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Kane había pasado gran parte de su vida practicando ser otras personas. A veces, esas identidades le acompañaban durante un tiempo, especialmente cuando tomaba el lugar de una persona real. A veces, usaba la identidad falsa y se deshacía de ella pronto, una vez cumplido su cometido. De entre las identidades que más le habían durado, Kane tenía varias favoritas. Y había aprendido rápidamente que, para mantener una identidad, tenía que ser capaz de firmar ciertos documentos: carné de conducir, cheques, transferencias de dinero… Lo típico. En su tiempo libre, practicaba la firma de su nueva identidad y aprendía a falsificarla a la perfección. Con los años, se había hecho un experto. Desarrolló un control del bolígrafo y una coordinación ojo-mano dignas de un gran artista.

Por fin, una vez satisfecho con su trabajo, Kane se relajó en el asiento, volvió a la primera página del cuaderno y se cruzó de brazos.

Concluido el interrogatorio principal de Pryor, Kane observó fascinado la fila de personas que entró por la puerta trasera de la sala con cajas y con un colchón. Vio a Pryor discutiendo con Flynn.

—Señoría, quisiera solicitar una moción para que se permita una demostración formal durante mi contrainterrogatorio a este testigo —dijo Flynn.

—Moción aceptada, pero antes de eso debemos excusar al jurado —contestó el juez.

Los jurados a ambos lados de Kane se levantaron. Él los siguió, guardándose el cuaderno en el bolsillo. La guardia los condujo a través de la puerta lateral a la sala del jurado. En muchos casos, entraban y salían diez o doce veces al día mientras los abogados discutían la ley. Kane ya estaba acostumbrado.

La guardia se quedó fuera de la sala, sosteniéndoles la puerta. Al pasar a su lado, Kane dijo:

—Disculpe, ¿podría ir al aseo?

—Claro, está al final del pasillo. La segunda puerta a la izquierda —contestó.

Kane le dio las gracias y se fue por el pasillo. Los aseos eran pequeños, oscuros y olían como la mayoría de servicios masculinos. Uno de los apliques de luz estaba roto. Había dos urinarios sobre el alicatado blanco. Kane fue al único cubículo, se metió y cerró la puerta con pestillo.

Rápidamente, se puso manos a la obra.

Primero sacó un paquete de chicles del bolsillo. Ya estaba abierto y le faltaba uno. Lo volcó en la palma de su mano y salieron el resto. También había una bolsita del tamaño de un chicle. Quitó el envoltorio de celofán de la bolsita y desdobló un par de guantes de látex increíblemente finos. Se los puso con rapidez. Sacó el cuaderno de su bolsillo y arrancó la página donde había escrito «culpable». Arrugó el papel entre las manos haciendo una bola, asegurándose de que tres de las letras quedaran a la vista. Metió el papel arrugado en su chaqueta, se quitó los guantes, introdujo algunas monedas en su interior, los envolvió en papel higiénico, los soltó en el inodoro y tiró de la cadena.

El jurado no tuvo que esperar demasiado. Diez minutos. Lo suficiente para que Spencer volviera a romper las reglas.

—A ver, la cosa no pinta bien para el acusado. Lo sé. Pero el caso no ha acabado. Y no me fío de ese poli —dijo Spencer.

—Yo tampoco. Y ese fiscal tan vivo ha tenido el cuchillo todo este tiempo. Simplemente, no quería que la defensa lo supiera —apuntó Manuel.

—Eso no lo sabemos. Lo único que puedo decir es que ahora mismo la cosa no tiene buena pinta para Solomon —dijo Cassandra.

Kane había pillado a Cassandra mirando a Spencer furtivamente de vez en cuando. Era joven y delgado. La chica aún no se había armado de valor para hablar con él, pero parecía obvio que se sentía atraída por ese tipo.

—Tenemos que mantener la mente abierta. Y no está permitido que hablemos sobre las pruebas hasta que concluya el juicio —dijo Kane.

