cosido. La sensación era la misma: como un pellizco muy fuerte en la piel, aunque no desagradable. Se vendó la herida con abundantes gasas y esparadrapo. Bajó del coche, cosa que hizo que se encendieran las luces. Sosteniendo la chaqueta sobre la pierna, se subió a su segundo vehículo, se quitó los pantalones ensangrentados y rotos, y se puso unos vaqueros negros que llevaba bajo el asiento del copiloto junto con una sudadera y una gorra de los Knicks.

Cuando llegó a su apartamento, estaba cansado. Se desvistió lentamente delante del espejo, examinándose la pierna. No había mucha sangre. Con algo de suerte, para el día siguiente ya habría dejado de sangrar.

Le esperaba un día importante.

Martes

16

La cafetería Hot and Crusty, en la esquina de la calle 88 Oeste con Broadway, servía buen café y mejores tortitas. Mi coche seguía en el depósito municipal de vehículos, de modo que había tomado el metro temprano para evitar la hora punta. Eso me dejó algo de tiempo para desayunar. Me comí una montaña de tortitas con beicon crujiente a un lado y dos tazas de café mientras esperaba a Harper. Las ocho y cuarto. Y ya había una fila de obreros, empleados de oficina y turistas esperando sus bagels para desayunar.

Vi a Holten antes que a Harper. Entró por la puerta, me vio y, solo cuando estaba a medio camino de mi mesa, Harper apareció tras él. Y no porque ella fuera menuda. Podrías poner a Holten delante de un Buick de 1952 y no ver el coche. Harper era un poco más baja de la media, delgada y atlética, con el pelo recogido en una coleta. Llevaba vaqueros, botas con cordones y una chaqueta de cuero abrochada hasta el cuello. Holten lucía el mismo traje y venía con el mismo maletín, encadenado a la muñeca.

—Tengo cambio de turno a las nueve y media. Yanni debería llegar antes de esa hora. Él cuidará del portátil hasta que yo vuelva de guardia esta noche —dijo Holten.

—Y buenos días para ti también —repliqué.

—No le culpes, Eddie. Ha dormido en mi sofá. Tú también estarías de mal humor —dijo Harper.

—¿Quieres decir que duerme de verdad? Creía que simplemente se apagaba y se enchufaba a la toma de tierra para recargarse.

—Créeme —dijo Holten—. Si Rudy Carp lo viera factible, ya tendría un cable metido por el culo.

Holten se había soltado mucho. Supuse que la culpable era Harper. Los dos trabajaban en cuerpos de seguridad. Tenían mucho en común.

Harper se sentó frente a mí. Holten estaba a su lado. Ambos se pidieron un bagel y yo decidí que aún no había tomado suficiente café.

—Bueno, ¿tienes permiso del fiscal del distrito para nuestra pequeña misión exploradora? —dijo Harper.

—Sí. Hablé con un ayudante del fiscal y ha suavizado un poco las cosas con el Departamento de Policía. Ha habido tanto interés mediático que la casa se ha convertido en una especie de extraño santuario para fans. El comisario ha tenido que poner un turno extra para que haya un agente en la puerta las veinticuatro horas. Si no, habría gente por toda la casa, desmontándola para sacar suvenires y haciendo fotos para el Hollywood Reporter. El agente que está de guardia ya sabe que vamos para allá —dije.

Harper asintió y dio un golpecito con el codo a Holten, que le sonrió. Era evidente que Harper le molaba. Con aquella sonrisa bobalicona, parecía un chaval de instituto.

—Ya te dije que no tendríamos problemas para entrar. Deberías tener más fe —dijo ella.

Holten levantó las manos, admitiendo la derrota.

Había leído los expedientes del caso. Y Harper también. Los dos teníamos suficiente experiencia como para saber que, por muchas fotografías que viéramos de la escena del crimen, no había nada como ir al lugar. Necesitaba hacerme a la idea del sitio, de la geografía, de la distribución de la habitación. Además, quería asegurarme de que Rudy y la policía no habían pasado nada por alto.

