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Me duché, me afeité y me vestí. No dejaba de pensar en el Gran Sello de Estados Unidos. Las marcas sobre el dólar. La flecha. La hoja de olivo. Tres marcas en cada dólar. Tres marcas en cada asesinato.

Y la huella digital en el billete mariposa dentro de la boca de Carl. ¿Cómo demonios colocó la policía el ADN de Richard Pena sobre el billete si se imprimió cuando llevaba años muerto?

Me puse el abrigo, bebí lo que quedaba del café malo y salí al frío con mi portátil en una bolsa. En cuanto abrí la puerta de entrada, el frío me golpeó la cara como si quisiera arrancarme la piel. Con esa temperatura no podía ir andando ni de broma, pero tampoco podía coger mi coche. El parabrisas tenía un agujero. La escarcha y la nieve habían entrado en el asiento del copiloto. Llamé a un conocido que solía tener un desguace en el Bronx. Era servicial, pero caro.

Dejé la llave del coche sobre la rueda delantera izquierda, me ceñí más el abrigo y salí en busca de un taxi.

Cinco minutos después iba rumbo a Center Street y al juicio más importante que la ciudad había visto desde hacía años. Mi mente estaba hecha un asco. Debía estar pensando en los testigos, en el alegato inicial, en la estrategia de Art Pryor…

Sin embargo, solo pensaba en el billete de dólar.

Rudy tendría el juicio bajo control. Yo solo desempeñaba un papel menor en el caso. En cierto modo, lo agradecía. Me quitaba algo de presión.

El taxista intentó entablar conversación sobre los Knicks. Le contesté con monosílabos hasta que se calló.

El dólar.

Estaba cerca. Había algo en aquellos tres casos que Delaney ya había encontrado. Cuando pensaba en el dólar del caso de Bobby, se me escapaba algo. Fuese lo que fuese lo que seguía urdiéndose en el fondo de mi mente, no era ni Bobby ni aquella mariposa.

Repetí los nombres de las víctimas que había conocido el día anterior: Derek Cass, Annie Hightower, Karen Harvey. Los tres tenían algo que me tiraba de un hilo en algún lugar, muy adentro. Era como si me estuviera mirando a la cara y yo no pudiera verlo.

Cass. Hightower. Harvey.

Cass murió en Wilmington. Annie Hightower, en Springfield. Karen Harvey fue atracada y asesinada en Manchester.

Nos detuvimos delante de los juzgados. Pagué al taxista y le di propina.

Acababan de dar las ocho de la mañana y ya había allí mucha gente. De hecho, había dos grupos de gente. Ambos llevaban pancartas. Gritaban y cantaban contra los otros. Unos blandían pancartas que decían «JUSTICIA PARA ARI», mientras que otros las llevaban a favor de Bobby Solomon. Estos últimos parecían estar en minoría. Dios sabe lo que pensaría el jurado al tener que pasar entre aquella multitud. Cada vez había más gente. Y la policía de Nueva York estaba empezando a montar barreras para mantener a los dos bandos separados.

Tuve que abrirme paso a empujones entre una cola de gente para entrar en el juzgado. Todo el mundo quería un sitio en la sala para presenciar el juicio. Era el espectáculo más interesante de la ciudad. Para cuando pasé el control de seguridad y llamé al ascensor, mi mente había vuelto a Dollar Bill.

Las estrellas.

Saqué un billete de dólar y me quedé mirando el sello mientras subíamos al piso veintiuno. El águila tenía trece flechas en su garra izquierda. Trece hojas de olivo en las ramas que llevaba en la derecha. Sobre ella, un escudo con trece estrellas.

Estrellas. Escudo. Derek Cass fue asesinado en Wilmington. Annie Hightower, en Springfield. Karen Harvey, asesinada a tiros en Manchester.

Di la vuelta al billete y observé la imagen de George Washington, saqué mi móvil y llamé a Harper.

Contestó de inmediato.

—He encontrado algo. ¿Dónde estás?

—De camino, estaré allí en quince minutos —respondió.

—Para el coche —dije.

—¿Cómo?

—Para. Necesito que des la vuelta y vayas a buscar a Delaney a Federal Plaza. Dile que has encontrado una conexión. Y que tienes más información.

—Espera, que estoy parando —dijo ella.

Se oyó el rugido de su Dodge Charger apagándose al parar.

—¿Qué tienes? —preguntó.

—Las marcas sobre el billete. Son un patrón. ¿Tienes un dólar encima?

