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No esperé. Estaba ocurriendo. Podría haber huido, pero sabía que no habría llegado muy lejos y tampoco querían matarme. Aunque tal vez lo hubieran hecho si intentaba escapar. Un disparo por la espalda. Un sospechoso que no se detuvo después de advertirle.

Pasaba constantemente. Bienvenidos a Nueva York.

El jefe del grupo vino por mi derecha. Un tipo grande. De pelo corto. Ojos pequeños, oscuros. Un bigote espeso y nada de cuello. Puños como bolsas llenas de monedas. Me sacaba siete u ocho centímetros; probablemente, otros diez de ancho. Seguramente, era el más grande de todos. Un tipo muy duro.

Levantó el puño derecho, alzando el codo por encima del hombro como si fuera a aplastar a un sospechoso con su grueso brazo. Sus ojos se hicieron todavía más pequeños y su cara se frunció con un gruñido. Encogió los labios dejando ver su mandíbula apretada. El resto de ellos esperaba, observando.

Vi que doblaba las rodillas. El golpe iba dirigido a mi plexo solar. Un derechazo para dejarme fuera de combate. El resto de los polis bailaría con mis costillas, mis piernas y mis tobillos. Media hora más tarde, estarían riéndose de ello con una cerveza fría. Dando palmaditas en la espalda a Granger. Reviviendo el momento en que me dieron una lección que no olvidaría jamás.

Pero esta noche, no. Ni de coña.

Di un paso atrás en el mismo instante en que el grandullón soltó el puñetazo. Era un tío enorme, pero también lento. En realidad, eso tampoco importaba. El músculo haría el trabajo. No hacía falta mucha velocidad cuando había tanto peso detrás de un puñetazo.

Qué suerte la mía.

Llevaba seis años entrenando con una pera seis veces por semana en el gimnasio de boxeo irlandés más duro de Hell’s Kitchen. Eso lo hacía, más o menos, el gimnasio más duro de Nueva York.

Solté la derecha a una velocidad de vértigo. Un golpe seco al tiempo que me echaba hacia atrás, apartándome de su alcance. El grandullón ni lo vio venir. Sin hacer ningún movimiento de cadera, sin ponerle nada de peso. Tampoco me hizo falta. Tuve tiempo para coger la posición: eso bastó. Su enorme puño era un objetivo fácil. Sabía adónde iba dirigido, con qué fuerza y velocidad. Mantuve el puño levantado. Como exponiéndolo a que chocaran. Pero no me estaba rindiendo. Lo coloqué ligeramente girado hacia abajo, dibujando una línea recta entre el nudillo del dedo anular y el codo. Una sólida base de hueso en un ángulo perfecto para absorber el impacto sin hacerme daño.

Todo el daño se lo llevaría él. El nudillo de mi dedo anular aplastó su quinto metacarpiano: el nudillo de su dedo meñique. Y eso hizo un ruido espantoso. Era como si el grandullón hubiera intentado golpearme y hubiese estampado el meñique en una pared de ladrillo. Todos los policías oyeron cómo crujían sus huesos, cómo se rasgaban los ligamentos y se multiplicaban las fracturas en la muñeca del grandullón. Sonó como uno mazo golpeando una bolsa de cacahuetes.

El grandullón se llevó la mano a la cara para protegerse, recogiéndola con el cuerpo paralizado por el

shock. Entonces fui a por su cuerpo.

Me metí por dentro y solté un gancho de izquierda con todas mis fuerzas sobre sus costillas. Le di de lleno y cayó hecho una bola sobre la acera. Me volví, esperando al siguiente.

Demasiado tarde. Oí el golpe seco en un lado de mi cara antes de sentirlo. El suelo se me vino encima a toda velocidad y extendí las manos para parar la caída. Vi una franja dorada bailando ante mis ojos. La alianza de Christine se me había caído del bolsillo. Escuché su tenue tintineo al rebotar sobre el pavimento. Estiré la mano, tratando de cogerla desesperadamente. Iba a caer boca abajo junto al anillo. Pero no aterricé en la acera. El anillo se volvió borroso, rodó ante mis ojos y desapareció.

