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Carl yacía sobre su costado derecho, desnudo, mirando hacia Ariella. Sus piernas estaban flexionadas por las rodillas y su torso doblado hacia delante. Desde ese ángulo, su cuerpo casi recordaba la forma de un cisne. No parecía tener ni una sola marca. Ninguna señal de puñaladas. Ningún hematoma. Parecía sereno. Como si simplemente se hubiera hecho un ovillo junto a ella para morir. Hasta que vi la foto de su espalda no comprendí cuál era la causa de la muerte. Tenía la parte posterior del cráneo hundido. Había poca sangre, una marca de color rojo oscuro bajo su cabeza. Pero, por la forma de la herida, se deducía que le habían matado de un solo golpe. Probablemente, eso explicara la posición de su cuerpo; las piernas dobladas casi en posición fetal; la cabeza, agachada por la fuerza del impacto.

Los abogados criminalistas y la policía están acostumbrados a ver la espantosa irreversibilidad de la vida, la violencia que escribimos sobre el cuerpo de los demás. Es la naturaleza humana. Si haces algo con mucha frecuencia, deja de tener el mismo significado, ya no tiene el mismo impacto que la primera vez.

Yo no me había acostumbrado a ver una muerte violenta. Y esperaba no hacerlo, porque esa parte de mí moriría para no volver nunca. Y la necesitaba. Agradecía ese dolor. Un hombre y una mujer habían sido arrancados de este mundo: todo cuanto tenían en la vida y todo aquello que iban a ser se había evaporado. Una palabra rondaba por mi cabeza. Inocentes. Inocentes. Inocentes. No habían hecho nada para merecer aquello.

¡Chas!

Miré mi mano y vi que había dejado de dar vueltas al lápiz. Lo estaba agarrando con tal fuerza que lo había partido en dos sin darme cuenta.

Independientemente de lo que implicara mi trabajo, tenía una obligación con Ariella y Carl. Quienquiera que les hubiera impuesto este infierno debía ser castigado. Si esa persona era Bobby, la ley debía ocuparse de ello. Sin embargo, viendo a las víctimas, mis dudas de que Bobby fuera capaz de tal cosa crecieron todavía más.

Entonces me acordé. En el fondo, todos somos capaces de hacerlo.

Las causas de la muerte, por lo que había visto, no encajaban exactamente con lo que decían los medios. En los periódicos y en la televisión se afirmaba que ambas víctimas habían sido descuartizadas en una especie de ataque de celos frenético. Eso no era lo que mostraban las fotos. Tampoco había heridas de arma blanca en Carl. Pasé a otra serie de fotos y encontré un primer plano de un bate de béisbol en el suelo del dormitorio. El extremo superior parecía ser el causante de la herida en la cabeza de Carl.

Al repasarlo en mi mente, lo que acababa de ver no terminaba de encajar. El asesino tenía acceso a la casa. Se coló o entró directamente con las llaves, subió al dormitorio y encontró a Ariella y a Carl en la cama. Carl sería la primera víctima. Tenía sentido librarse primero de la principal amenaza. Golpear un cráneo con un bate de madera con suficiente fuerza como para romperlo haría ruido. Mucho ruido. No habría manera de silenciar el golpe. Sin embargo, Ariella no tenía heridas de haberse defendido. Ni cortes ni hematomas en brazos o manos. Parecía como si la primera o la segunda puñalada hubieran sido mortales. O al menos lo bastante graves como para dejarla inmóvil.

Había algo en aquella escena que no cuadraba.

Me quedaban dos series de fotos más para acabar. Una de ellas era de Bobby Solomon. Iba vestido con una sudadera roja con capucha, camiseta blanca y pantalones de chándal negros. Las mangas de la sudadera estaban manchadas de sangre. Sus manos también. No había sangre en ningún otro sitio.

