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Las listas de testigos daban mucho juego. Metías a toda la gente que se te ocurría por si los necesitabas. Luego añadías alguno más para jugar con tu adversario y hacerle perder el tiempo siguiendo su rastro.

—Mira, Harry, no voy a revisar mi lista y discutir los méritos de cada testigo. Si Art recorta su lista, perfecto. Yo también lo haré. Entiendo lo que quieres decir: estamos fanfarroneando con estas listas. Si nos dejamos de bobadas, podemos acabar con este juicio dentro de una semana y media —dije.

—No. Vamos a acortar las listas e intentar terminar este juicio para el viernes —respondió Harry.

—¿El viernes? Caray, eso es bastante ambicioso —dijo Pryor.

Todos nos tomamos un momento. Bebimos café. Harry dejó su taza y entrelazó los dedos, con los codos aún sobre la mesa. Apoyó la barbilla suavemente en el arco que dibujaban sus manos y dijo:

—He secuestrado al jurado. Está dentro de mi discrecionalidad judicial, así que no quiero oír una sola palabra al respecto, pues no voy a cambiar de idea. Estoy preocupado.

—¿Por la señorita Kowolski? Seguro que solo fue un trágico y desafortunado accidente —apuntó Pryor.

—Esta mañana ha venido gente del Departamento de Policía de Nueva York: están bastante convencidos de que iban a por la señorita Kowolski. Era una bibliotecaria bastante conocida y respetada en la comunidad. No hay motivo aparente. Aparte del hecho de que formaba parte de este jurado.

—En mi opinión, eso es ir demasiado lejos, señoría —dijo Pryor.

—Aquí soy Harry. Y sí: puede que sea ir demasiado lejos. Pero si no secuestro a este jurado y algo le pasa a otro de sus miembros…

—Haz lo que creas oportuno, Harry. ¿Te dijo la policía algo de «por qué» creen que iban a por ella? —pregunté.

—No, pero están en ello. Así que, caballeros, vayan a revisar sus listas de testigos. Acórtenlas. Si llaman a declarar a alguno que no me parezca esencial, les daré una buena colleja. Cuanto más se demore este juicio, más atención acaparará el jurado. ¿A quién va a llamar primero, Art? —dijo Harry.

—Al inspector principal. Con los alegatos iniciales, hoy mismo deberíamos acabar con su testimonio —contestó.

Harry asintió:

—He oído que tu cliente ha tenido una especie de ataque de epilepsia. ¿Se encuentra bien?

—Creo que sí. Cuanto antes acabe este juicio, mejor.

Abandonamos juntos el despacho de Harry. La secretaria se quedó para preparar los documentos del juez. Sabíamos cómo salir y no necesitábamos escolta.

—Solo por curiosidad, ¿quién es Gary Cheeseman? Mis ayudantes han estado buscándole en Internet y no podemos encontrar ningún experto ni ninguna persona con ese nombre relacionada ni de lejos con el caso. Pero, sorprendentemente, hay bastantes Gary Cheeseman en Estados Unidos. Me encantaría saber por qué apareció de repente ayer en la lista —dijo Pryor.

—Puede que no necesite llamarle. Es todo cuanto puedo decir por ahora.

—Bueno, contaba con que Rudy me ofrecería un buen combate. Lástima que se haya retirado. Espero que usted no me decepcione.

Negué con la cabeza. La gente como Pryor me ponía enfermo. Estaba en este juicio por la motivación y el dinero. Todo el mundo acaba insensibilizándose ante los cadáveres, las tragedias y las cosas terribles que las personas se hacen las unas a las otras. Esto era distinto. Esto no era cinismo ni nada parecido. Era algo enfermizo. Hace años, antes de convertirme en abogado, juré que, si alguna vez me acostumbraba a ver escenas de crimen sin sentir nada por las víctimas, sería el momento de dejarlo.