—Bueno, ¿qué te parece el caso? —dije.

La expresión de Harper se ensombreció al instante. Sus ojos se desviaron hacia la mesa y se aclaró la garganta.

—Pongámoslo así: no estoy tan convencida como tú. Yo creo que nuestro cliente tiene que dar demasiadas explicaciones y todavía no ha dado ninguna —contestó.

—¿Crees que miente sobre los asesinatos?

En ese momento, llegó su desayuno. Nos quedamos en silencio hasta que la camarera no pudiera oírnos. Entonces, continuó:

—Miente sobre algo. Algo importante.

No hablamos mientras comían. No fue mucho tiempo. Prácticamente, Holten aspiró su bagel, y Harper comía como si estuviera llenándose el depósito de gasolina para un viaje duro. Ninguno de los dos saboreaba la comida. Mientras, yo bebí mi café esperando.

Harper se limpió los labios con una servilleta y se reclinó en el asiento. Tenía algo in mente.

—No puedo quitarme la mariposa de la cabeza —dijo.

—Ya, la huella de Bobby y los dos ADN. Rudy cree que la policía colocó la prueba de ADN para incriminarle. Puede que tenga razón.

Ella y Holten asintieron.

—Sí, lo que no sé es cómo metió la policía el ADN de Pena en el laboratorio. El tema es chungo. Pero lo que más me impactó fue la propia mariposa. Anoche intenté hacer una. Al parecer está de moda hacer papiroflexia con dólares. Hay tutoriales en YouTube. Estuve tres cuartos de hora intentándolo, mientras me tomaba un descanso de los expedientes. No fui capaz. Quienquiera que la hizo se tomó su tiempo. Y la hizo antes del asesinato. Jugar así con el cadáver es algo muy frío. Está mandando un mensaje.

—Ya lo había pensado. No sé cómo va a usar la mariposa el fiscal, pero supongo que dirá que demuestra que Bobby no mató a Carl y a Ariella en un ataque de celos. Como dices, es un acto frío. Demuestra intención… y premeditación —dije.

—Es muy raro. Casi un ritual. Como si tuviera más que ver con el asesino que con la víctima. Puede que esté leyendo demasiado entre líneas, pero llamé a un colega del FBI experto en ciencias del comportamiento. Va a comprobar la base de datos. El FBI guarda un registro de los asesinos ritualistas. Tienen un equipo que estudia patrones de comportamiento. Puede que se parezca al modus operandi de alguno —dijo Harper.

Holten contó varios billetes, extendiéndolos entre los dedos. Tenía el maletín con el ordenador sobre el regazo y la larga cadena tintineaba al mover el dinero.

—Rudy ya lo ha intentado. Nos puso a un equipo entero a rebuscar callejones sin salida durante varios días, para encontrar un modus operandi parecido. El FBI no quería hablar con nosotros, así que investigamos a través de artículos de periódico y contactos en la policía. No encontramos nada. Quizá tengas suerte con tu amigo —apuntó Holten.

La camarera se llevó los platos y dejó la cuenta.

—Pago yo —dije, dejando un montón de billetes.

Harper y Holten protestaron. Especialmente, Holten. Los expolicías seguían teniendo la costumbre de mantener las distancias con los bolsillos de los abogados defensores. Bueno, salvo cuando les tenían en nómina, aparentemente.

—Yo me encargo —dijo Holten, devolviendo a Harper su billete de veinte—. El desayuno corre por cuenta de Carp Law. Lo pasaré como gastos.