Las últimas fotos me preocuparon. Se habían tomado en la morgue. Carl Tozer yacía desnudo sobre la mesa de acero. Por primera vez, vi un fino hematoma de siete u ocho centímetros atravesando su garganta. Como si le hubiesen golpeado con una fina barra de metal, o como si le hubieran puesto algo alrededor del cuello y luego hubieran tirado con fuerza. Pero eso no fue lo que me inquietó. El hematoma no le había causado la muerte y podía ser simplemente lividez

post mortem, sangre acumulada en la grasa alrededor de su cuello a medida que el corazón dejó de bombear.

No, lo que me preocupó fue la siguiente serie de imágenes. Primeros planos de su boca.

Tenía algo bajo la lengua.

El fotógrafo había pasado a vídeo para capturar este último giro. Le di al

play. Observé unas pinzas largas de metal introduciéndose en la boca de Carl. Al salir, sostenían algo entre los extremos, algo que no pude reconocer en un principio. Fuera lo que fuera, lo dejaron en una placa de Petri. Con otras pinzas empezaron a tocarlo. Parecía una nota, doblada por la mitad con un pequeño cono pegado. El cono parecía del mismo tamaño que la tapa de un bolígrafo. Valiéndose de dos pinzas, desdoblaron la nota mientras la cámara se acercaba más.

Aquello no había salido en los periódicos. Ni de broma.

No era una nota, sino un billete. Un billete de dólar, doblado muchas muchas veces. En el dorso, el Gran Sello de Estados Unidos. En cada esquina, un número «1» detrás de la palabra «ONE». Y todo ello, sobre lo que parecería ser una tela de araña. El billete había sido doblado de tal forma que cada esquina parecía un dibujo o una marca sobre un ala. Cuatro alas que se desdoblaban desde la forma cónica central. El cono era la única doblez intrincada en el centro del billete. Lo habían hecho para simular un tórax, y debajo, un abdomen. A ambos lados del tórax, se abría un ala delantera y un ala trasera.

El asesino había doblado un billete de dólar en forma de mariposa y lo había introducido en la boca de Carl Tozer.

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Después de abortar su intento de hacerse con el maletín, Kane dio una vuelta a la manzana. Cuando volvió a su coche, ya respiraba con normalidad. No le pesaban las manos. El pulso había dejado de palpitarle en las yemas de los dedos. Arrojó la mochila en el asiento del copiloto y esperó.

Pasaron veinte minutos antes de ver al hombre trajeado salir del apartamento de Flynn. Kane le vio subirse a su descapotable y marcharse. Volvía a notar el pulso en los dedos y, de repente, fue muy consciente del arma que llevaba en el bolsillo de su chaqueta. Solo el escolta y Flynn. Ahora, el escolta estaría atento. En el último momento había decidido no sacarles la pistola en la calle. Había esperado demasiado para desenfundar y el guardaespaldas se le había adelantado. Al final, había sacado su móvil para pedir indicaciones. «Bien hecho», pensó Kane. Aquel tipo le habría disparado primero.

Pensar en el portátil dentro del apartamento de Flynn le hacía tensar la mandíbula. Volvió a mirar hacia el edificio. No había ningún indicio de qué tipo de cámaras de seguridad tenían en el interior ni de cuántos ocupantes había. Tal vez hubiera un portero tras un mostrador.

El motor arrancó a trompicones, luchando contra la baja temperatura. Kane metió la marcha y salió lentamente de la calle 46 Oeste.

Otra vez sería. Cuando estuviera listo. Kane se prometió a sí mismo que volvería.

Por ahora, tenía otras cosas que hacer.

Condujo hacia el este, en dirección al río. Bajó toda la calle 46 hasta la Segunda Avenida y luego cogió la autopista FDR. El tráfico seguía siendo denso y avanzaba despacio. Kane no era neoyorquino de nacimiento. En absoluto. Sin embargo, apenas consultaba el navegador. Manhattan se trazó sobre una cuadrícula. Cuando uno llega a Manhattan por primera vez, solo hacen falta cinco minutos con un mapa para saber moverse. En un mapa, la isla parecía una placa base. Solo necesitaba energía para funcionar. Para Kane, la electricidad necesaria para que la placa base urbana funcionara no era la gente, los habitantes de Manhattan. Tampoco eran los coches. Ni los trenes.