—Mire, Pryor, lo entiendo: lo que quiere es ganar. Muy bien. Esto no es un concurso para ver quién mea más lejos. Hay dos personas muertas.

—Y cuando acabe el juicio, seguirán estándolo —contestó.

Abrí la puerta al fondo del pasillo y entré en la sala del juzgado. Estaba llena a rebosar de periodistas, presentadores de telediario, fans de Ariella Bloom e incluso unos cuantos seguidores de Bobby. Aquello era un maldito circo.

Pryor entró detrás de mí, se quedó mirando a la galería y dijo:

—Se equivoca en una cosa. Sí que es un concurso para ver quién mea más lejos. Cuando todo esto acabe, se reducirá a quién tenía mejor abogado. Hijo, ya tiene bastantes añitos para saberlo. Y cuando llegue el viernes, seré yo quien se ponga delante de esas cámaras diciendo que se ha hecho justicia a las víctimas. No he perdido un solo caso en veinte años. Y no voy a perder este.

Sonrió hacia la galería con esa dentadura suya tan perlada y se quedó entre el estrado y las mesas, con las manos agarradas sobre la cabeza, como si ya se estuviera preparando para la victoria. La gente aplaudió. También hubo pitos y abucheos de los fans de Bobby, pero no demasiados. Arnold había acompañado a Bobby de vuelta a la sala. Ambos esperaban pacientemente en la mesa de la defensa. Bobby estaba pálido; un fino brillo de sudor cubría su frente. Me senté a su lado.

—Parece que todo el mundo está en mi contra —dijo.

—No te preocupes —contesté—. Para cuando terminemos hoy, las cosas habrán cambiado. Olvídate de esa gente. Los únicos que importan son el jurado. Mientras sean justos, nos irá bien.

—Hablando del jurado, ¿has leído la lista actualizada? —dijo Arnold.

Desdoblé el papel que me había dado y empecé a leer. Era el momento de conocer al jurado. Doce miembros. Doce mentes. No era el que hubiera deseado. Pero desde luego tampoco era el peor. Tenía tres días para ganármelos. Mi teléfono vibró. Mensaje de Harper: «Sal a hablar con Delaney y conmigo en el descanso. Hemos encontrado más víctimas».

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Al subir a la tribuna del jurado, Kane forcejeó por un sitio con Rita. Finalmente, ella tuvo que moverse y dejarle el asiento. Era el último jurado de la fila de atrás. El más cercano a la salida. Spencer estaba sentado delante de él, un poco más bajo y algo a su derecha. Si Kane miraba al estrado delante de él, podía ver fácilmente por encima del hombro de Spencer.

Perfecto.

El jurado recibiría la documentación del juicio en un archivador rojo, así como bolígrafos y un cuaderno de notas. El juez Ford les indicó que dejaran los archivadores a sus pies; él o los abogados les señalarían la página correspondiente cuando fuera necesario. Podían tomar notas libremente.

Todas las mujeres, salvo Cassandra, tenían el cuaderno abierto y el bolígrafo preparado. Spencer también. Manuel era el único que lo puso sobre su regazo; tenía el boli entre los dientes. El resto de los hombres lo dejaron todo en el suelo, extendieron las piernas todo lo educadamente posible y se cruzaron de brazos.

Las voces de la gente sentada en los asientos reservados al público se convirtieron en estrépito. La emoción se palpaba en la sala. Yonquis de juzgado, novelistas de crímenes reales, periodistas y reporteros de televisión cotorreando entre sí. Se habían dado a conocer pocos detalles sobre el asesinato. Solamente lo básico. Pero lo suficiente para encender los periódicos. Tenían la información justa para publicar la historia una y otra vez, aunque sin ofrecer detalles reales. Kane sabía que el

Washington Post lo llamaba «El juicio del siglo». Casi todos coincidían. Eso sí, solo hasta que surgiera el siguiente juicio a un famoso. Hasta que eso ocurriera, aquello era una noticia importante para Nueva York y el resto del país. Una noticia digna del telediario de la noche.

