13

13


13

Página 20 de 26

—No lo sé. Pryor tiene muchas pruebas sólidas para enseñar al jurado hoy. Nos ayudaría que Bobby recordase dónde demonios estuvo la noche de los asesinatos.

—¿De verdad no lo sabe? —dijo Harper.

—Dice que estaba borracho y que no se acuerda.

—Seguro que alguien le reconocería si estaba por ahí en un bar… —apuntó Delaney.

—Supongo que sí. Pero vi el vídeo de la cámara de seguridad. Llevaba ropa oscura, una gorra de béisbol y capucha. Muchos famosos consiguen ir por una ciudad como Nueva York cubriéndose solo la…

Las palabras se me atascaron en la garganta. Delaney había tocado nervio. Bobby debería haber sido reconocido. Ahí estaba.

—Delaney, ¿tienes una lista de los técnicos de la Científica en este edificio? —pregunté.

—Puedo conseguirla. ¿Por?

—A los dos nos interesa que Bobby salga libre. Necesito tu ayuda —dije.

Al principio, reaccionó con recelo. Se cruzó de brazos y se quedó inmóvil.

—Mientras no sea ilegal, quizá podamos echarte una mano —dijo.

—Ah, bueno, pues puede que haya un problema con eso. —Se quedó mirándome. Sonreí y añadí—: Técnicamente, solo es ilegal si nos cogen.

5

1

El oficial de vigilancia llevaba casi veinte minutos aporreando la puerta. Eran las siete y media. En el pasillo, el olor a verdura pasada se había convertido en olor a huevos cocidos. La mayoría del jurado ya estaba abajo. Kane, el oficial, Betsy y Rita seguían en el pasillo, llamando al ocupante de la habitación para que abriera la puerta.

—Maldita sea, ¿dónde está el mozo con la llave? —dijo el oficial.

Volvió a golpear la puerta, llamando.

En ese momento apareció el viejo mozo del hotel por la esquina del pasillo y le entregó la llave al oficial del juzgado.

—Te has tomado tu tiempo, ¿eh?

El mozo se encogió de hombros.

—Vamos a entrar —dijo Betsy.

Kane estaba completamente vestido, igual que los demás. Se había duchado, cambiado y maquillado para cubrir los hematomas de la cara causados por la fractura de nariz. Intentó disimular la emoción mientras veía al oficial meter la llave en la cerradura y abrir la puerta.

—¿Está despierto? Seguridad del juzgado —dijo el oficial entrando en la habitación.

Kane le dio un golpecito con el codo a Betsy para que se apartara y le siguió.

La habitación estaba impoluta. Había una bolsa de deporte sobre la cama. Las sábanas estaban deshechas, pero la cama a la derecha de Kane estaba vacía. El oficial se acercó hacia ella, gritando.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Betsy.

El oficial se volvió rápidamente. Kane también. Betsy y Rita gritaron. Estaban mirando el estrecho espacio entre la cama y la pared de la izquierda, la más cercana a la puerta. El oficial movió el somier de la cama, apartándola de la pared. Todos se quedaron mirando el cuerpo de Manuel Ortega. Tenía el cuello envuelto en una sábana. Estaba sentado, casi desplomado sobre el suelo. El otro extremo de la sábana estaba atado al poste de la cama. Daba la impresión de que se había estrangulado.

Kane se tambaleó hacia atrás, manteniendo a Betsy y a Rita en su campo de visión, cubriéndose la boca con la mano. Mientras ellas contemplaban horrorizadas el cadáver de Manuel de espaldas a él, Kane se quitó rápidamente la toalla de los hombros y cubrió la cerradura de la ventana. Con un rápido giro de muñeca cerró la ventana desde dentro. Ni una huella, ni rastro de ADN. Limpio. Volvió a echarse la toalla al hombro y dio varios pasos hacia delante.

Parecía un suicidio. El oficial ya estaba hablando por su radio, pidiendo ayuda policial. Manuel tenía los ojos abiertos de par en par y le sobresalían del cráneo, mirando hacia la moqueta beis.

Esa madrugada, Kane había llamado a su ventana. Al principio le sobresaltó, pero después le dejó entrar.

—¿Qué haces, tío? —susurró Manuel.

—Es la única manera de hablar en privado. Me preocupa mucho este caso. Creo que la policía está intentando inculpar a Solomon. Tenemos que asegurarnos de que salga libre. No creo para nada que matara a esa gente.