Varios miembros del jurado asintieron mostrando su aprobación.

—Tiene razón —dijo Betsy—. No podemos hablar de ello.

—Solo he dicho eso: que no deberíamos creérnoslo como si fuera el Evangelio solamente porque lo diga un policía. La mente abierta, chicos —dijo Spencer.

El jurado volvió a tomar asiento. Antes de hacerlo, Kane se quitó la chaqueta y la dobló. Se sentó en su asiento de la tribuna, justo detrás de Spencer; colocó la chaqueta sobre su rodilla derecha. El juez volvió a dirigirse a ellos.

—Gracias, damas y caballeros. He autorizado al señor Flynn para que realice una demostración práctica. Recuerden que la acusación tendrá derecho a volver a preguntar al testigo sobre cualquier tema que surja durante la demostración. Adelante, señor Flynn —dijo el juez.

Kane dejó caer la chaqueta al suelo, asegurándose de que la manga izquierda quedara mirando hacia él. Se inclinó a recogerla, comprobando antes que los jurados sentados a ambos lados estaban atentos en la primera pregunta de Flynn. Tanto Terry como Rita estaban concentrados en el abogado. Al coger la chaqueta, sacó la bola de papel del bolsillo derecho empujándola a través de la tela. De este modo, el papel quedó en el suelo, con la chaqueta encima. Luego levantó la chaqueta apenas un centímetro del suelo para deslizarla un poco. Por un brevísimo instante, vio la bola rodar hasta la sombra que había bajo el asiento delante de él.

Comprobó rápidamente los rostros de los jurados a su izquierda, así como de Rita, a su derecha. Ninguno parecía haberlo visto.

En cuanto Flynn empezó su contrainterrogatorio, notó que había tensión entre Anderson y él. Se hizo evidente cuando el policía habló sobre su muñeca. Dijo que se lo había hecho en una caída.

Flynn estaba dolorido. Se movía más despacio que cuando le había visto el día anterior. Y también se fijó en que cada vez que se levantaba de la silla intentaba ocultar una mueca de dolor.

Si tuviera que apostar, diría que Anderson y Flynn se habían peleado la noche anterior. La forma en la que el policía miraba a Flynn escondía algo. El odio que rezumaba como si fuera vapor iba más allá del desprecio transitorio que sienten los policías de Homicidios por los abogados defensores.

No, ahí había algo más. Algo reciente.

A Kane no le caían mal los policías. No los odiaba.

Por eso había decidido colaborar con uno. Era útil. Pensó en llamar a su contacto más tarde. Había más trabajo por hacer.

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Hay tres ingredientes fundamentales para un buen timo. Da igual que seas timador en La Habana, Londres o Pekín. Dondequiera que estés, pasas por estas tres fases. Puede que tengan nombres diferentes y que se utilicen para fines distintos, pero, llegado el momento, estos tres procesos conducen al éxito en el timo.

El número mágico, una vez más.

Curiosamente, un buen interrogatorio también consta de tres fases. Y da la casualidad de que esas fases son exactamente las mismas que emplean los timadores de poca monta y los de alto

standing. El arte del timo y el arte del «contra» son uno solo. Y yo sabía manejar ambos.

Primera fase. Convencer.

—Inspector, a partir de las fotografías que hemos visto, de los informes de las autopsias realizadas a las víctimas y de su propia investigación, estos asesinatos podrían haber sido cometidos por alguien distinto al acusado, ¿correcto?

Ni siquiera se detuvo a pensarlo. Contaba con ello. Cuando a un policía de Homicidios se le mete algo en la cabeza, es prácticamente imposible hacerle cambiar de idea.

—No, no es correcto. Todas las prueban apuntan a que el acusado es el asesino —contestó serenamente.