Debía de llevar el manos libres encendido. El ruido de bocinas, de frenos neumáticos y del tráfico sonaban de fondo. Mi ascensor llegó al piso veintiuno. Salí y fui a la derecha, hacia la ventana que había entre las dos zonas de ascensores. Me quedé mirando Manhattan a través del cristal polvoriento. Ponía un filtro turbio a la ciudad. Era como estar viendo una fotografía antigua.

—Ya tengo uno. ¿Qué tengo que mirar? —preguntó.

—El Gran Sello. Hay trece hojas de olivo, trece flechas y trece estrellas sobre el águila. ¿Por qué trece?

—Así, de primeras, no lo sé. Nunca me había fijado.

—Sí lo sabes. Lo aprendiste en el colegio. Simplemente, no te acuerdas. Dale la vuelta al billete. Washington. Primer presidente de Estados Unidos. Antes de ser presidente, estuvo al mando de las tropas en Nueva York, defendiendo la ciudad frente a los ingleses. Leyó al Ejército la Declaración de Independencia. En el momento en que se firmó y Washington la leyó, solo la habían firmado trece estados.

—Trece estrellas… —dijo Harper.

—Es un mapa. Cass fue asesinado en Wilmington, Delaware. Hightower, en Springfield, Massachusetts. Harvey, en Manchester, New Hampshire. Todas ellas eran colonias cuyos representantes firmaron la Declaración de Independencia. Si contamos a Ariella Bloom y a Carl Tozer, eso añadiría Nueva York. Es posible que haya habido más asesinatos. Todos en la Costa Este. Dile a Delaney que averigüe si se ha condenado a alguien por asesinato por una conexión con un billete de dólar. El billete tuvo que formar parte de las pruebas utilizadas en su contra. Probablemente, ya haya hecho la búsqueda en todo el país, pero puede acotarla más. Buscamos en los otros ocho estados que firmaron la declaración: Pensilvania, Nueva Jersey, Georgia, Connecticut, Maryland, Virginia, Rhode Island y Carolina del Norte…

—Eddie, Richard Pena. El asesino muerto cuyo ADN estaba en la boca de Carl Tozer. Lo condenaron por matar a aquellas mujeres en Carolina del Norte. Podría ser una conexión —dijo.

—Cierto, podría serlo. Hay que ponerse con eso. ¿Puedes hablar con Delaney? No sabe lo de Pena.

—Voy para allá. Pero todavía hay un par de cosas que no cuadran: ¿por qué hay tres marcas en cada billete? Entiendo lo de las estrellas: es la ubicación. Pero ¿para qué son las otras dos?

—Aún no lo sé. Tengo que pensarlo. Puede que guarde alguna relación con las víctimas.

—Hay algo más que no estamos considerando. ¿Qué pasa si no ha habido asesinatos en esos estados? ¿Y si el tipo solo acaba de empezar?

—Entre algunos de estos asesinatos pasaron varios años. No creo que haya estado escondiéndose. Creo que hay más víctimas que todavía no hemos encontrado. ¿Y si Ariella Bloom y Carl Tozer también fueran víctimas suyas? En fin, el tipo ha tenido bastante práctica. Creo que tiene que haber más ahí fuera. Pero entiendo lo que dices. Puede que este tipo siga jugando su juego. Es posible que esté acechando a otra víctima ahora mismo.

—Lo sé. Pero, mira, no quiero perder demasiado tiempo con Richard Pena. Ese hombre mató a varias personas. No encaja con los demás —dijo Harper.

—Puede que sí. En nuestro caso, el billete tiene las tres mismas marcas… y dos víctimas.

Dejé el billete sobre el alféizar de la ventana, lo observé y leí la inscripción en latín sobre la banda que ondeaba delante del águila del Gran Sello: «

E pluribus unum».

Es decir: «De muchos, uno».

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La sala del jurado apestaba a café pasado, sudor y pintura. Kane llevaba un rato sentado en silencio junto a la larga mesa, escuchando. La guardia del jurado le había dicho que entrara en aquella sala nada más llegar. No tenía que esperar en el pasillo, sentado en las duras sillas de plástico como el resto de los suplentes. Eran órdenes del juez.

Kane bebía agua tibia en un vaso de poliestireno, tratando de enterarse de los cotilleos. Ya se habían creado camarillas entre los otros once miembros del jurado. Cuatro mujeres. Siete hombres. Tres de los hombres hablaban de baloncesto. Trataban de alejar la mente del juicio. Aunque era evidente que la responsabilidad a la que se enfrentaban pesaba sobre sus hombros.