—Yo tampoco. ¿Cómo lo hacemos? —dijo Manuel.

Estuvieron discutiendo sobre cómo influir sobre el resto del jurado. Diez minutos después, Manuel fue al cuarto de baño. Kane le siguió, poniéndose los guantes. Le cogió por detrás, le metió un trapo en la boca y se la mantuvo tapada. Con el otro brazo, rodeó su tráquea. No tardó mucho en caer. Fue silencioso, rápido; para cuando le había estrangulado, ni siquiera había roto a sudar. Movió el cuerpo hacia el espacio que había entre la cama y la pared, ató un extremo de la sábana al poste de la cama y el otro a su cuello. Tensó bien los nudos.

Luego salió igual que había entrado. Lo único que no pudo hacer en ese momento fue cerrar la ventana con pestillo.

Ahora ya lo había hecho.

El oficial del juzgado en el pasillo, la puerta de la habitación cerrada y la ventana ahora también cerrada. Esa combinación llevaría a la policía de Nueva York a clasificarlo, de entrada, como un suicidio. No podía haber ocurrido de otro modo.

—Todo el mundo fuera —ordenó el oficial.

Kane, Betsy y Rita salieron de la habitación. Hicieron una piña en el pasillo. Kane rodeó a Rita con su brazo mientras lloraba. Betsy dijo:

—Tengo que salir de aquí. Esto es horrible. ¿Qué demonios está pasando?

Kane les sugirió con un tono de voz suave que bajaran al piso de abajo y se tomaran una copa para calmar los nervios. Y así, con el ruido de las sirenas de policía acercándose al Grady’s Inn, se llevó por el pasillo a las dos jurados, una de cada brazo.

Bajaron las escaleras hacia el bar.

El jurado ya estaba limpio. El resto estaba abierto a su persuasión. Manuel era la última posibilidad de que absolvieran a Robert Solomon. Kane por fin tenía su jurado.

CARP LAW

Suite 421, Edificio Condé Nast. Times Square, 4. Nueva York, NY.

Comunicación abogado-cliente sujeta a secreto profesional

Estrictamente confidencial

Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Christopher Pellosi

Edad: 45

Diseñador de páginas web. Trabaja desde casa. Soltero. Divorciado. Alto consumo de alcohol los fines de semana (todo el consumo en casa). Poca vida social. Ambos padres viven en una residencia en Pensilvania. Mala situación económica. Perdió gran parte de su dinero en malas inversiones antes de la crisis. Interés en la comida y cocinar. Toma medicación suave para la depresión y la ansiedad.

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 32%

ARNOLD L. NOVOSELIC

5

2

Antes de que Pryor formulase la primera pregunta del día, pensé en todo lo que había sucedido aquella mañana.

Después de salir de la oficina del FBI, había llamado a Pryor para decirle que mi ayudante necesitaba entrar en la casa de Solomon. No puso objeción, aunque parecía realmente cabreado por teléfono.

—Al parecer, está usted de moda —dijo Pryor.

—He estado trabajando. No he visto las noticias —contesté.

—Es la noticia principal en todos los canales. Su foto sale en portada en el

New York Times. ¿Qué tal sienta? —me preguntó.

Eso era lo que le molestaba. Pryor quería los titulares.

—Como he dicho, no lo he visto. ¿Ha recibido mis correos electrónicos?

Confirmó que había recibido mi último descubrimiento. Creía que estaba dando palos de ciego intentando culpar del crimen a un asesino en serie.

Tal vez tuviera razón, pero era todo lo que tenía.

La jornada en el juzgado empezó en el despacho de Harry. Había otro jurado muerto. Manuel Ortega. La policía de Nueva York lo había clasificado como un suicidio. Ya se había comunicado a los familiares. Varios miembros del jurado habían visto el cadáver, pero se encontraban bien. Un oficial dedicado a la protección de víctimas había hablado con todos ellos y podían seguir con su cometido. Se había llamado a otra jurado suplente. Rachel Coffee. Tanto Pryor como yo accedimos a su nombramiento. Harry dijo que quería acabar el juicio antes de que perdiéramos más jurados.

—Este caso está maldito —dijo Harry—. Hemos de terminar con esto lo antes posible.