El juez pidió silencio y el ruido de la multitud disminuyó. Kane estudió al público: había muchos familiares de Ariella. Luego miró hacia la mesa de la defensa. No estaba Rudy Carp. Solo Flynn, el acusado y Arnold Novoselic, el especialista en jurados.

Algo había pasado. Quizá Solomon había despedido al resto de sus abogados y se había quedado solo con Flynn. «Eso sería un grave error», pensó Kane.

Empezó la acusación. Aquella era la parte preferida de Kane.

Pryor se levantó y se colocó en el centro de la sala, mirando al jurado. Desde lejos, Kane podía oler su loción de afeitado. Era un olor intenso, aunque no desagradable. Notó cómo el fiscal disfrutaba del silencio antes de empezar a hablar. Todas las miradas de la sala estaban clavadas en él.

Dando un paso hacia el jurado, como un bailarín que se mueve con el primer compás de la música, Pryor comenzó su alegato inicial.

—Damas y caballeros del jurado, ayer tuve el placer de hablar con algunos de ustedes durante la selección del jurado, pero considero necesario presentarme. Así pues, damas y caballeros, me llamo Art Pryor. Quiero que recuerden mi nombre, porque estoy aquí para hacerles tres promesas.

Kane se irguió y notó a varios compañeros haciendo lo propio. Vio que Pryor levantaba su dedo índice.

—Primera, prometo presentarles hechos para demostrar que Robert Solomon asesinó a Ariella Bloom y a Carl Tozer a sangre fría. No voy a «especular». No voy a «teorizar». Voy a mostrarles «la verdad».

Levantó otro dedo.

—Segunda, prometo demostrarles que Robert Solomon mintió a la policía acerca de sus movimientos la noche de los asesinatos. Él dijo a la policía que llegó a casa sobre la medianoche. Nosotros demostraremos que mintió acerca de esa prueba crucial para ocultar su implicación en estos asesinatos.

Tres dedos.

—Tercera, prometo mostrarles pruebas científicas sólidas que sitúan a Robert Solomon en la escena del crimen. Les mostraré sus huellas y rastros de su ADN en un objeto que fue insertado en la garganta de Carl Tozer «después» de ser asesinado.

Un escalofrío de placer atravesó a Kane. Pryor estaba ofreciendo una actuación fascinante. La mejor que había visto nunca. Cuando, finalmente, Pryor dejó caer su brazo, tuvo que contenerse para no aplaudir. La voz del fiscal rebosaba empatía y compasión hacia las víctimas y se llenaba de justa indignación al mencionar el nombre de Solomon.

—Damas y caballeros, voy a mantener mis promesas. Mi querida y anciana madre se revolvería en su tumba si fracasara en este cometido. Este caso trata de sexo, dinero y venganza. Robert Solomon encontró a su mujer en la cama con su jefe de seguridad, Carl Tozer. Sabía que habían estado teniendo una aventura y que su matrimonio había acabado. Destrozó la cabeza de Carl Tozer con un bate de béisbol; luego, cogió un cuchillo y lo hundió en el cuerpo de su esposa… «una y otra y otra vez». Dobló un billete de dólar y lo insertó en la garganta de Tozer. Tal vez creía que Tozer quería el dinero de Ariella y no estaba dispuesto a permitirlo. Si Ariella moría, el acusado heredaría toda su fortuna: treinta y dos millones de dólares.

»Les demostraré que mintió a la policía. Les daré pruebas científicas que demuestran que él es el asesino. Después de eso, es cosa suya. Ustedes y solo ustedes tienen el poder de ofrecer a estas víctimas la justicia que tanto merecen. No pueden devolverles la vida, pero sí pueden darles paz. Pueden declarar culpable a Robert Solomon.