Los otros cuatro hombres apenas decían nada; estaban escuchando a las mujeres hablar sobre la jurado número doce: Brenda Kowolski.

—Lo he visto en las noticias. Era ella. Qué horror —dijo una mujer menuda y rubia llamada Anne.

Kane había escuchado atentamente lo que decía cada uno de los candidatos durante la selección del jurado. Tomando nota mentalmente. Profesión. Familia. Hijos. Creencias religiosas. La mujer que estaba al lado de Anne se llevó la mano sobre el pecho, hundió la barbilla y abrió la boca. Era Rita.

—¿Qué le ha pasado a Brenda? Era la señora que estaba aquí ayer, ¿no? ¿La del jersey bonito? —preguntó.

—Ha muerto. Un atropello con fuga delante de la biblioteca donde trabajaba. Es terrible —dijo Anne.

El resto de las mujeres sacudieron la cabeza, con la mirada clavada en la superficie granulosa de la vieja mesa de roble. Kane había disfrutado oyendo lo que Novoselic decía de una de ellas, Betsy, en los juicios de prueba. Arnold estaría especialmente satisfecho de que Rudy Carp la hubiera conseguido incluir en el jurado. A la defensa le encantaba Betsy.

Kane coincidía con ellos. Le caía bien. Tenía el pelo largo y moreno, recogido en una coleta. Le daban ganas de acariciárselo.

La otra mujer, Cassandra, sacudía la cabeza, asombrada por la conversación sobre Brenda. Kane la había visto hablando con ella el día anterior, antes de marcharse. Era elegante y bienhablada.

—Es que hoy en día es muy peligroso cruzar la calle. Pobre Brenda —dijo Cassandra.

—Yo también lo vi en las noticias —apuntó Betsy—. Dios mío, no sabía que estuviera en el jurado. ¿Saben que en las noticias dijeron que el coche dio marcha atrás después de atropellarla?

—Se supone que no deberíamos ver las noticias. ¿No oyó lo que dijo el juez ayer? —dijo Spencer, uno de los jurados más jóvenes.

Anne empezó a ponerse nerviosa. El cuello se le puso rojo. Betsy hizo un gesto despectivo con la mano a Spencer quitándole importancia, como si fuera una mosca irritante.

—Nos conocimos ayer mismo y ahora está muerta. Eso es lo que importa —dijo Betsy.

—No, lo que importa es que tenemos que hacer lo que nos diga el juez. A ver, la gente muere todos los días. No lo digo a mala leche, pero… ¿y qué? Tampoco es que fuera amiga de ninguno de nosotros —replicó Spencer.

Kane se levantó, sacó su cartera, cogió una moneda de veinte céntimos y la tiró sobre la mesa.

—Yo hablé con Brenda ayer. Parecía simpática. No importa que la conociéramos o no. Estamos todos en el mismo grupo. No los conozco, pero me gustaría creer que, si yo muriera mañana, le importaría a alguien. Propongo que pongamos dinero para mandar una corona. Es lo mínimo que podemos hacer —dijo Kane.

Uno por uno, los jurados fueron aportando dinero. Algunos dijeron «Claro que sí», o «Pobre mujer», o «Mandemos una tarjeta también». Todos menos Spencer. Él permaneció de brazos cruzados, apoyando el peso sobre una cadera. Finalmente, ante la mirada dura de otro de los jurados varones, puso los ojos en blanco y echó un billete de diez dólares.

—Vale —dijo.

Una pequeña victoria. Kane sabía que ese tipo de gestos eran vitales. Maniobras sutiles. Una o dos para empezar. No necesitaría más para mejorar su posición. Recogió el dinero y le dijo a Anne si le importaría elegir las flores.

A ella no le importó en absoluto. De hecho, estaba radiante al coger el dinero de manos de Kane.

—Es todo un detalle por su parte. Gracias. Quiero decir, a todos —añadió, con la dosis justa de emoción en el fondo de la garganta. Tragó saliva y metió el dinero en su bolso.

Los jurados ya se sentían mejor.

Kane tomó asiento y pensó en el ruido del cráneo de Brenda al romperse contra el capó de su Chevy Silverado. El golpe de tambor de algo duro y hueco partiéndose contra el metal. Y aquel crujido, un microsegundo antes. Demasiado seguidos para distinguirlos. Pero estaba ahí, en aquella masa de sonidos. Como la cuerda de una guitarra, los ecos de su clavícula y sus cervicales desintegrándose. A Kane, aquel sonido le parecía casi melódico: como una orquesta produciendo un estallido de música antes de comenzar su obertura.