Bobby había pasado mala noche. No había dormido nada. Holten y un puñado de escoltas le llevaron al juzgado. Holten se sentó en la fila que había detrás de nuestra mesa. Se había pasado gran parte de la mañana con un brazo sobre los hombros de Bobby. Sosteniéndole. Susurrándole palabras de ánimo. Diciéndole que tenía el mejor equipo defensor del planeta.

Se lo agradecía. Estaba claro que a Harper le gustaba, y él era lo bastante listo como para ver que, por mucho ánimo que tuviera Bobby, se le estaba a punto de acabar. No le quedaba mucho en el depósito.

Bobby y yo nos sentamos en la mesa de la defensa. Le dije que Arnold vendría más tarde. Miró por encima de su hombro. Holten le sonrió, levantó el puño y dijo sin producir ningún sonido: «Aguanta».

—Todo va bien, Bobby. Creemos saber quién le hizo esto a Carl y a Ariella. Hoy se lo diré al jurado. Aguanta un poco —dije.

Bobby asintió. No podía hablar. Le veía tragándose el miedo. Al menos se había tomado la medicación y Holten se había asegurado de que le esperara un sándwich caliente para desayunar al subirse a la furgoneta para ir al juzgado. Había comido un poco.

Le serví agua. Me aseguré de que estuviera cómodo. Entonces le hice la pregunta. Era tóxica, arriesgada, pero no creía tener elección.

—Bobby, necesito saber dónde estabas la noche de los asesinatos. ¿Estás preparado para contar la verdad?

Se quedó mirándome, intentando mostrar algo de indignación. No funcionó.

—Estaba borracho. No me acuerdo —contestó.

—No te creo. Y eso significa que el jurado no te creerá —le repliqué.

—Ese es problema mío. Yo no maté a nadie, Eddie, ¿eso lo crees?

Asentí. Sin embargo, noté una náusea inundando mi estómago. No sería la primera vez que me equivocaba con un cliente.

—Si no me lo dices, podría abandonar el caso. Lo sabes, ¿verdad? —dije.

Asintió. No dijo nada. Nadie sería lo bastante estúpido como para perder a otro abogado en medio de un juicio por asesinato. Sin embargo, no decía nada. Le había presionado todo lo posible. No quería que se derrumbara. Por otra parte, seguía pensando que él no era el asesino. Fuera lo que fuera lo que estaba ocultando, podía estar más relacionado con su sentimiento de culpa que con los asesinatos. Si hubiera estado en casa, tal vez Ariella y Carl seguirían con vida.

Cuando entró Harry, toda la sala se puso en pie. Pidió que hicieran pasar al jurado y los observé atentamente mientras tomaban asiento. Buscaba dos cosas. La primera era el jurado alfa.

Entre las mujeres, había dos que destacaban como potencialmente dominantes: Rita Veste y Betsy Muller. De las dos, Betsy me parecía la candidata más probable. Aquella mañana, ambas parecían serias. Era evidente que habían estado llorando. Se veía en sus rostros. Las dos estaban sentadas a la defensiva. Betsy abrazaba el cuerpo con los brazos; Rita estaba de brazos y piernas cruzados.

Tal vez habían sido ellas quienes encontraron el cadáver de Manuel.

No había prestado mucha atención a los hombres, pero los observé detenidamente.

El chef, Terry Andrews, era el más alto de todos. No le veía como el alfa. Parecía poco interesado en el proceso. Incluso distraído. Un hombre que iba a lo suyo. Daniel Clay tenía algo metido entre los dientes y estaba intentando quitárselo con la lengua mientras contemplaba el proceso sin apenas interés.

James Johnson estaba charlando con Chris Pellosi. Tanto el traductor como el diseñador de páginas web tenían personalidades fuertes y podían considerarse candidatos a líder. El jurado de más edad era Bradley Summer, de sesenta y ocho años. Estaba mordiéndose las uñas y mirando al techo. Me pareció una buena señal. Estaba pensando. Tal vez no en el caso, pero al menos tenía una mente capaz de un análisis racional.

Eso me llevó al último hombre, Alex Wynn. El amante de la vida al aire libre y que tenía una colección de armas. El mismo al que Arnold había visto intentando disimular una expresión de odio. Wynn estaba erguido en su silla, con las manos sobre el regazo. Atento. Dispuesto a cumplir con su responsabilidad.

Él me parecía el alfa. Tendría que vigilarle atentamente.