Era el dinero.

Manhattan funcionaba con billetes verdes.

Parado en un atasco, miró su reflejo en el retrovisor. Tenía la nariz bastante inflamada. Tal vez demasiado. Hacía que el resto de su cara pareciera muy hinchada. Se dijo a sí mismo que al llegar a casa debía recordar ponerse hielo para bajar un poco la hinchazón. También tendría que usar más maquillaje. Los hematomas empezaban a verse a través de la fina capa de piel.

Cualquier otra persona estaría agonizando de dolor. Pero no Kane. Él era especial. Eso es lo que le decía su madre.

No conocía su propio cuerpo. Había una distancia entre ellos.

Cuando tenía ocho años, descubrió que no era como los demás. Una caída de un manzano en el jardín. Una mala caída. Trepó hasta muy arriba y cayó al suelo desde las ramas más altas del árbol. No lloró en el suelo. Nunca lloraba. Después de unos instantes, se levantó y empezó a trepar de nuevo el árbol, cuando notó que no podía agarrar la rama con la mano izquierda. Su muñeca estaba hinchada. No era normal, así que fue hacia la cocina y le preguntó a su madre por qué tenía un aspecto tan raro. Para cuando entró en la casa, su tamaño se había triplicado y parecía como si alguien le hubiese metido una bola de pimpón bajo la piel. Kane todavía recordaba cómo se retorció el rostro de su madre al ver la muñeca. Llamó a una ambulancia. Finalmente, cansada de esperar, le envolvió la muñeca entre dos bolsas de guisantes congelados, le metió en el viejo coche y se lo llevó a urgencias.

Su madre nunca había conducido tan deprisa.

Kane recordaba aquel trayecto con toda precisión. Los Rolling Stones sonaban en la radio y la cara de su madre brillaba por las lágrimas. El pánico hacía que su voz sonara aguda y descontrolada.

—No pasa nada, no pasa nada. No te asustes. Vamos a ponerte bien. ¿Te duele, cariño? —le preguntó.

—No —contestó Kane.

Una vez en el hospital, la radiografía confirmó que tenía varias fracturas. Era necesario manipularle antes de ponerle una escayola. El médico les explicó la urgencia y dijo que harían todo lo posible para aliviar el dolor del procedimiento con gas y aire. El pequeño Joshua no quiso inhalar del tubo aquella cosa que olía tan raro y se arrancó la máscara más de una vez.

No gritó durante todo el proceso. Se quedó completamente quieto y escuchó anonadado el chasquido de sus huesos rotos mientras el médico tiraba y empujaba su muñeca. Una enfermera le puso en la camiseta una pegatina que decía que era un paciente valiente. Él le dijo que no necesitaba medicinas. Que estaba bien.

En un principio, el personal médico lo atribuyó al

shock, pero la madre de Kane sabía que había algo más. Aquello era distinto. Insistió al hospital para que le hicieran pruebas a su hijo. Aún en aquel momento, Kane no sabía de dónde sacó su madre el dinero para costearlas. Al comienzo, los médicos pensaban que algo no iba bien en su cerebro. No lloró cuando le pincharon la piel con agujas. Oyó la palabra «tumor», pero no sabía qué significaba. Pronto descartaron un tumor cerebral. Eso alegró a su madre, pero aún estaba preocupada y quedaban más pruebas por hacer.

Un año más tarde, le diagnosticaron una enfermedad genética rara llamada «analgesia congénita». Los receptores de dolor de su cerebro no funcionaban. El pequeño Joshua Kane nunca había sentido dolor, ni lo sentiría. Kane recordaba el momento en que su madre recibió la noticia en la consulta del médico, con una mezcla de felicidad y miedo. Felicidad porque su hijo nunca conocería el dolor físico, pero, aun así, miedo. Todavía podía ver a su madre sentada en la silla de la consulta del médico, mirándole. Llevaba el mismo vestido azul que el día de la caída del árbol. Tenía la misma mirada temerosa encendida en los ojos.