—La defensa no lo acepta, pero digamos, por un momento, que está usted en lo cierto: que todas las pruebas apuntan al acusado como el asesino. ¿Cabe la posibilidad de que el verdadero autor de este crimen quiera simplemente que usted, sus compañeros y el fiscal creyeran que el «acusado» es culpable de este crimen?

—¿Quiere decir que alguien entrara y saliera flotando de la casa sin ser visto y que dejara pruebas para inculpar a Bobby Solomon? No —dijo, conteniendo la risa—. Lo siento, pero eso es ridículo.

—Según ha explicado al jurado, Carl Tozer fue asesinado con un bate; posteriormente, Ariella Bloom murió por las heridas recibidas con un cuchillo cuando ambos estaban en la cama. ¿Es esa la única forma en la que pudieron producirse los asesinatos?

—Es el único escenario que encaja con las pruebas —dijo Anderson.

Abrí mi portátil, accedí al sistema de vídeo del juzgado con mi contraseña y subí dos de las fotografías que Harper y yo habíamos sacado el día anterior. Al mirar la pantalla, vi que Pryor había dejado puesta la imagen de la escena del crimen. Sería útil. Di instrucciones a Arnold para que fuera pasando las imágenes y poniéndolas en la pantalla de la sala. Me dio el visto bueno, se levantó y movió nuestro equipo al «pozo del tribunal», el espacio que hay entre juez, jurado y testigo.

Al levantarme no pude evitar hacer una mueca por el dolor que sentía en el costado. Cada vez era más intenso; en breve, echaría mano de los calmantes. Solo tenía que aguantar un poco más. Por un instante, me quedé mirando las cajas y el colchón, así como la bolsa dispuesta encima de este.

Segunda fase. La trampa.

—Inspector Anderson, ¿encontraron a las víctimas en la escena del crimen exactamente como muestra la foto en la pantalla? —pregunté.

Volvió a mirar la imagen. Carl estaba de lado, con la parte trasera de la cabeza manchada de sangre. Ariella estaba boca arriba, con manchas de sangre en el estómago y en el pecho, pero en ningún otro sitio.

—Sí, así es como los encontramos.

Había leído el informe del forense sobre la escena del crimen. Daba una descripción detallada de las posturas y de las heridas de los cadáveres. La forense llegó hacia la una de la madrugada: dictaminó que la hora de la muerte había sido entre tres y cuatro horas antes de su llegada.

Hice un gesto a Arnold mostrándole dos dedos y cambió la foto en la pantalla de la sala. Era un primer plano de la etiqueta del colchón en la escena del crimen.

—Inspector, este colchón que hemos colocado en el suelo es un NemoSleep, con número de producto 55612L. ¿Puede confirmar que es el mismo número de producto que el del colchón que muestra la fotografía con las manchas de sangre de la víctima?

Miró la foto y contestó:

—Eso parece.

—La forense recoge en su informe que el torso de Ariella estaba a treinta centímetros del borde izquierdo de la cama; su cabeza, a veintitrés centímetros del borde superior. ¿Es correcto?

—Eso creo, no lo recuerdo exactamente, sin volver a leer el informe —dijo.

Hizo una pausa mientras el ayudante del fiscal buscaba una copia del informe y se lo entregaba a Anderson. Le dije de memoria la página exacta. Es una habilidad que me ha resultado muy útil en la abogacía. Nunca olvido.

—Sí, diría que es correcto —me concedió.

Anderson confirmó también que la cabeza de Tozer estaba a sesenta y un centímetros del borde superior de la cama, y a cuarenta y seis del borde derecho de la misma, según la forense.

Cogí la bolsa que había encima del colchón y expuse su contenido sobre el suelo.

Una cinta métrica. Un rotulador. Un vaso de chupito. Sirope de maíz. Una botella de agua. Colorante alimentario. Una sábana.

Desdoblé la sábana y la extendí sobre el colchón. Medí las distancias de la posición de las víctimas según el informe de la forense y dibujé un círculo alrededor de ellas sobre la sábana con el rotulador. A continuación, le enseñé un dedo a Arnold: necesitábamos la primera foto.