Perdí el conocimiento antes de chocar contra los ladrillos.

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El brillo de la luz me abrasaba los ojos. Era como si me estuvieran clavando un picahielos en la cabeza. La luz se apagó y se me nubló la vista. Tenía las piernas frías, mojadas. La camisa también. Estaba tumbado en un sofá. Una silueta se inclinó sobre mí. La luz de la linterna volvió a golpear mis ojos y los cerré. Unos dedos me abrieron los párpados. La luz me alumbró un ojo, luego el otro. La maldije.

—¿Sabes qué, Eddie? Empiezo a pensar que esto de la abogacía no te está yendo muy bien —dijo Harry Ford.

Apagó la linterna, apartándose. Estaba en el sofá de mi despacho.

—Tienes un chichón del tamaño de un huevo en la parte de atrás de la cabeza. Y creo que te has roto al menos una costilla. Tus pupilas reaccionan y tienen el mismo tamaño. No has vomitado. No tienes sangre en la nariz ni en los oídos. Te sentirás como si te hubieran dado una coz en la cabeza y puede que tengas un traumatismo craneoencefálico leve, pero, aparte de eso, estás igual que ayer.

Harry había empezado a trabajar como enfermero en Vietnam, a los dieciséis años. El carné falso que utilizó para alistarse decía que tenía veintiuno. Empezó a ascender de rango rápidamente. Luego abandonó una brillante carrera militar para emprender otra más gratificante en el mundo del derecho. Era el único juez que conocía capaz de desmontar y volver a montar un M16 después de haberse bebido una botella de whisky.

—¿Cuántos dedos ves? —dijo Harry, mostrándome tres dedos.

—Tres.

—¿Qué día es?

—Martes —respondí.

—¿Quién es el presidente de Estados Unidos? —preguntó Harry.

—Un gilipollas —dije.

—Correcto.

Intenté incorporarme. La habitación me daba vueltas. Apoyé la cabeza de nuevo y decidí que sería mejor esperar un poco para incorporarme.

—¿Dónde me has encontrado?

—Delante de la puerta. Al entrar en la calle me cortó el paso un Escalade negro y grande. Y luego se fue como un maldito coche en plena huida. Aparqué y te encontré ahí. Pensé en llamar a una ambulancia, pero te examiné y parecías estar bien. ¿Recuerdas que me hablaste en la calle?

—No. ¿Qué te dije?

—Que encontrara esto.

Harry tenía una alianza de oro en la mano.

Esta vez sí logré incorporarme. El costado me estaba matando. Harry dejó el anillo sobre la mesa y fue a coger dos tazas de café. Vi una botella de whisky encima de la mesa, todavía dentro de su bolsa de papel marrón.

—Gracias, Harry.

—Nada. Me llamó Christine. Me dijo lo que había pasado. ¿Te importaría decirme cómo has acabado tirado en la calle? ¿Te metiste en una pelea en un bar o algo así? —preguntó.

—Es complicado —dije.

—Me defraudarías si no fuera así. No, en serio. ¿Qué demonios ha pasado?

—Un puñado de polis me ha asaltado. Ayer cabreé a un inspector llamado Granger. No se lo tomó muy bien. Los del depósito municipal debieron de darle el soplo de que había retirado mi coche. Se vino a mi despacho a esperarme con una banda de polis.

—No me gusta lo que estoy oyendo. Deberías hablar con…

—¿Con quién? ¿Con la policía? Ya me encargo yo —dije.