Y Kane saboreó cada segundo.

Sonó un claxon detrás, urgiéndole a avanzar y devolviendo sus pensamientos al presente. Una hora después, estaba en Brooklyn. Apagó el motor, se bajó del coche y mandó un mensaje con su ubicación a su contacto.

En cuanto hubiera una llamada a la Policía de Nueva York, Kane recibiría un aviso rápido.

Pasó por delante de filas y filas de idénticas casas suburbanas de clase media de tres plantas. El apartamento estaba en el primer piso, encima del garaje. El óxido de las verjas circundantes estaba oculto bajo pintura recién aplicada. Llegó a la casa de un tal Wally Cook.

El rostro de Wally había sido destacado más veces que ningún otro en el tablón de Carp Law como principal elegido para el jurado. Era un liberal convencido, donaba beneficios de su negocio de investigador privado a la ACLU (Unión Estadounidense de Libertades Civiles) y los fines de semana entrenaba a un equipo de béisbol de chavales.

Kane no podía confiar en que el fiscal objetara nada a la inclusión de Wally en el jurado. Y era demasiado peligroso dejarle en la lista. Además, ocupaba un sitio que le permitiría a él entrar en la lista de elegibles de la defensa.

En el camino de entrada a la casa de Wally había aparcados un coche y una furgoneta. La luz brillaba a través de la ventana del primer piso. Una mujer de treinta y pocos años, de pelo largo y moreno caminaba por la habitación con un bebé en brazos. Wally se acercó a ellos, besó a la mujer y desapareció. Kane sacó su cuchillo fileteador y fue hacia la puerta de entrada.

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Repasé el resto de los archivos del caso Solomon en menos de dos horas; la mayoría los revisé fácilmente de una sola hojeada. Eran declaraciones rudimentarias de agentes confirmando la cadena de custodia, extensos informes de la Policía Científica, declaraciones de testigos. Había varias pruebas clave.

La llamada de emergencia al 911 de Bobby Solomon a las 00:03. Tenía la transcripción y una grabación en audio. Bobby parecía cegado por el pánico, atragantándose con las lágrimas, la rabia, el miedo y su inmensa pérdida. Estaba todo ahí, en su voz.

Operadora: Emergencias, ¿con quién le conecto: bomberos, policía o ambulancia?

Solomon: Ayuda… ¡Por Dios!… Estoy en el 275 de la calle 88 Oeste. Mi mujer… Creo que está muerta. Alguien… ¡Ay, Dios!… Alguien los ha matado.

Operadora: Voy a mandar a la policía y una ambulancia. Cálmese, señor. ¿Está usted en peligro?

Solomon: No… No lo sé.

Operadora: ¿Está usted en el inmueble ahora mismo?

Solomon: Sí… Eh…, acabo de encontrarlos. Están en el dormitorio. Muertos.

[Sonido de lloro.]

Operadora: ¿Oiga? ¿Señor? Respire, necesito que me diga si hay alguien más en el inmueble ahora mismo.

[Ruido de cristales rompiéndose y alguien tropezando.]

Solomon: Estoy aquí. Ah, no he revisado la casa… Mierda… Por favor, manden una ambulancia ahora mismo. No respira…

[Solomon suelta el teléfono.]

Operadora: ¿Oiga? Por favor, coja el teléfono. ¿Oiga? ¿Oiga?

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Bobby le dijo a la policía que había estado bebiendo toda la tarde. También había tomado pastillas. No recordaba dónde había estado, pero sí que fue a varios bares: se encontró con diversas personas, pero tampoco recordaba sus nombres. Cogió un taxi a la puerta de una discoteca y llegó a casa justo después de la medianoche. La luz del recibidor estaba apagada. Carl no estaba en la cocina ni en el salón. Subió a buscarle al piso de arriba. Vio que la puerta de Ariella estaba abierta y que había una lámpara encendida. Entró y se los encontró a los dos muertos.