En la pantalla, la imagen cambió. Ahora mostraba una foto del colchón tomada el día anterior. Se veía una mancha de sangre ancha y espesa en el lado de la cama de Ariella; en el lado de Tozer, solo una manchita debajo de su cráneo, más o menos del tamaño de la base de una taza de café.

—Inspector, ¿está usted de acuerdo en que las marcas que he hecho sobre esta cama son equivalentes a las manchas de sangre de la foto?

Se tomó un momento para mirar la pantalla y el colchón en el suelo.

—Sí, más o menos.

—Tiene usted delante el informe de la forense. Recogió que Ariella Bloom pesaba cincuenta kilos. Carl Tozer, ciento cinco. ¿Es correcto?

Pasó varias páginas:

—Sí —dijo.

—Inspector, esto no es un examen de matemáticas, pero Carl Tozer pesaba más del doble que Ariella Bloom, ¿no?

Asintió, recolocándose en el asiento.

—Tendrá que contestar para que conste en acta —dije.

—Sí —respondió, inclinándose hacia el micrófono.

Abrí la caja y saqué dos pesas rusas. Se las mostré a Anderson. Corroboró que una pesaba diez kilos y la otra veinte. Coloqué una en el lado de la cama de Ariella y la otra justo debajo de la mancha en el lado de Tozer. Sabía que aquella demostración funcionaría incluso antes de empezar. Lo sabía desde que Harper y yo nos tumbamos sobre la cama del dormitorio de Bobby. La pesa de veinte kilos estaba más baja sobre el colchón. Se había hundido con el peso. La de diez kilos estaba al menos un par de centímetros más alta.

—Inspector, volviendo una vez más al informe, la forense indicó que Ariella había perdido mucha sangre. Casi mil centímetros cúbicos, ¿cierto?

Comprobó el informe.

—Sí.

Abrí la botella de agua, vertí un poco en mi vaso sobre la mesa de la defensa. Luego eché un chorrito de sirope de maíz y dos gotas de colorante en el agua que quedaba en la botella. Volví a poner el tapón y la agité. Lo desenrosqué y llené el vaso de chupito.

—Inspector, como verá, este vaso de chupito tiene una capacidad de cincuenta centímetros cúbicos. ¿Desea comprobarlo? —pregunté.

—Me fío de su palabra —contestó.

—El laboratorio criminalístico del Departamento de Policía de Nueva York emplea una mezcla compuesta por una medida de sirope de maíz y cuatro de agua para replicar la consistencia de la sangre. Está en el manual de reconstrucción para expertos en salpicaduras de sangre. ¿Lo sabía?

—No, pero, de nuevo, no se lo discuto —dijo.

Anderson procuraba no ceder puntos sabiendo que tenía un as en la manga. Podía debilitar su testimonio si discutía innecesariamente. Todos los policías de Nueva York tienen la misma formación como testigos. Ya había interrogado a bastantes para saber cómo hacerlo.

Lentamente, vertí el contenido del vaso de chupito sobre la pesa que había colocado en el lado de la cama de Ariella. Se formó un pequeño charco alrededor de la base de la pesa y la mancha oscura se fue extendiendo. Fluyó en un hilo por la superficie de la cama y avanzó serpenteando alrededor de la pesa del lado de Tozer. La bola de músculo en la mandíbula de Anderson empezó a moverse como una bomba. Aunque estaba a tres metros, podía oír cómo le rechinaban los dientes.

—Inspector, si lo desea, puede levantarse para examinar el colchón antes de contestar a mi pregunta. Mire la fotografía del colchón en la pantalla y dígame, ¿qué está mal en la foto?

Anderson observó la pantalla y luego el colchón. No era un buen actor. Se frotó las sienes y sacudió la cabeza intentando fingir confusión, sin éxito.

—No sé qué me quiere decir —dijo.