Harry rompió el precinto de la botella de whisky, nos sirvió una copa a cada uno. Cada vez que respiraba, sentía un chorro de dolor que me iba desde el costado hasta mi ya dolorida cabeza. Cogí la taza que estaba más llena. La volví a dejar vacía sobre la mesa. Harry me puso un poco más. Otro trago. Volvió a servir.

—Con calma —dijo.

Me tumbé y cerré los ojos para dejar reposar la cabeza. Sabía que estaba al límite. Mi matrimonio se había desmoronado definitivamente y mi cuerpo lo seguía de cerca. Tras unos minutos, el dolor de cabeza empezó a disminuir. El del costado no. Suponía que Granger se acojonaría al verme caer redondo después de recibir un porrazo en la cabeza. Querían hacerme daño, pero no matarme. Una buena patada en las costillas y Granger habría dado orden de parar. Aunque no lo pareciera, había tenido suerte.

Llevaba una foto de Amy y de Christine en la cartera. Quería cogerla para mirarla. Y luego destrozar mi despacho.

En su lugar, seguí bebiendo whisky. Sabía que necesitaba empezar a pensar en el caso. Tenía que apartar a Christine de mi mente. Al menos, por ahora. Luego, cuando volviera a la superficie después del caso, la cosa no estaría tan reciente ni sería tan dolorosa. Necesitaba tiempo. Ella también. Había tardado en dejar el anillo sobre el montón de billetes en el restaurante. Tal vez, y solo tal vez, podría convencerla. Quizás hubiera una posibilidad de recuperarla. Tenía que creer que era posible. Lo creía. Pero tendría que esperar hasta que terminara el caso. El caso. Poco a poco, levanté la cabeza y abrí los ojos.

—No deberías estar aquí. A la fiscal del distrito le dará un ataque si se entera.

—Miriam Sullivan ya sabe que estoy aquí. La llamé antes de venir. No vamos a hablar del caso. Además, como no te has presentado formalmente ante el tribunal, no hay ningún problema… de forma oficial. Ella ha vivido un divorcio, así que lo entiende. Es una tía legal. Y tampoco dejará que Art Pryor saque jugo de todo esto. Mira, no te preocupes por eso. ¿Quieres hablar sobre Christine? —dijo Harry.

No quería. No podía.

Pasado un momento, dije:

—¿Miriam fue quien puso a Art Pryor en el caso?

—Sí. ¿Le conoces?

—No. Solo su reputación.

Las oficinas de los abogados del distrito estaban desbordadas de casos de asistencia social. Apartar a los mejores ayudantes de su trabajo habitual para darles un litigio enorme y complejo podía tener resultados catastróficos. No podían llevar sus temas y dedicar el tiempo necesario al caso gordo. Así que la oficina tenía que, o bien contratar a más personal, o bien arreglárselas y hacerse a la idea de que podían perder muchos pleitos por no dedicarles la debida atención. Y cuando, de repente, un ayudante obraba un milagro y ganaba uno, lo más probable era que a los pocos años ese mismo ayudante decidiera presentarse al cargo quitándole el puesto al fiscal.

La única apuesta segura era traer a un llanero solitario. Art Pryor era uno de los mejores. Tenía licencia para ejercer en casi veinte estados. Se dedicaba exclusivamente a casos de homicidio o asesinato. Siempre en la acusación. Y ganaba siempre. Por un precio adecuado, Art lo daba todo. Los fiscales podían dejar a sus ayudantes con su trabajo habitual, aparte de uno o dos que ayudaban a Pryor. Art conseguía una condena. Luego cogía su sombrero y se iba de la ciudad sin meterse en los asuntos de nadie. Además, era bueno. Una escopeta experimentada en la acusación.

En un juicio por asesinato, la mayoría de los abogados de la acusación llenaba el estrado de policías, perfiladores, analistas científicos y todos los expertos que se les ocurrieran. Si un policía paraba su coche en la escena del crimen para llevar dónuts a sus compañeros después de cuatro horas de guardia ininterrumpida, podías apostar que el fiscal del distrito le llamaría a declarar como testigo.