Kane dio otro sorbo a su café, se quitó una pelusa del jersey y pensó en el golpe silencioso y decepcionante en el segundo impacto, cuando dio marcha atrás con la camioneta sobre su cabeza.

«Qué se le va a hacer», pensó.

La puerta trasera de la sala del jurado se abrió y entró el juez. Llevaba una toga negra sobre un traje negro.

Todo el mundo se calló para prestarle atención. Anne estaba muy nerviosa, como si la hubiesen sorprendido rompiendo una norma antes de llegar a entenderla. Kane se inclinó hacia ella y le dio unas palmaditas en el brazo.

El juez Ford se inclinó hacia delante apoyando sus grandes manos sobre la mesa y empezó a hablar suavemente. Al hacerlo, recorrió toda la sala con su mirada, deteniéndose de vez en cuando en algún jurado.

—Damas y caballeros, tengo una noticia dolorosa que darles. Creí preferible hacerlo en privado. Dentro de nada, lo hablaré con los abogados del caso, créanme. Es importante. Sin embargo, quería ser yo el primero en decírselo. Esta mañana he recibido una llamada del comisario de policía. La policía tiene motivos para creer que todos ustedes corren serio peligro.

CARP LAW

Suite 421, Edificio Condé Nast. Times Square, 4. Nueva York, NY.

Comunicación abogado-cliente sujeta a secreto profesional

Estrictamente confidencial

Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Anne Koppelman

Edad: 27

Maestra de preescolar en Saint Ives. Soltera. Sin hijos.

Suscrita al New Yorker

. Toca el clarinete y el piano.

Ambos progenitores fallecidos. La madre era ama de casa. El padre trabajaba para el Ayuntamiento. No tiene problemas económicos. Intereses en las redes sociales: le gustan Black Lives Matter, Bernie Sanders, el Partido Demócrata, etc. Liberal. Le encanta Real Time with Bill Maher.

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 64%.

ARNOLD L. NOVOSELIC

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9

Las puertas del ascensor se abrieron y desparramaron a una inmensa masa enloquecida.

El primero fue un hombre con chaqueta verde que salió de espaldas, como si le dispararan de un cañón. Se golpeó contra las puertas del ascensor que había enfrente y rompió una cámara que parecía cara.

Un ejército de escoltas vestidos de negro salieron del ascensor en un movimiento fluido. En el centro de aquella masa de carne, pude distinguir la parte superior de la cabeza de Bobby Solomon. Rudy iba a su lado. De pronto, las puertas que daban a la escalera se abrieron bruscamente a mi lado y una fila de fotógrafos entró pisoteándose como un pelotón que se lanzara al combate. Luego llegó otro ascensor; una multitud de reporteros y cámaras de televisión irrumpió en escena. El pasillo estalló en

flashes. Preguntas y micrófonos tanteaban el círculo de seguridad, buscando sus puntos débiles.

Corrí hacia la sala y abrí ambas puertas. La escolta de Bobby aceleró el paso aguantando el avance de la prensa.

Dios, aquello era un circo.

Los escoltas agarraron a sus protegidos y se dirigieron rápidamente hacia la sala. Yo me aparté justo a tiempo; de haberme quedado quieto, me habrían aplastado. Un escolta corpulento con una bómber negra se volvió y cerró las puertas en las narices de las cámaras.

Miré a mi alrededor. Aparte del secretario y de los oficiales del juzgado, la sala estaba vacía.

El círculo se abrió. Algunos escoltas iban con un maletín como el que llevaba Holten para guardar el portátil. Se dirigieron hacia la parte delantera de la sala. Vi a Bobby agachado en el pasillo, respirando profundamente. Rudy le iba dando palmaditas en la espalda, intentando tranquilizarle diciéndole que todo iría bien.

Me acerqué a Rudy, le dije que teníamos que hablar. Ayudó a incorporarse a Bobby, le recolocó la corbata y le alisó la chaqueta del traje. Luego le dio una palmadita en el brazo y le dijo que se sentara en la mesa de la defensa. Rudy y yo fuimos al fondo de la sala y le expliqué mi teoría sobre Dollar Bill.

Al principio asintió educadamente. Cuanto más le contaba, menos interesado parecía. Por su manera de morderse el labio superior, la tensión resultaba evidente. No paraba de mover las manos. Estaba nervioso. Inquieto. Ser el abogado principal en un caso como aquel pondría así a cualquiera.