En un principio, la llamada y la versión de Solomon parecían totalmente plausibles. Bobby tenía antecedentes por faltas leves por embriaguez y era habitual que se acordara… o recordara poco de lo que había hecho bajo los efectos del alcohol.

Como coartada, era mala. Pero no había motivo para dudar de su versión.

Hasta que leí la declaración de Ken Eigerson. Vivía en el número 277 de la calle 88 Oeste. Tenía cuarenta y cinco años y era gerente de un fondo de cobertura. Eigerson declaró que aquel día llegó a su casa a las nueve de la noche y le dijo «hola» a su famoso vecino, Bobby Solomon. Le vio subir los escalones que conducían a su casa. Recordaba la hora con exactitud porque los jueves su mujer siempre trabajaba hasta tarde y la canguro se iba a las nueve. Connie Brewkowsi, la

au pair de veintitrés años de los Eigerson, confirmó que se marchó de la casa cuando este regresó: a las nueve.

Estaba pensando en posibles formas de dar la vuelta a todo aquello. Algún punto de ataque. Y entonces pensé en el vídeo. Grabaciones de las cámaras de seguridad en el exterior del inmueble. Con fecha y hora de la noche del crimen. Y a las nueve de la noche aparecía Solomon entrando en la propiedad.

La cámara se activaba por un sensor de movimiento. No había nada más grabado hasta que los policías aparecieron a las doce y diez.

Ninguna grabación que mostrase a Bobby llegando a casa cuando afirmaba haberlo hecho, a medianoche. La Policía de Nueva York halló a Ariella y a Carl muertos cuando Bobby les dejó entrar, a las doce y diez.

¿Conclusión? Bobby Solomon mintió sobre la hora a la que llegó a casa.

La Policía Científica sellaría el destino de Bobby. Su sangre sobre el bate de béisbol y sus huellas en la empuñadura. La sangre de Ariella sobre la ropa de Bobby. Y la guinda del pastel: el billete de dólar en forma de mariposa en la boca de Carl con las huellas de Bobby y con su ADN. Bobby le dijo a la policía que jamás había visto aquel billete y que, desde luego, no lo dobló ni lo metió en la boca de Carl.

Game over.

Rudy contestó a mi llamada inmediatamente.

—La cagó —dije.

—Estoy de acuerdo —respondió Rudy—, pero no estás indagando lo suficiente. La Policía Científica incriminó a Bobby colocando su ADN ahí.

—¿Qué te hace estar tan seguro? —pregunté.

—Las pruebas que hicieron demostraron que había más de un perfil de ADN.

—Dame un segundo —dije, y abrí la carpeta de la Científica.

En efecto: había un informe que identificaba los perfiles de ADN encontrados en el dólar. Estaban clasificados como «A» y «B». El perfil «A» era el ADN de Bobby. El perfil «B» encajaba con un perfil existente en la base de datos de un hombre llamado Richard Pena.

—Espera, Rudy. Lo normal es que haya más de un rastro de ADN en cualquier billete en circulación. Lo que me sorprende es que no encontraran veinte perfiles distintos. Eso no significa que la policía intentara incriminar a Bobby.

—Sí. El cotejo del perfil de Richard Pena demuestra que hubo contaminación de ADN en el laboratorio —dijo Rudy.

—¿Cómo?

—Hemos descubierto algo en los antecedentes de Richard Pena. La Policía Científica tenía su ficha muy enterrada. Era un asesino en serie que estuvo en la cárcel. Entre 1998 y 1999, mató a cuatro mujeres en Carolina del Norte. La prensa le llamaba «el Estrangulador de Chapel Hill». Le cogieron, le condenaron y, después de rechazar las apelaciones, le ejecutaron de manera fulminante en 2001.