Art Pryor era todo lo contrario. Hacía diez años llevó un caso de asesinato en Tennessee. El juicio debía durar seis semanas. Art consiguió un veredicto de culpabilidad en cuatro días. Solo llamó a cuatro testigos esenciales y no les hizo esperar demasiado en el estrado. Muchos abogados lo consideraban una práctica arriesgada, pero a Pryor siempre le funcionaba.

La primera vez que oí hablar de aquel caso fue en boca de un joven fiscal que decía que quería intentar imitar el estilo de Pryor. Aseguraba que era un revolucionario. No pude evitar abrirle los ojos. A ver, Pryor recibía una tarifa fija. Daba igual si el caso duraba seis meses o seis horas: su tarifa era la misma. ¿Por qué trabajar seis meses cuando puedes embolsarte lo mismo ganando en la mitad de tiempo?

Art Pryor no era un estilista legal. Era un hombre de negocios.

—Sé que Art tiene fama de camelarse a los jurados. Es por su acento sureño. A los neoyorquinos les encanta. Pero que no te engañe. Puede que vaya de sabio de provincias, pero, cuando se pone, es demoledor. No puedo hablar del caso, pero pregúntale a Rudy cómo se ha deshecho de un jurado hoy. Ha sido una exhibición de habilidad. El tío es todo un profesional —añadió Harry.

Di otro trago a mi copa. El dolor se iba calmando. Harry me cogió la copa vacía y se la llevó.

—Es más que suficiente por hoy. Recuerda nuestro trato: yo digo cuándo paras.

Asentí. Harry tenía razón. Podía aguantar varias copas, pero solo en su presencia. De repente, ya no estaba pensando en el whisky, solo en Pryor.

—¿Es mejor que yo? —pregunté.

—Supongo que lo vamos a averiguar —contestó Harry.

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Kane no podía dormir.

Estaba demasiado agitado. A las cuatro desistió de su intento de conciliar el sueño y estuvo dos horas haciendo ejercicio.

Quinientas flexiones.

Mil abdominales.

Veinte minutos de estiramientos.

Se puso delante del espejo. Tenía la cabeza y el pecho cubiertos de sudor. Se quedó mirando su reflejo detenidamente. El peso de más. Por qué sentirse mal por ello. Al fin y al cabo, estaba interpretando un papel. Tenía los bíceps duros, fuertes. Iba al gimnasio desde los dieciocho años. Debido a su enfermedad, no sentía las molestias ni los dolores que acarreaba el trabajo con pesas. Comía sano y entrenaba duro todos los días. A los pocos años ya se había hecho un físico adecuado para su propósito. Fuerte, esbelto, en forma. Al principio no le gustaron las estrías en el pecho; sus músculos crecían demasiado rápido para su piel. Con el tiempo, acabaron encantándole. Eran recordatorios de lo que había logrado.

Kane se miró el pecho y palpó su última cicatriz. Un corte de un centímetro y pico justo por encima del músculo pectoral. Seguía estando de color morado y abultada. Dentro de seis meses, se le iría la coloración, como a las demás. Pero el recuerdo del corte seguía muy vivo. Le hacía sonreír.

Abrió las cortinas y se quedó mirando la noche. El amanecer amenazaba al cielo. No había ni un alma en la calle. Las ventanas de los edificios de enfrente seguían sin luz y en calma. Agachándose, quitó el cierre y abrió la ventana. El aire helado golpeó su cuerpo como una ola fría del Atlántico. El cansancio por el insomnio de la noche desapareció al instante. Sintió que temblaba. No sabía si era por la brisa gélida o por la liberación de quedarse desnudo ante la ciudad. Kane dejó que Nueva York le viera. Su verdadera forma. Sin maquillaje. Sin peluca. Solo él. Joshua Kane.