Estaba tratando de ponerme las cosas difíciles, pero se había equivocado en la respuesta. Eso me daba pie a que se lo explicara todo a él y, aún más importante, al jurado.

Arnold cambió la imagen de la pantalla y subió la foto de las víctimas tomada en la escena del crimen. Él y yo sí nos entendíamos. Antes de proseguir, vi que Harry tomaba notas. Iba muy por delante de mí.

—Inspector, no hay sangre de Ariella Bloom en el cuerpo de Carl Tozer, ¿verdad?

—No, supongo que no —contestó.

Pryor ya había escuchado bastante. Saltó de su asiento y se puso a mi lado.

—Señoría, la acusación tiene que protestar ante esta… esta charada. El hecho de que la sangre, o lo que sea que hay en este colchón, fluya cuesta abajo a otra parte de este colchón no significa nada. El colchón de la casa del acusado no ha sido analizado. Es distinto. No hay pruebas que demuestren que lo que ocurre en este colchón por principio hubiera ocurrido en el colchón de la escena del crimen.

Las cejas de Harry se arquearon y empezó a dar golpecitos con el bolígrafo sobre su mesa.

—Señor Flynn, le he dejado proceder hasta ahora, pero el señor Pryor ha planteado una cuestión razonable —dijo Harry.

Tercera fase. El momento en que comprendes que eres un primo.

Miré hacia el público, que esperaba ansioso mi respuesta. Vi muchas cosas en los rostros que me observaban. Algunos estaban recelosos; otros, confusos. No obstante, la mayoría estaban intrigados. Llevaban meses escuchando una única versión de los hechos: a saber, que Bobby Solomon mató a su mujer y a su jefe de seguridad. Ahora, tal vez, estaban ante una versión distinta.

A todo el mundo le gusta una buena historia.

Encontré una cara que había estado buscando en el público.

—Señor Cheeseman, ¿le importaría levantarse?

En la segunda fila de los asientos reservados al público, un hombre que rondaba los cincuenta años se puso en pie con orgullo. Tenía una cabellera fuerte y negra, que llevaba bien peinada. Lucía un bigote que parecía cuidado como la mascota familiar preferida. Era un hombre grande, en todos los sentidos. Vestía un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata de color esmeralda.

Me volví hacia Harry.

—Señoría, este es el señor Cheeseman. En 2003 diseñó y patentó el colchón NemoSleep. Está hecho de látex y un tejido recubierto de Kevlar cien por cien resistente al agua. Garantizado. Este colchón tiene el mismo índice de absorción que un acero de alto contenido en carbono. También es hipoalergénico, antibacteriano, antifúngico y se utiliza en la industria hotelera de todo el mundo. Si es necesario, el señor Cheeseman podría testificar ahora, fuera de turno… En caso de que el señor Pryor desee contrainterrogarle.

Harry apenas pudo esconder el placer en su rostro al ver al señor Cheeseman. La cara de Pryor lo hacía más delicioso todavía. La palabra sorpresa se quedaba corta. Acababa de comerse una pared de ladrillo con «NO CULPABLE» escrito en letra bien grande.

—Eh…, señoría, la acusación se reserva su posición respecto al señor Cheeseman por el momento —dijo.

—Voy a permitir que continúe esta línea de interrogatorio por ahora —apuntó Harry.

Volví a poner a Anderson contra las cuerdas antes de que Pryor alcanzara la mesa de la acusación.

—Inspector, como ya hemos demostrado, no hay sangre de Ariella Bloom sobre el cadáver del señor Tozer. Ni una gota. Si las víctimas estaban ubicadas tal y como usted las encontró cuando fueron asesinadas, tendría que haber sangre sobre el señor Tozer. ¿Está de acuerdo?

—No, creo que las víctimas fueron asesinadas donde yacían —contestó.

—¿Está usted de acuerdo en que el líquido fluye cuesta abajo? —pregunté.

—Eh, sí…, claro —dijo.