Sin esperar a que dijera nada más, saqué una foto que habían hecho del dólar desdoblado. La primera imagen que apareció era del dorso del billete. Noté que estaba ligeramente decolorado alrededor de la imagen del águila americana, como si se hubiera rozado con un bolígrafo, tal vez al estar suelto en un bolsillo. No le presté demasiada atención: quería ver el otro lado del dólar. Volví a apretar el sensor. Esta vez sí que apareció lo que estaba buscando. En la cara del billete, a la derecha de George Washington, había un número de serie. Solo se crea un número de serie nuevo en tres circunstancias. La primera es cuando se emite un nuevo diseño de billete. Los otros motivos para sacar una serie nueva también están relacionados con cambios en los billetes. Cada billete tiene dos firmas, una a cada lado de la imagen de George Washington. La primera es la firma del tesorero de Estados Unidos; la otra, del secretario del Tesoro. Las firmas en el billete hallado en la boca de Carl eran de la tesorera Rosa Gumataotoa Ríos y del secretario Jack Lew. El número de serie correspondía al año de nombramiento de Lew: 2013.

Rudy me lo aclaró un poco más.

—Es imposible que Richard Pena tocara ese billete. Llevaba doce años muerto cuando se imprimió.

—Y no hay huellas de Pena, solo su ADN —dije.

—Así es.

—Si las únicas huellas sobre ese dólar son de Bobby…, pero hay rastros de ADN de Bobby y Pena sobre el billete…, estoy pensando que el técnico de la Científica frotó el billete antes de colocar el ADN de Bobby y, de algún modo, dejó también el ADN de Pena al mismo tiempo y por error —dije.

—Lo vas cogiendo. Es la única teoría posible. El ADN puede desaparecer por exposición a detergentes domésticos. Es fácil de eliminar. ¿Cuántas manos han tocado ese billete desde 2013? Tienen que ser centenares, si no miles. La cagaron intentando empapelar a Bobby. Limpiaron el billete y luego se equivocaron al colocar su ADN en él. El de Pena se añadió de alguna manera mientras estaba en el laboratorio. Es la única explicación. Los hemos pillado —dijo Rudy.

Tenía sentido. Sin embargo, algo seguía preocupándome. De algún modo, la mariposa era simbólica. Era importante para alguien. Probablemente para el asesino o para la víctima. Y la policía se había aprovechado de esa prueba. El Departamento de Policía de Nueva York la había intentado usar para incriminar a Bobby, colocando su ADN sobre ella, pero se había equivocado.

—Las pruebas de ADN de Pena tuvieron que hacerse en otro estado. ¿Cómo llegó al laboratorio de la Policía de Nueva York?

—No lo sabemos. Pero llegó.

Escuché a Rudy soltando de todo sobre la corrupción policial, la tormenta mediática que desataría esta prueba y acerca de cómo esto era el eje de la defensa de Bobby. Después de treinta segundos, dejé de escucharle. En mi mente, volvía a estar en las oficinas de Carp Law. Sentado al lado de Bobby, oyéndole defender su inocencia. En ese momento, me pregunté si me había dejado convencer por aquel chico. Era un actor de talento. Sin duda. No todas las estrellas de cine son grandes actores. Bobby era un artista y tenía técnica. Y me preocupaba algo más. En la mayoría de los casos, si la policía colocaba una prueba incriminatoria contra un sospechoso, normalmente era porque le creían culpable. No se me ocurría cómo alguien más podía haber entrado o haber salido de la casa sin ser captado por la cámara de seguridad, que se activaba con el movimiento. Y luego estaba el testimonio del vecino.

—Rudy, me creí la historia de Bobby. No te voy a mentir ni me voy a mentir a mí mismo. Cuando me dijo que era inocente, le creí. No puedo dejar que nada más enturbie esa opinión. Si no te importa, voy a ponerme ya con mi propio detective. Aún no tenemos el cuchillo que se utilizó con Ariella. Dime, ¿qué dice Bobby acerca del bate de béisbol con el que mataron a Carl?

—Dijo que guardaba ese bate en el recibidor. Tenían sistemas de seguridad, claro, pero su padre siempre tenía un bate junto a la puerta de entrada. Y Bobby siempre ha hecho lo mismo. Es su bate, así que eso explica por qué sus huellas están sobre él…

—Pero no la sangre. Tengo que indagar más en ese tema —dije.