Durante mucho tiempo, había fantaseado con mostrarse al mundo. Su verdadero yo. Sabía que nunca había habido nadie como él. Había estudiado psicología, psiquiatría y disfunciones neurológicas. No encajaba en ninguna casilla precisa de diagnósticos. No oía voces. Tampoco tenía visiones. No padecía esquizofrenia ni paranoia. Ni tampoco había sufrido abusos de niño.

¿Tal vez fuera un psicópata? No sentía lástima por los demás. No tenía afinidad ni empatía. Porque, en su mente, esas cosas no eran necesarias. No necesitaba sentir nada por nadie porque él no era como ningún otro. Todos estaban por debajo de él. Él era especial.

Recordaba que su madre solía decírselo: «Tú eres especial, Josh. Eres distinto».

Qué razón tenía.

Él era único en su especie.

Ahora bien, no siempre lo había vivido así. Le había costado sentirlo con orgullo. No encajaba. En la escuela, no. De no haber sido por sus dotes de mimetismo y sus imitaciones, no habría sido capaz de soportar el colegio. Gracias al numerito de Johnny Carson consiguió ir al baile de graduación con una chica morena y guapa llamada Jenny Muskie. Era muy mona, a pesar de llevar aparatos. Jenny faltaba mucho a la escuela por culpa de las anginas. Cuando volvía a clase solía estar afónica y por ello la apodaron

Husky Muskie. Es decir, Muskie, la Ronca.

La noche del baile de graduación, Kane se enfundó un esmoquin alquilado, cogió el coche de su madre, aparcó delante de casa de Jenny y esperó. No entró. Se quedó en el coche sentado durante un rato largo, con el motor encendido, luchando contra el impulso de salir corriendo. Porque, aunque no sentía dolor físico, Kane conocía muy bien la sensación de preocupación, vergüenza, timidez e incomodidad. Las conocía demasiado bien. Por fin, se bajó del coche y llamó al timbre. El padre de Jenny, un hombre corpulento con un cigarrillo en los labios, le advirtió seriamente de que cuidara a su hija; luego le dio un ataque de risa y tos cuando Jenny le pidió a Kane que imitara a Carson. Era muy aficionado a

The Tonight Show.

El trayecto hasta el baile transcurrió prácticamente en silencio. Kane no sabía qué decir. Jenny hablaba demasiado deprisa, luego se callaba; luego volvía a hablar, nerviosa, sin darle tiempo a procesar la frase anterior. Tampoco había leído su libro favorito:

El gran Gatsby.

—¿Qué es un Gatsby? —preguntó.

Quizás avergonzada por el incómodo silencio, Jenny le preguntó cómo creaba sus imitaciones. Kane dijo que no sabía cómo lo hacía exactamente: estudiaba a la gente hasta que veía u oía algo que le parecía la esencia de esa persona. Ella no lo entendió del todo, pero a Kane no le importó. Lo único importante aquella noche era que Jenny era guapa y estaba «con él».

Aquella noche, entró en el baile de graduación con Jenny del brazo. Ella llevaba un vestido azul. Kane vestía un esmoquin de la talla equivocada. Cogieron bebida, comieron algo asqueroso y, después de media hora, cada uno fue por su lado. Kane no sabía bailar. De hecho, llevaba varias semanas preocupado por tener que hacerlo con Jenny. No había tenido ocasión de decírselo, y tampoco quería. Él prefería hablar.

Tardó otra media hora en volver a verla. Entonces estaba besando a Rick Thompson en la pista de baile. Jenny era su chica. Quería ir hasta allí y separarlos. Pero no fue capaz. Se quedó toda la noche sentado en una silla de plástico, bebiendo ponche y observando a Jenny. Hasta que se fue con Rick. Los vio meterse en el coche de aquel chico. Salió detrás de ellos, manteniendo una distancia respetable, hasta que llegaron a una cumbre en Mulholland Drive y aparcaron en un mirador desde donde se veía Los Ángeles. Les vio hacer el amor en el asiento trasero. Y, en ese momento, decidió que no quería ver más.