Pryor se volvió hacia la mesa de la acusación. Kane no le quitaba los ojos de encima. Le vio sacar el pañuelo y secarse la boca, como si se estuviera limpiando la ira de los labios. Gran parte del público aplaudió. El juez los mandó callar.

Inclinándose un poco hacia delante, Kane vio los apuntes que Spencer había tomado en su cuaderno. Los observó detenidamente, fijándose en el estilo, el tamaño y las características distintivas de ciertas letras. Cuando volvió a apoyarse sobre su respaldo, miró a su alrededor, a sus compañeros en la tribuna del jurado. Algunos compañeros estaban asimilando aquella ola de emoción. Otros asentían, probablemente sin saberlo.

«Maldita sea, qué bien lo ha hecho», pensó.

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Harry estaba en lo cierto. Pryor era un auténtico profesional de los tribunales. Escuché su alegato inicial observando cuidadosamente al jurado.

Cuando terminó, miré a Bobby. Estaba temblando. Se inclinó hacia mí y dijo:

—Todo esto es mentira. Si Carl y Ari estaban liados, yo no lo sabía. Lo juro por Dios, Eddie. Es mentira.

Asentí, pidiéndole que se calmara. Arnold susurró:

—Pryor se ha ganado al jurado. Tienes que sacarles de ahí.

Tenía razón. Pryor había empleado un viejo truco de abogado llamado «verdad matemática». Está basado en el número tres. Cada palabra de Pryor había sido minuciosamente medida, probada y ensayada. Y todo giraba en torno al número tres.

El tres es el número mágico. Ocupa un lugar importante en nuestra mente; lo vemos constantemente en nuestra cultura y nuestra vida diaria. Si alguien te llama por teléfono equivocándose una vez, así es la vida. Si vuelves a recibir una llamada equivocada, es una coincidencia. Si se equivocan por tercera vez, sabes que algo pasa. En nuestro subconsciente, el número tres equivale a una especie de verdad o hecho. De algún modo, es divino. Jesús resucitó al tercer día. La Santísima Trinidad. A la tercera va la vencida. Tres

strikes y estás eliminado.

Pryor hizo tres promesas. Dijo la palabra «culpable» tres veces. Utilizó la palabra «tres». Mostró tres dedos. Los ritmos y cadencias de su discurso giraban en torno al número tres.

«No voy a especular. No voy a teorizar. Voy a mostrarles la verdad […] Este caso trata de sexo, dinero y venganza […] Hundió el cuchillo en su cuerpo una y otra y otra vez.»

Hasta la estructura de su discurso estaba construida sobre ese número.

Para empezar, anunció al jurado que les iba a decir tres cosas. A continuación, les dijo las tres cosas. Y, en tercer lugar, les explicó lo que acababa de decir.

Tenía motivos para parecer tan satisfecho consigo mismo. El truco estaba bien ensayado, bien pensado, era psicológicamente manipulador y tremendamente persuasivo.

Antes de levantarme para hablar, vi la mirada preocupada de Bobby. Sabía lo que estaba pensando. Se preguntaba si tenía al abogado adecuado. Su vida pendía de un hilo. La gente no suele tener una segunda oportunidad en un juicio por asesinato.

No me lo tomé a mal. Si yo estuviera en su piel, probablemente me hubiera sentido igual. Me puse en pie, me abotoné la chaqueta del traje y me coloqué a, más o menos, un metro de la tribuna del jurado. Lo bastante cerca como para crear cierta intimidad.

Mientras Pryor hablaba con la fuerza y la autoridad de un actor experimentado, yo mantuve el tono de voz a un nivel que pudiera oír el jurado, pero que apenas llegara al fondo de la sala. Por muy demoledor que fuese, Pryor había demostrado tener un punto débil: la vanidad.

—Me llamo Eddie Flynn. Ahora represento al acusado, Robert Solomon. A diferencia del señor Pryor, no necesito que recuerden mi nombre. No soy importante. Lo que yo crea, no importa. Y no voy a hacerles ninguna promesa. Voy a pedirles que hagan una cosa. Quiero que cada uno de «ustedes» mantenga la promesa que hizo ayer cuando cogió la Biblia en la mano y juró dar un veredicto verdadero y fiel en este caso.