—Ya se ha emitido un giro a tu cuenta con tus honorarios. Si quieres gastar parte de eso en detectives, es cosa tuya. Yo me ocuparé de la selección del jurado. Dame un toque por la mañana. Y duerme un poco —dijo antes de colgar.

Empecé a revisar los contactos de mi teléfono hasta que encontré uno que decía: «QUE TE DEN». Apreté el botón de llamada. No miré la hora. La persona a quien llamaba estaba acostumbrada a contestar a todas horas. Formaba parte de su trabajo. Empezó a dar tono. Respondió una voz de mujer. Rasgada, con un leve acento del Medio Oeste.

—Eddie Flynn, timador de ley. Me preguntaba cuándo me llamarías.

La voz era de una antigua agente del FBI llamada Harper. Nunca me había dicho su nombre de pila. Pensándolo bien, tampoco estaba seguro de habérselo preguntado. Nos habíamos conocido hacía un año, justo antes de que dejara el FBI con su pareja, Joe Washington. Montaron una unidad de seguridad e investigación privada en Manhattan; por lo que había oído, les iba bastante bien. La primera vez que nos vimos me aplastó la cabeza sobre el capó de mi Mustang. Unos meses más tarde, estábamos persiguiendo al mismo malo. Y, aparte de la mía, salvó la vida de varios de sus compañeros. Tenía instinto. Me fiaba de su opinión: si ella creía que Bobby era culpable, tal vez me lo pensara dos veces.

—Me alegro de hablar contigo. Siento no haber mantenido el contacto, estaba esperando el caso adecuado. Necesito un detective. ¿Conoces alguno bueno?

—Que te den… ¿Quién es tu cliente?

Sabía lo que me esperaba, aun antes de decirlo. De todos modos, se lo conté.

—Estoy en el equipo de la defensa de Bobby Solomon. Vamos a demostrar que el Departamento de Policía de Nueva York le incriminó. Y tú me vas a ayudar.

Soltó una carcajada y dijo:

—Muy bueno. Lo siguiente será decirme que vas a defender a Charles Manson.

—Va en serio. Dentro de un hora o menos, un guardaespaldas de Carp Law estará en tu apartamento con un portátil. Esperará mientras lees los expedientes. Es un asunto delicado. Si se filtra algo de esto antes del juicio…

La carcajada de Harper se ahogó en su garganta.

—Venga, Eddie. ¿Va en serio?

—En serio. Parece que solo tendremos uno o dos días para hacernos con el tema. Lee los expedientes del caso. Llámame cuando termines. Empezamos mañana por la mañana en la escena del crimen. A no ser que prefieras llevarlo a otro sitio…

—Te llamaré cuando termine con los expedientes. Por lo que he visto en televisión, todo apunta a que Solomon es el asesino. Lo sabes, ¿verdad? Tiene pinta de perdedor.

—También he leído los periódicos. He oído a todos los expertos legales de la CNN. Creen que el juicio está acabado antes de empezar. Puede que tengan razón. Pero yo he hablado con Bobby. Y Rudy Carp también. No creemos que sea capaz de haber cometido unos asesinatos así. Lo único que tenemos que hacer es convencer a doce personas de que estamos en lo cierto.

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Con un giro de muñeca, Kane cambió la empuñadura del cuchillo. Al pasar junto a la furgoneta en la entrada a la casa, se agachó y rajó la rueda trasera izquierda con la punta. La furgoneta empezó a inclinarse a medida que el aire salía silbando por la raja del neumático. Se caló la gorra, volvió a meterse el cuchillo en el bolsillo, avanzó unos pasos hasta la puerta de entrada y llamó al timbre.

Pasados unos momentos, Wally abrió la puerta. Era la primera vez que Kane le veía bien. De cerca, aparentaba treinta y tantos años. Su pelo raleaba por las sienes y su rostro era sonrosado. Kane olió el vino en su aliento; el color rubí que teñía su labio superior revelaba que acababa de tomarse una buena copa de tinto. Eso explicaba el aspecto ruborizado en un rostro normalmente duro.

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