Kane cerró la ventana, a aquella noche y a su pasado. Volvió al dormitorio y abrió su estuche de maquillaje. Ya había preparado algo de ropa. El muerto cuya vida había arrebatado no tenía mucho en el armario, pero ese tipo de cosas no le importaban.

Al cabo de solo unas horas, empezaría el juicio con el que había soñado gran parte de su vida. Este era especial. La atención de la prensa era impresionante. Superaba sus mejores sueños. Todo lo anterior había sido mera práctica. Todo le había conducido hasta aquí.

Se prometió que no fallaría.

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Harry se pasó gran parte de la noche intentando que me pusiera una bolsa de hielo en la cabeza. No lo consiguió. Era demasiado doloroso.

Estuvimos hablando durante horas. Sobre todo de Christine. De mí. Era lo último de lo que quería hablar, pero tampoco podíamos tocar el caso.

Hacia las dos de la madrugada, Harry llamó a su secretario, que le vino a buscar en taxi y se lo llevó en el descapotable verde que había aparcado delante de mi despacho. Ya estaba acostumbrado a ir a recoger al juez. Cada vez que le hacía el favor, Harry se aseguraba de recompensarle. Los dos tendríamos dolor de cabeza por la mañana. Aunque por distintos motivos.

Desperté a las cinco, todavía en el sofá de mi despacho. Cogí hielo del minicongelador que tenía junto a mi escritorio y me lo puse sobre el bulto en la parte trasera de la cabeza. La inflamación había bajado y el dolor me despertó al primer contacto del hielo con mi cráneo.

Me quedé un buen rato tumbado en el sofá, pensando en mi mujer y en mi hija. Era todo culpa mía. Todo. Me había jodido la vida. Pensé que tal vez sería mejor para Christine y Amy que no formara parte de las suyas. Christine merecía algo mejor que yo. Y Amy también.

Fui a coger la botella de whisky. Harry suele llevársela consigo, pero debió de olvidársela la última noche. La cogí y desenrosqué el tapón. Me detuve antes de que el whisky tocara el fondo de la taza. Volví a cerrarla con mi copa aún vacía.

Había gente que confiaba en mí. Harry. Rudy Carp. También Harper, de alguna manera. Incluso Ariella Bloom y Carl Tozer. A ellos se lo debía más que a nadie. Su muerte exigía ser resuelta, de un modo u otro. Si Solomon era culpable, merecía ser condenado. Si era inocente, la policía tendría que encontrar al verdadero asesino. Justicia. Un juicio justo.

Era una patraña. Pero era la mejor patraña que teníamos.

Me levanté despacio, fui hasta el cuarto de baño y llené el lavabo de agua fría. Metí la cara bajo la superficie y la dejé ahí hasta que me escocieron las mejillas.

Eso me despertó.

Sonó el teléfono. La pantalla decía: «QUE TE DEN».

—Harper, deberías estar durmiendo. ¿Tienes algo? —dije.

—¿Y quién puede dormir? Llevo toda la noche despierta. Joe ha tirado de algunos hilos. He estado leyendo los expedientes de los asesinatos de Dollar Bill.

—¿Tienes los tres?

—Sí. Tampoco hay gran cosa, la verdad. Los federales no quieren soltar sus archivos. Eso tendríamos que hacerlo a través de Delaney. Así que hemos ido directos a la fuente. Oficinas de detectives en Springfield, Wilmington y Manchester. Joe se inventó una historia sobre un curso de preparación para investigación de escenas del crimen. Son casos muertos. A nadie le preocupa lo más mínimo compartir sus expedientes.

—¿Algo que llame la atención?