Pryor había llamado a declarar a la forense, Sharon Morgan. Era una señora rubia que vestía un traje de chaqueta negro entallado. Rondaría los cincuenta, pero seguía teniendo aspecto juvenil. Lo más importante era que casi siempre acertaba de pleno con su testimonio. Había estado en la escena del crimen. Y ella había realizado las autopsias y encontrado el billete de dólar en la boca de Carl. Pryor repasó sus credenciales con el jurado. Luego pasó a las lesiones y las autopsias. La forense confirmó las causas de ambas muertes. Carl murió por una fractura craneal y lesiones cerebrales traumáticas.

—¿Y pudo determinar cuál fue la causa de la muerte de la mujer? —preguntó Pryor.

—Sí, las heridas de arma blanca en la región pectoral eran la causa evidente del traumatismo. Una de las heridas justo debajo de la mama izquierda le seccionó una vena importante. Su corazón siguió bombeando; esto creó un vacío. El aire entró en la vena y viajó rápidamente al corazón, cosa que creó un bloqueo de vapor que impidió el flujo sanguíneo y causó un fallo cardíaco grave. La muerte debió de producirse en cuestión de segundos —dijo Morgan.

—¿Explica esto que no hubiera lesiones defensivas en el cuerpo de la víctima? —preguntó Pryor.

Estaba dirigiendo a la testigo, pero no quise protestar. Pryor pretendía reparar algo del daño que le había hecho el día anterior intentando demostrar que las dos víctimas fueron asesinadas juntas en la cama.

Vi que Wynn asentía. La acusación estaba ganando puntos con Morgan. Pryor sacó una foto

post mortem del pecho de Ariella. Para alguien no instruido en la materia, parecían cinco disparos. Fisuras ovales en el pecho.

—Ha tenido tiempo para examinar el arma hallada en el domicilio del acusado. ¿Qué puede decirnos sobre el cuchillo en cuestión y las lesiones que sufrió Ariella Bloom?

—Las lesiones las produjo un cuchillo de un solo filo. No de doble filo. En este caso, la línea recta en la parte inferior de la herida indica que el arma era de un solo filo. El cuchillo que examiné encaja con la forma de la lesión. Un arma de doble filo habría producido una fisura en forma de rombo. El cuchillo también encaja con la profundidad de la herida.

Pryor se sentó. Yo tenía tres preguntas para la testigo.

Una dejaría mi teoría sobre dos ataques independientes fuera de toda duda. Las otras dos preguntas prepararían el terreno para mi discurso final y la implicación de Dollar Bill. Al revisar el caso la noche anterior, había encontrado más pruebas que relacionaban estos crímenes con Bill. Era el momento de empezar a revelarlo.

La forense esperaba mi primera pregunta pacientemente. No estaba dispuesta a verse arrastrada por ninguna teoría. Era una experta testificando en juicios. Y yo confiaba en ello.

—Doctora Morgan, ya ha declarado que había cinco heridas de arma blanca en el pecho de la víctima. Estaban separadas. Como puede ver en la imagen, hay una herida en el centro del pecho, entre las mamas; dos heridas paralelas bajo cada mama; y otras dos debajo de cada una de ellas a ambos lados del pecho. Vistas en conjunto, las cinco conforman las cinco puntas de una estrella, ¿correcto?

Morgan volvió a examinar la fotografía.

—Sí —dijo.

Cambié la imagen en la pantalla por una foto del billete de dólar encontrado en la boca de Carl.

—Usted sacó este billete de dólar de la boca de Carl Tozer. Cuando lo examinó, una vez fotografiado, había varias marcas sobre el sello en el dorso del billete. Una flecha, una hoja de olivo, ¿y qué otra marca había?

Bajó la mirada hacia la foto ampliada.

—Una estrella —contestó.

Dos mujeres del jurado, Betsy y Rita, se inclinaron hacia delante. Ahora dejaría que la idea diera juego a su imaginación.

—Una cosa más. Según ha descrito, la herida mortal en el cráneo de Carl Tozer fue provocada por un fuerte golpe. Cuando se produjo esta herida en el punto del impacto, debió de hacer un ruido bastante fuerte, ¿verdad?

—Casi con toda seguridad —respondió Morgan.