Recogió mi dinero, puso el suyo y me devolvió mis billetes. El dólar que dejó encima del montón sobre la mesa llamó mi atención. La cara de Washington estaba boca abajo. En el dorso del billete, el Gran Sello de Estados Unidos. Una pirámide con un ojo omnividente en lo alto; en el otro extremo del billete, un águila apostada sobre un escudo de barras y estrellas, con ramas de olivo en una garra y flechas en la otra. En ese instante, algo se puso en marcha en el fondo de mi mente. Pura intuición de que el billete hallado en la boca de Carl era clave en aquel maldito caso.

Los tres dimos la vuelta a la esquina y tomamos la calle 88 Oeste. Llegaba hasta el río, pero no hacía falta ir tan lejos. Pasamos por delante de una iglesia, un par de ferreterías y un hotel. Vimos la casa al otro lado de la calle. Era una brownstone de tres plantas, una de esas casas adosadas hechas de piedra arenisca roja, característica de la arquitectura neoyorquina de los siglos XIX y XX. Delante de la casa había un agente de uniforme tomándose un descanso, sentado en los escalones del porche. Era más pequeño que Holten, pero, aun así, corpulento y rapado, con el cuello grueso. En la calle habría una docena de personas. Todos iban de negro. Habían puesto camisetas, flores y fotos de Ariella sobre las verjas de la casa. Tenían sillas plegables e impermeables. Habían ido para pasar el día, probablemente todos los días. Había velas colocadas al pie de un árbol frente a la casa, así como un póster de Ariella a tamaño natural alrededor del tronco, atado con una cuerda y cinta adhesiva.

Al subir los escalones del porche, el policía se levantó, asintió y se llevó el dedo índice a los labios. Su mirada se desvió rápidamente por encima de mi hombro, luego me guiñó un ojo y dijo:

—Pasen, agentes.

Asentí. A la puerta, los fans lloraban por Ariella. No había visto ninguna camiseta o póster de Bobby. Si el policía les contase que nosotros lo representábamos, la cosa podía ponerse fea. El agente apartó la cinta que precintaba la escena del crimen y abrió la puerta un poco, lo justo para que pudiéramos pasar uno a uno. Se oyeron los pasos de los fans acercándose rápidamente hacia la entrada, tratando de ver algo del interior de la casa.

—Atrás —dijo el agente.

Entramos todos y el policía cerró la puerta detrás de sí.

—Maldita sea, estos chavales están locos —dijo.

Harper se acercó a él, con la mano extendida.

—Hola, soy Harper —dijo, sonriendo. Había sido policía federal durante mucho tiempo y sus vínculos con las fuerzas de seguridad aún eran fuertes.

El policía se metió las manos en los bolsillos del abrigo y le soltó:

—Apártate, puta. Que nadie toque nada. Dentro de media hora, les quiero fuera de aquí.

—Bienvenida al mundo de la defensa criminal, Harper —dije.

17

Esa mañana, antes de salir del apartamento, Kane levantó la lona que cubría la bañera. Se estiró para tirar del tapón y abrió la ducha. Al cabo de menos de un minuto, ya estaba aclarando huesos blancos y quebradizos. Reunió cuidadosamente todos los fragmentos óseos y los dientes, los envolvió en una toalla y los redujo a polvo a base de martillazos. Luego lo repartió en la caja del jabón en polvo y cerró la tapa. La bala se la metió en el bolsillo. La tiraría al río o a alguna alcantarilla en cuanto saliera a la calle. Trabajo hecho. Se dio una ducha, se cambió el vendaje de la pierna, se vistió y se aplicó el maquillaje, comprobó que el hielo había bajado bastante la inflamación de su cara, se enfundó el abrigo y salió a la calle.

Poco después, se unió a la larga cola ante el control de seguridad a la entrada del edificio de Juzgados de lo Penal de Center Street. Había dos filas. Toda la gente de la cola en la que estaba Kane llevaba una carta con una etiqueta roja en la parte superior, advirtiendo que tenían que presentarse para servir como jurado.