—Nada. Ninguna conexión. Por lo que he visto, Annie Hightower, Derek Cass y Karen Harvey no se conocían. Hay biografías bastante extensas sobre cada víctima. Aparte del billete de dólar, no hay nada que las relacione. Y, en su día, la policía no dio demasiada importancia a lo de los dólares. Pero los guardaron todos. Ya sabes cómo funcionan los policías. Hacen una redada, encuentran un maletín lleno de dinero, pero, para cuando lo analicen como prueba, es probable que el maletín pese un poco menos. Eso sí, cuando se trata de una escena de asesinato que atañe al «público», nadie toca un solo céntimo. Todo se conserva tal cual. A la perfección.

Solté un suspiro. Tenía la esperanza de que hubiese algún vínculo entre las víctimas. No me cabía duda de que Delaney ya había establecido alguna conexión entre ellos. Una conexión de la que no nos podía hablar. Delaney nos llevaba ventaja.

—En los casos de Cass y Hightower, se encontraron las huellas del autor en los billetes. Por eso los encerraron. En el de Karen Harvey, encontraron medio billete de dólar en el apartamento de Rhodes, pero no tenía sus huellas. ¿Hay alguna otra huella o rastro de ADN en los billetes?

—Ningún rastro de ADN. Hay una huella parcial en el billete del caso de Derek Cass. Varias huellas en el billete que encontraron entre los dedos del pie de Annie Hightower. Ninguna en el billete roto que encontraron en el apartamento de Roddy Rhodes que le relacionara con el robo y homicidio de Karen Harvey. No hay constancia de que coincidieran con las huellas en las bases de datos.

—Pero ¿se analizaron todas esas huellas? —pregunté.

—Supongo. No estoy segura.

—Tenemos que asegurarnos —dije.

Oí cómo tecleaba en el ordenador.

—Voy a escribir a los laboratorios por si acaso. No está de más comprobarlo de nuevo —dijo.

—¿Podrías mandarme los expedientes de los casos? —continué.

—Ya están en tu bandeja de entrada.

Harper se quedó al otro lado de la línea mientras encendía mi portátil. No tardé en encontrar los archivos

zip e importarlos.

—¿Cuál es la conexión? —preguntó Harper.

—No lo sé. Si se trata de un asesino en serie, como sospecha Delaney, puede que no haya más vínculo que los billetes. ¿Cómo se llama? ¿Una firma?

—Sí, como una tarjeta de visita. Está todo relacionado con la psicología del asesino. No es que vayan dejando un rastro de migas a propósito. La firma forma parte de quiénes son y de por qué matan —dijo Harper.

—Yo creo que hay algo más. Tiene que haberlo —repliqué—. Nadie habría visto estos billetes sin algo que se lo indicara. Los tres casos tienen una cosa en común: el billete condujo a la policía hasta el asesino. Esa es la historia. Puede que eso sea lo que vio Delaney. Si es un solo hombre, está claro que no quiere que le encuentren. Está tomando medidas extremas para asegurarse de que otros paguen por su crimen. ¿Por qué?

Harper no dudó. Ya lo sabía.

—¿Cuál es la mejor forma de irse de rositas? Asegurarse de que la policía no le busca. Si se resuelve el asesinato, no aparecerá como un patrón. Está enmascarando estos crímenes, tomando medidas extremas para cerciorarse de que no le descubran. Echa un vistazo a los expedientes. Yo voy a dormir un rato. Te veo en el juzgado.

Colgó.

Preparé café y abrí los expedientes. A las siete ya me había leído los tres casos. El café estaba frío; mi cerebro, al rojo vivo. Encontré mi cartera, saqué el billete de dólar sobre el que había escrito en la oficina de Delaney y estudié las marcas.

Llevaba toda la vida manejando dinero. Incluso estafando a la gente con él. Muchos timadores daban el cambiazo de un billete de diez en un abrir y cerrar de ojos delante de un barman medio dormido en una discoteca. Yo lo había visto. Y también lo había hecho, en otra vida.

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