Volví a la mesa de la defensa. Me quedé mirando la foto de las víctimas tumbadas una al lado de la otra sobre la cama. No tenía pensado hacer más preguntas, pero algo que había estado rondando mi mente salió a la superficie de repente. La foto ocupaba toda la pantalla de mi ordenador. Ahí estaba. En ese momento no tendría sentido para el jurado. De hecho, los confundiría. Y a Pryor también. Pero decidí que valía la pena arriesgarme.

—Una cosa más, doctora Morgan —dije, y puse en la pantalla de la sala la foto de las víctimas en la cama.

—Ha declarado que la muerte debió de ser casi inmediata en ambos casos. Ariella Bloom tiene las manos a los lados del cuerpo y está tumbada boca arriba. Carl Tozer está de lado, mirando hacia Ariella, hecho un ovillo, casi en forma de cisne. ¿Es posible que el asesino colocara a las víctimas en esta posición inmediatamente después de morir?

Miró las fotografías.

—Sí, es posible —contestó.

—Viendo a las víctimas en esta imagen, el cuerpo de Carl Tozer tiene forma de cisne, ¿o podría ser un dos?

—Sí.

—¿Y Ariella el número uno?

—Posiblemente —dijo.

Lo sabía. Simplemente no lo había visto hasta ese momento. Dollar Bill tenía un juicio más que completar. Ariella Bloom, Carl Tozer y Bobby Solomon serían su duodécima estrella. Había colocado los cuerpos para que dibujaran el número doce.

Doce juicios. Doce personas inocentes. Tenía que parar los pies a aquel tipo antes de que hubiera una decimotercera.

Miré hacia el fondo de la sala. Había seis agentes del FBI. Delaney estaba en el centro. Negó con la cabeza. Nadie había intentado salir. Aún no. En ese momento, las puertas del juzgado se abrieron: Harper entró con un hombre menudo vestido con traje gris que se puso a hablar con Delaney. Harper se acercó hacia delante por el lado derecho de la sala y tomó asiento en la mesa de la defensa. Sacó unos papeles de su bolsa y los puso delante de mí.

—Tenías razón —me susurró.

5

3

Observó detenidamente la reacción del resto de los miembros del jurado. Se habían tragado el testimonio de la forense. Y con entusiasmo. Sin embargo, solo un par de ellos parecían interesados en lo que Flynn había dicho. Cuando habló del billete de dólar, Kane se puso tenso. Las marcas. Reprimió la emoción, impidiendo que se le viera en la cara.

Después de tantos años, ¿era posible que alguien hubiera descubierto su misión?

La postura de las víctimas. Flynn lo sabía. Había visto su huella en las muertes. En todos los asesinatos que había cometido, Kane se había resistido a colocarlas en posición. Pero aquel era especial. Bobby era una estrella. Kane había alcanzado la cima de sus habilidades y necesitaba un reto. Alguien intocable. Una estrella del cine.

«Ojalá ella no hubiera muerto tan deprisa», pensó Kane.

La primera puñalada la despertó; un segundo después, se apagó la luz de sus ojos. Su estrella. El cuchillo de Kane dibujó aquella estrella sobre su cuerpo. El trabajo necesitaba algo más, había sido demasiado rápido, demasiado fácil. Ella parecía serena, tumbada sobre la cama, con los brazos a ambos lados del cuerpo. Kane subió al hombre al piso de arriba. La bolsa que le había atado con fuerza alrededor del cuello formaba un sello para evitar que la sangre salpicara la casa, tal y como había dicho Flynn. Se la quitó una vez tumbado sobre la cama. Luego cogió el bate del recibidor, lo metió en la bolsa para mancharlo de sangre y lo arrojó en un rincón del dormitorio.

El doce era una marca importante. Dobló las piernas de Carl, modificando su postura para que dibujara el número dos. Evidentemente, la idea no se le ocurrió hasta después de matar a Ariella. Estaba a punto de completar su misión. Parte de él quería que alguien lo supiera. Que lo comprendiera. Vio a Flynn mirando a una mujer en el fondo de la sala. Y a otros tipos de pie.

El FBI.

Kane se relamió.

Por fin, había empezado la caza. Pero les quedaba un largo camino hasta encontrarle. El FBI estaba vigilando al público, no al jurado.

Miró su reloj. Respiró hondo para tranquilizarse.

A estas horas, ya habrían encontrado el cuerpo. El que les había dejado después de hacer una visita a Manuel.

Empezaba de nuevo, por última vez.