—Y esa agente del FBI, Delaney, ¿declarará algo de esto? —preguntó.

—Lo dudo. Pero puede que haya otra manera de hacerlo. Estamos en ello.

Levantó la barbilla y me guiñó un ojo. Asintió y dijo:

—Bien. Ahora, si no te importa, tengo un alegato inicial que preparar. Ah, una cosa más. —Hizo un gesto para que me acercara y bajó la voz convirtiéndola en un susurro—. Te contratamos para que fueras a por la policía en este caso. Todos sabemos por qué, ¿verdad? Eres el soldado Eddie. Si tiras por tierra las mentiras de la policía, te sacaré de aquí a hombros. De lo contrario, bueno, espero que te tires encima de la granada y protejas al cliente. Si eso ocurre, desapareces de este caso como si nunca hubieras formado parte de él. ¿Entendido? No quiero que despilfarres tiempo ni recursos en pistas que no podemos utilizar. Tú haz el trabajo para el que se te ha contratado. ¿De acuerdo? ¿Te parece razonable?

—Me parece bien —contesté, con un tono que le dejaba claro que no me parecía nada pero que nada bien.

—Estupendo. Por cierto, han llegado tus compras. Mi ayudante lo tiene todo en un almacén de pruebas al fondo del pasillo. Lo traerán cuando sea necesario, en caso de que lo sea.

Dicho eso, Rudy fue a sentarse junto a Bobby Solomon en la mesa de la defensa. Le hablaba con delicadeza, tratando de tranquilizarle. Yo estaba a unos quince metros, pero, aun así, veía cómo le temblaban los hombros. Arnold Novoselic estaba sentado en una esquina de la mesa, revisando unos documentos.

Cuando me senté en la mesa de la defensa, ya estaba más calmado. No tenía sentido pelearme con Rudy. Ahora no. Siempre podía hacerlo más adelante. Al tomar asiento, noté una presión en el pecho. Me tomé un par de analgésicos con agua. De pie no me dolía tanto. Por ahora tenía que estar bastante tiempo sentado. Pero al menos el dolor de la costilla rota apartaba mi mente de la jaqueca.

El oficial del juzgado abrió las puertas dejando entrar un clamor familiar. Un hombre al que reconocí de inmediato como Art Pryor entró en la sala, flanqueado por un puñado de ayudantes cargados con pesadas cajas de cartón. Pryor estaba a la altura de la ocasión. Impecable, con un traje azul de raya diplomática. Hecho a medida, por supuesto. Su radiante camisa blanca brillaba en contraste con la corbata rosa. Le gustaban las corbatas rosas, o eso había oído. El pañuelo en el bolsillo del traje iba a juego con la corbata. También tenía una forma de andar especial. No era un contoneo, aunque lo parecía.

Se acercó a la mesa de la defensa y saludó amablemente a Rudy. Sus dientes parecían iluminados por la misma fuente de electricidad que alimentaba su camisa.

—A jugar. Por cierto, Art, este es mi segundo: Eddie Flynn.

Me levanté, agradeciendo el alivio para mis costillas, y extendí la mano con mi mejor sonrisa.

Pryor la estrechó. No dijo nada. Dio un paso atrás y sacó el pañuelo delante de él, como haría un

maître justo antes de colocarte la servilleta sobre el regazo en un restaurante de estrella Michelin. Mantuvo la sonrisa mientras se limpiaba cuidadosamente las manos.

—Bueno, bueno…, señor Flynn. Al fin nos conocemos. He oído mucho acerca de usted en estas últimas veinticuatro horas —dijo, con un acento sureño que parecía sacado directamente de

Un tranvía llamado deseo.

Pryor tenía cierto brillo en los ojos. Notaba el odio irradiando de su piel bronceada. Ya conocía a gente de su especie. Gladiadores de juzgado. No importaba el caso. Ni tampoco que alguien hubiera sufrido daños o que hubiera muerto. Los de su especie trataban los juicios como un deporte. Querían ganar. Más aún: deseaban aplastar a su adversario. Eso les ponía. A mí me enfermaba. Estaba claro que Pryor y yo no nos íbamos a llevar bien.

—Todo lo bueno que haya oído acerca de mí probablemente sea falso. Y todo lo malo probablemente sea solo la punta del iceberg —dije.

Respiró hondo por la nariz. Como si estuviera inhalando la hostilidad del ambiente.

—Caballeros, espero que hayan traído sus mejores bazas. Las van a necesitar —dijo Pryor.