»Verán, al convertirse en jurados, asumieron una responsabilidad. Son responsables de todas las personas en esta sala, de todas las personas en este estado y de todas las personas en este país. Tenemos un sistema de justicia que afirma que es preferible que cien hombres culpables salgan libres a que uno inocente vaya a la cárcel. Son ustedes responsables de cada hombre y mujer inocente acusado de un crimen. Tienen que protegerlos.

Di un paso hacia delante. Dos mujeres y un hombre del jurado se inclinaron hacia mí. Mis manos se agarraron a la barandilla de la tribuna y me agaché.

—Ahora mismo, la ley de nuestro país dice que Robert Solomon es inocente. La acusación debe hacerles cambiar de idea. Tienen que convencerlos más allá de cualquier duda razonable de que él cometió estos asesinatos. Recuérdenlo. ¿Están seguros de que todo lo que dice la acusación es correcto? ¿Es cierto? ¿Es eso lo que ocurrió? ¿O cabe la posibilidad de que ocurriera de otro modo? ¿«Pudo ser» otra persona la que mató a Ariella Bloom y a Carl Tozer?

»La defensa demostrará que hay otro sospechoso que la acusación ha pasado por alto. Otra persona que dejó su huella en la escena del crimen. Alguien a quien el FBI lleva años buscando. Alguien que ya ha matado antes, muchas veces. ¿Pudo cometer esa persona los asesinatos que nos ocupan? Al término de este juicio, tendrán que hacerse esa pregunta. Si la respuesta es «sí», dejen que Robert Solomon se vaya a casa.

Me mantuve agarrado a la barandilla, mirando detenidamente a los miembros del jurado uno por uno. Luego, volví hacia la mesa de la acusación. De camino, no pude resistirme a mirar a Pryor.

Su mirada fue muy elocuente: «a jugar».

Por primera vez aquel día, vi que algo se despertaba en los ojos de Bobby. Algo pequeño, pero importante.

Esperanza.

Arnold se inclinó hacia delante haciéndome un gesto para que hiciera lo propio.

—Buen trabajo. El jurado se lo ha tragado. Hay uno que… —dijo, pero Pryor ya se había levantado, y Arnold lo vio—. Nada, no importa —dijo.

—La acusación llama a declarar al inspector Joseph Anderson —anunció Pryor.

El fiscal no quería dejar que mi discurso siguiera resonando en los oídos del jurado. Tenía que mover ficha rápido, ganárselos de nuevo y retenerlos. Yo ya había leído la declaración de Anderson. Era el inspector principal.

Un tipo corpulento con pantalones grises y camisa blanca se dirigió hacia el estrado. Mediría uno noventa y tantos. Tenía el pelo corto y moreno. Subió a su sitio y se volvió hacia la sala. Sus ojos eran pequeños y de color oscuro. Tenía un bigote espeso y nada de cuello. Llevaba una escayola en la mano derecha que le llegaba hasta el codo y la camisa arremangada hasta el principio de la escayola.

Aunque en ese momento no lo sabía, ya conocía al inspector Anderson. De la noche anterior. Era uno de los tipos del grupo del inspector Mike Granger. El que había intentado hacerme un boquete en el pecho antes de que yo le partiera la mano bloqueando su puñetazo.

Él ya me había reconocido. Lo veía en sus pequeños y penetrantes ojos.

Por primera vez desde hacía tres días, me relajé un poco. Si Anderson era tan sucio como Granger, eso quería decir que cabían serias posibilidades de que estuvieran intentando tomar el camino más fácil en este caso. Y era probable que hubiesen atajado, colocando pruebas incriminatorias y haciendo todo lo necesario para inculpar a su autor.