5

4

La siguiente jugada de Pryor era demostrar la culpabilidad de Bobby sobre la línea temporal expuesta por el fiscal. Llamó a declarar al vecino, Ken Eigerson. Tendría cuarenta y tantos años. Llevaba una chaqueta de traje cruzada que le disimulaba la tripa, así como un peinado que no lograba ocultar su calva. No está mal, uno de dos. Eigerson confirmó que trabajaba en Wall Street y que los jueves siempre llegaba a casa antes de las nueve. Su mujer hacía yoga extremo los jueves por la noche y tenía que estar en casa antes de esa hora porque la canguro, Connie, debía coger el autobús de las nueve para regresar a su casa.

—¿Qué fue lo que vio al bajarse del coche? —preguntó Pryor.

—Vi a Robert Solomon. Claramente. Cerré el coche con llave. Estaba caminando hacia mi casa cuando oí pasos a mi izquierda. Miré y estaba allí. Nunca había hablado con él. Le había visto una o dos veces, entrando y saliendo. Le saludé con la mano y dije: «Hola». Él me saludó. Eso fue todo. Entré en casa. Los niños estaban dormidos. Connie, la canguro, se marchó.

—¿Está seguro de que era él? —preguntó Pryor.

—Al cien por cien. Es famoso. Le he visto en una película.

—¿Y cómo puede estar seguro de que eran las nueve cuando llegó a su casa?

—Salí de mi despacho a las ocho y media. Cogí el coche. Cuando aparqué, miré el reloj del salpicadero. La semana anterior había llegado un poco tarde, a las nueve y diez, y Connie se había enfadado. Me dijo que había perdido su autobús y le di cinco dólares para que cogiera un taxi. ¿Sabe lo difícil que es encontrar una buena canguro? Así que ese día me aseguré de llegar a la hora. Y lo conseguí. Clavado.

—Por última vez, señor Eigerson. Esto es de gran importancia. Quiero que entienda la gravedad de lo que está diciendo. El acusado afirma que llegó a su casa a medianoche. O está mintiendo, o quien miente es usted. Si está mínimamente confuso acerca de cualquier detalle, ahora es el momento de decírselo al jurado. Así que se lo voy a preguntar de nuevo: ¿está seguro de que vio a Robert Solomon entrando en su casa a las nueve, la noche de los asesinatos? —preguntó Pryor.

Esta vez, Eigerson se volvió hacia el jurado, los miró directamente y dijo con tono firme:

—Estoy seguro. Le vi. Eran las nueve de la noche. Lo juro por la vida de mis hijos.

—Todo suyo —me dijo Pryor, satisfecho consigo mismo.

Dio la espalda al juez y al testigo, y volvió a la mesa de la acusación.

Me levanté deprisa, ignorando el dolor punzante en mi costado, cogí a Pryor del brazo antes de que llegara a su sitio:

—Espere aquí un momento, señor Pryor, si no le importa.

Pryor intentó volverse para mirar al juez, pero le apreté el brazo. Se detuvo y me miró, tensando la mandíbula. Antes de que pudiera protestar o zafarse de mí, apreté el gatillo.

—Señor Eigerson, lleva casi media hora hablando con el señor Pryor. Él estaba a unos tres metros de usted y siempre en su línea de visión. Dígame, ¿de qué color es la corbata que lleva el señor Pryor? —le pregunté.

Pryor chasqueó la lengua. No le dejé volverse. Estaba de espaldas al estrado.

—Roja, creo —dijo Eigerson.

Solté el brazo de Pryor. Entornó los ojos y se abotonó la chaqueta sobre la corbata rosa antes de sentarse en la mesa de la acusación.

—Ah —dijo Eigerson—. Creía que era roja. Me he equivocado.

—Barato. Muy barato —dijo Pryor.

Me volví hacia el fiscal y dije:

—No he preguntado cuánto le costó la corbata…, pero, si pagó más de un dólar y medio, le timaron.

Una carcajada recorrió la sala.

—Señor Eigerson, ¿durante cuánto tiempo vio a aquel hombre en su calle? ¿Dos, tres segundos?

—Sí, más o menos.

—¿A qué distancia estaba?

—A unos seis metros, puede que algo más —respondió.

—Entonces, ¿es posible que fueran diez metros?

Se quedó pensando.

—Quizá no tanto. Digamos que eran siete u ocho.

—¿Estaba oscuro?

—Sí —contestó Eigerson.

Ir a la siguiente página

Report Page