Volvió a la mesa de la acusación, sin apartar la mirada de Bobby.

Antes de alcanzar su mesa, se le acercó un hombre vestido con pantalones beis y una americana de color azul. Llevaba camisa blanca con corbata roja, con el nudo algo suelto y el cuello de la camisa abierto. Tenía el pelo corto y rubio, ojos perspicaces y mal cutis. Muy malo. Se veían manchas rojizas en el cuello, puntos negros en las mejillas y la piel blanquecina y escamosa alrededor de la nariz. Y todo ello destacaba aún más por su palidez. Llevaba un carné de prensa asomando del bolsillo de la chaqueta y una bolsa de hombro.

—¿Quién es el periodista que está hablando con Pryor? —pregunté.

Rudy le echó un vistazo.

—Paul Benettio. Escribe una columna barata sobre famoseo en el

New York Star. Todo un pieza, el tío. Contrata detectives para sacar historias sexuales. Es un testigo en el caso. ¿Has leído su declaración?

—Sí, pero no sabía qué aspecto tenía. Básicamente, especula con que Bobby y Ariella no estaban bien —dije.

—Exacto, y no quiere nombrar a sus fuentes de información. Mira esto —señaló Rudy.

Abrió la declaración de Benettio en su ordenador y señaló el último párrafo: «Mis fuentes están protegidas por secreto profesional periodístico. No puedo nombrarlas, ni tampoco revelar más información en este momento».

—¿Sabemos algo más de ese tema? —pregunté.

—No. Es un gacetillero. No merece la pena desperdiciar recursos en un fracasado como él —contestó.

Vi que Benettio y Pryor se daban la mano. Se enfrascaron en una conversación, sin sonrisas o saludos de ningún tipo: solo un diálogo intenso desde el principio. No oía lo que decían. Era evidente que se conocían y habían hablado recientemente. En cierto momento, pararon y se volvieron hacia mí.

Pero no estaban mirándome a mí, sino a mi cliente. Seguí su línea de visión hasta Bobby e inmediatamente vi lo que había llamado su atención.

Bobby estaba a punto de perder el control. Se echó el pelo hacia atrás, tamborileando los dedos sobre la mesa. Sus piernas no paraban de rebotar, arriba y abajo. Su silla empezó a inclinarse hacia atrás. Cuando fui a sujetarle, sentí una punzada de dolor en el costado que me dejó clavado. La silla cayó hacia atrás y vi cómo los ojos de Bobby se quedaban en blanco antes de golpear contra el suelo.

Su cuerpo se dobló por la mitad y empezó a salirle espuma por las comisuras de la boca. Sus brazos y sus piernas temblaban y convulsionaban. El primero en llegar a su lado fue Arnold. Intentó ponerle de costado, hablándole serenamente, llamándole por su nombre.

—¡Un médico!

No sé quién gritó. Tal vez fuera Rudy. De repente, se formó una multitud a nuestro alrededor. Me arrodillé, casi desmayándome por el dolor. Le levanté la cabeza a Bobby. Saqué mi cartera y se la metí en la boca para que no se tragara la lengua.

—¡Que venga un médico ya!

Esta vez oí que el grito venía de Rudy. La gente se amontonaba alrededor de nosotros. Vi los

flashes de las cámaras reflejándose en las baldosas del suelo. Malditos

paparazzi. Benettio también estaba allí, observando con una pizca de satisfacción. Una mujer con camisa blanca y bandas rojas en los hombros irrumpió entre la gente, apartando a Benettio. Llevaba un botiquín en la mano.

—¿Es epiléptico? —preguntó mientras se arrodillaba al lado de Bobby.

Miré a Rudy. Se quedó helado.

—¿Es epiléptico? ¿Toma alguna medicación? ¿Alguna alergia? ¡Vamos, necesito saberlo! —insistió.

Rudy vaciló.

—¡Díselo! —exclamó Arnold.

—Es epiléptico. Toma clonazepam —respondió Rudy.

—Apártense, dennos un poco de espacio —dije yo.

La multitud se dispersó un poco y vi a Pryor al otro lado de la sala, apoyado contra la tribuna del jurado con los brazos cruzados.

El cabrón seguía sonriendo. Miró a su alrededor, para asegurarse de que no tenía a nadie detrás, y empezó a escribir un mensaje en su móvil.

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Kane sabía lo que les esperaba.

El juez se lo explicó al resto del jurado. La mayoría no parecía capaz de asimilarlo.

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