La cosa se ponía interesante.

CARP LAW

Suite 421, Edificio Condé Nast. Times Square, 4. Nueva York, NY.

Comunicación abogado-cliente sujeta a secreto profesional

Estrictamente confidencial

Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Terry Andrews

Edad: 49

Expromesa del baloncesto. Sufrió una grave lesión de ligamentos y se retiró del deporte a los diecinueve años. Propietario de un restaurante: cafetería y parrilla tradicional en el Bronx, donde también es el chef de parrilla. Divorciado en dos ocasiones. Padre de dos hijos. No tiene contacto con su familia. No tiene historial como votante ni afiliaciones políticas. Aficionado al jazz. Mala situación económica, el restaurante ha estado a punto de cerrar.

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 55%

ARNOLD L. NOVOSELIC

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—Inspector Anderson, bastará con que levante la mano izquierda. Veo que no puede coger la Biblia. El oficial le leerá el juramento —dijo el juez Ford.

Kane observó al inspector mientras repetía el juramento y tomaba asiento en el estrado. Mientras tanto, pensaba en el alegato inicial del abogado defensor. Había hecho referencia a otro posible autor. Un asesino. Y el FBI le estaba buscando.

Empezó a recordar otra vez. A lo sucedido muchos años atrás. Su madre había perdido la granja. Se habían mudado muy lejos y habían cambiado de nombre. Una vida nueva, un nuevo comienzo. Por un tiempo, su madre fue feliz. La protección de una nueva identidad había resultado embriagadora. Pero su madre no logró conservar ninguno de los empleos que encontró: camarera, limpiadora, dependienta, trabajo detrás de una barra… Y las facturas se fueron acumulando. Había pequeños sobres marrones desperdigados por todo aquel húmedo apartamento. Hasta que simplemente fueron demasiadas y el casero los echó a la calle.

Se movieron mucho hasta que por fin logró mantener un puesto de trabajo en una fábrica local, básicamente porque era un empleo que nadie más quería. Limpiaba las tinas después de ser utilizadas para Dios sabe qué. Productos químicos, eso era lo único que le decía a Kane. No sabía de qué tipo. Cada día llegaba a casa un poco más pálida, un poco más delgada, un poco más enferma. Hasta que un día no fue capaz de ir a trabajar. No tenían seguro médico ni dinero para pagar a un doctor. Kane se graduó en el instituto con las mejores notas del centro desde hacía siete años. A pesar de que su educación había sido esporádica, era indudable que tenía una enorme capacidad intelectual. Tenía una beca esperándole para estudiar en la Universidad de Brown.

Su madre murió una semana después de la graduación. Falleció en la cama, en su pequeño y sucio apartamento. Ese mismo día, recibió una carta del gerente de la fábrica comunicándole que estaba despedida. Al final, apenas podía respirar y el más mínimo movimiento suponía una agonía para ella. Fue entonces cuando Kane supo que tenía que ponerle fin. Su madre ya no tenía fuerzas, pero él sabía cómo sacarlas. Había varias maneras de hacerlo: tapándole la boca y la nariz con la mano, poniéndole una almohada sobre la cara o tal vez dándole una sobredosis de morfina barata del mercado negro. Creía que la morfina funcionaría, pero no sabía cuánta necesitaría para conseguirlo. Con cualquiera de esos métodos, cabía la posibilidad de que sufriera. Necesitaba algo más eficaz. Más rápido.

Al final, se decidió por un método que sabía que sería rápido y fiable.

Fue a buscar su hacha.

Antes de asestarle el golpe de clemencia en la cabeza, la madre de Kane pudo ver en qué se había convertido su hijo.