Ambas filas avanzaban deprisa y Kane no tardó en ponerse a refugio del frío. A pesar de la herida de la pierna, no cojeaba. Como no sentía dolor, su forma de caminar no cambiaba. Le registraron y tuvo que pasar la chaqueta por el escáner. Ese día no llevaba su bolsa. Ni ningún arma. Era demasiado arriesgado. Después de pasar el control, le indicaron que se dirigiese hacia una fila de ascensores y que se presentara ante el oficial del juzgado que estaría esperándole en la planta correspondiente. Los ascensores llenos siempre le ponían nervioso. La gente olía mal. Loción de afeitado, desodorante, tabaco y olor corporal. Bajó la cabeza, hundiendo la nariz en su gruesa bufanda.

Notó una sensación excitante en el estómago e intentó reprimirla.

Las puertas del ascensor se abrieron y pudo ver un pasillo de azulejos de mármol de color claro. Kane siguió a la multitud hacia una oficial de cara redonda que esperaba tras un mostrador. Esperó su turno, adoptando una pose de apacible desconcierto. Comprobó la citación y su documento de identificación. Miró a su alrededor, tamborileando los dedos sobre la hebilla de su cinturón. La oficial del juzgado mandó a la mujer que iba delante de Kane a una antesala grande a la derecha del mostrador de la recepción. Empezó a sentir un hormigueo de electricidad en el cuello. Como si alguien le estuviera poniendo una bombilla caliente cerca de la piel. Esas deliciosas sensaciones de nerviosismo eran un regalo para él. Le encantaban.

—Citación y documento de identidad, caballero —dijo la oficial. Llevaba un pintalabios rojo, que había teñido un poco sus dientes incisivos.

Kane le mostró su carné y la citación. Miró por encima del hombro de la oficial, hacia la sala que había detrás, a la derecha. Ella escaneó el código de barras de la citación, miró el carné, luego a Kane, le devolvió los papeles y dijo:

—Pase y siéntese. El vídeo de presentación empezará en breve. Siguiente…

Kane cogió el carné y se lo volvió a meter en la cartera. No era suyo. Era el documento de conducir del estado de Nueva York del hombre que había desaparecido en su propia bañera el día antes. Kane reprimió el instinto de levantar el puño en un gesto triunfal. No siempre era fácil pasar un control de identificación. Había elegido bien a la víctima. Algunas veces, a pesar del látex, el tinte de pelo y el maquillaje, no conseguía parecerse lo suficiente a la víctima. Algo así había ocurrido en Carolina del Norte. La foto y el documento de identidad tenían más de diez años. La propia víctima ni siquiera se parecía a la foto de su carné. En aquella ocasión, el oficial del juzgado se quedó mirando a Kane y el carné de conducir durante un par de minutos eternos, incluso llamó al supervisor antes de dejarle pasar. Afortunadamente, hoy Nueva York le sonreía.

La antesala parecía desangelada. Aún se veían manchas de nicotina en el techo, de la época en la que los candidatos a jurado podían fumar mientras aguardaban su destino. En la sala, Kane se unió a cerca de una veintena de jurados potenciales. Cada uno ocupaba una silla con una mesa de brazo plegable. Otro oficial se le acercó y le entregó dos hojas de papel. Una era un cuestionario; la otra, una hoja informativa: «PREGUNTAS FRECUENTES SOBRE EL SERVICIO DE JURADO».

Frente a las sillas había dos pantallas de setenta y cinco pulgadas montadas sobre la pared. Kane rellenó el cuestionario, quizá demasiado deprisa. Al mirar a su alrededor, vio a los demás mordisqueando la tapa de sus bolígrafos, pensando en las respuestas. El cuestionario estaba diseñado para eliminar a cualquier jurado que conociera a los testigos o figuras destacadas en el juicio. También incluía preguntas genéricas pensadas para detectar algún tipo de parcialidad. Ninguna de ellas representaba un problema para él: tenía mucha práctica fingiendo neutralidad sobre el papel.

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