Kane encontró veinte dólares y cuarenta y tres centavos en su bolso. Rebuscando entre el resto de sus cosas, dio con lo que creyó que era un cuaderno de recortes. Viejas fotos de su madre de joven. Y recortes de periódico. Unos cuantos. Todos hablaban de la misma notica; tendrían unos seis años de antigüedad. El cuerpo de un hombre había sido hallado enterrado a las afueras de una granja. La policía buscaba a la antigua propietaria y a su hijo. Al ver su nombre en los periódicos, su verdadero nombre, Kane sintió un subidón como nunca antes había experimentado. Estaba ahí. En blanco y negro.

Joshua Kane.

Se quedó el cuaderno. Lo metió en una maleta con algo de ropa.

No iría a Brown. Hacía tiempo que sabía que no podía ir. En cierto modo, la enfermedad de su madre había sido una bendición. Estaba demasiado mal para percibir el hedor que salía del dormitorio de Kane. La graduación había sido el 31 de mayo. El baile fue el 20, el mismo día que su acompañante, Jenny Muskie, desapareció junto con otro estudiante llamado Rick Thompson. La policía puso una orden de búsqueda del coche de Rick, pero no dio frutos. El día después de la desaparición registraron el apartamento de Kane, se disculparon ante su madre y no encontraron nada. Desde entonces habían hablado tres veces con él, que les había contado lo mismo cada vez: fue al baile de graduación con Jenny, o Huskie Muskie, como la llamaban en el instituto; poco después de llegar, se fue con Rick. No los había vuelto a ver.

Nadie los había visto.

Kane se colgó la mochila y volvió a su cuarto. Abrió un bidón de gasolina que había ido sacando de los coches del barrio y empapó su cama, los suelos, el dormitorio de su madre y la cocina. Pero la mayoría la echó en el suelo de su habitación. No quería que la policía descubriera todo lo que le había hecho al cuerpo de Jenny. Probablemente, lo encontrarían, cuando las tablas del parqué se rompieran por el calor.

Echó un último vistazo al lugar, encendió una cerilla, la arrojó y se marchó.

Robó un coche. No pudo evitar pasar una vez más por el embalse. Si alguna vez lo vaciaban, encontrarían el coche de Rick en el fondo, su cuerpo en el maletero y la cabeza metida entre el salpicadero y el acelerador.

Ese había sido el principio. El empujón que necesitaba para lanzarse al mundo por sí mismo. Y con un propósito. Su madre murió persiguiendo el sueño de una vida mejor. El sueño que comparten todos los estadounidenses pobres: si trabajas duro, puedes conseguirlo. Y ella trabajó muchísimas horas en todos aquellos sitios espantosos, pero ¿para qué?

Por cuarenta y tres dólares. Su madre era lo único que tenía. Y ahora ya no estaba.

Kane sabía que el sueño que perseguía su madre era mentira. Una mentira que seguían perpetuando la prensa y la televisión. A la gente que lo había «conseguido» a base de trabajar duro o de suerte se la encumbraba como un icono. Él se aseguraría de que esa gente sufriera por dar vida a aquel sueño, por alimentar la mentira. Ah, cómo les iba a hacer sufrir.

Ahora, sentado en el juzgado, recordaba la sensación que experimentó al ver su nombre en el viejo recorte dentro del cuaderno de su madre. Había vuelto a sentirla escuchando a Flynn. Un asesino que había dejado su marca. Un hombre al que el FBI llevaba años buscando. Le inundó un escalofrío de miedo y placer. Como una mano fría y agradable tocando su hombro.

«Conozco tu nombre. Sé lo que has hecho.»

Por un instante, notó que se le había caído la máscara. Su expresión de pasividad y el lenguaje abierto y neutral de su cuerpo habían cambiado a medida que le inundaban aquellos pensamientos. Tosió y miró a su alrededor. Nadie lo había visto en el jurado. Miró al abogado de la defensa. Flynn tampoco parecía haberse dado cuenta.

Pero algo iba mal. Lo sabía. Lo presentía. Esta vez, no era la emoción de recordar sus obras pasadas, ni siquiera el dulce placer de la nostalgia. Aquello era distinto.

Miedo.

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