—Es pura física, inspector. Carl Tozer pesaba mucho más que Ariella Bloom. Su peso haría que el colchón se hundiera. Según las leyes de la gravedad, cualquier sangre que saliera del cuerpo de la señora Bloom caería cuesta abajo y se habría encontrado sobre el señor Tozer, ¿correcto?

Vaciló. Sus labios se movieron, pero no salió ni un sonido de su garganta.

—Es posible —contestó.

Entré a matar. La pantalla mostraba la foto que Harper había hecho de las manchas sobre el colchón.

—Si Tozer estaba en esa cama cuando la señora Bloom fue asesinada, se habría manchado de sangre. Inspector, ¿no le parece obvio, habiendo visto la demostración, que Carl Tozer no estaba en esta cama cuando la otra víctima fue asesinada? Tuvo que pasar tiempo para que la sangre se secara y coagulara antes de que se pusiera el peso de Carl Tozer sobre ella, ¿no cree?

—Es posible —dijo.

—¿Quiere decir que es probable?

Habló apretando los dientes.

—Es posible.

—Al comienzo de este contrainterrogatorio, dijo usted a los miembros del jurado que los asesinatos solo pudieron producirse cuando ambas víctimas estaban tumbadas juntas sobre la cama. Las pruebas apuntan ahora hacia otro lugar, ¿no? —dije.

—Puede. Eso no cambia el hecho de que su cliente fue quien los mató —contestó.

Estaba a punto de lanzarme a por Anderson. Había muchos más interrogantes en torno a aquella investigación. Sin embargo, el juez levantó la mano y me pidió que parara. Un oficial del juzgado estaba susurrándole algo. Harry se levantó y dijo:

—Se suspende la vista durante veinte minutos. Quiero ver a los letrados de la acusación y la defensa en mis dependencias ahora mismo.

Parecía enfadado. Oficial y juez intercambiaron unas palabras. Harry desapareció por el pasillo trasero antes de que el oficial dijera:

—Todo el mundo en pie.

No sabía qué estaba pasando. Pryor tampoco.

Pero algo pasaba. Vi a la guardia del jurado recogiendo los cuadernos de sus miembros. Mierda. Lo último que necesitaba era un jurado nuevo. Justo cuando empezaba a ganarme a aquella gente.

Fuera lo que fuese lo que había ocurrido, Harry estaba furioso.

Un ruido llamó mi atención. Eran voces gritando. Localicé el origen del barullo y di un paso atrás. En todos mis años de experiencia, nunca había visto nada como aquello.

Había estallado una pelea en la tribuna del jurado.

CARP LAW

Suite 421, Edificio Condé Nast. Times Square, 4. Nueva York, NY.

Comunicación abogado-cliente sujeta a secreto profesional

Estrictamente confidencial

Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Manuel Ortega

Edad: 38

Pianista, flautista, guitarrista. Principales ingresos como músico de estudio. En la actualidad, no forma parte de ningún grupo. Divorciado. Un hijo varón, de diez años, con su exmujer. Situación financiera precaria (acreedores agresivos). Se mudó a Nueva York desde Texas hace veinte años. Un hermano en la cárcel. Publicaciones en redes sociales demuestran fuertes opiniones contra el sistema penitenciario.

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 90%

ARNOLD L. NOVOSELIC

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Había esperado el momento perfecto.

Difícil de decidir, con tanta gente a su alrededor. Kane siempre se había sentido muy incómodo rodeado de gente. Había pasado años atento a detalles sutiles de las personas que se ponía como objetivo: su tono de voz, sus cadencias al hablar, la postura, los hábitos, los tics, el ritmo de su respiración, su olor, hasta la manera de cruzar las manos en posición de descanso.

Al sentarse entre el resto del jurado, se vio incapaz de desconectar ese sentido agudizado de los demás. Algunas veces le resultaba apabullante. Otras, lo agradecía.

Como ahora.

Lo sabía sin tener que mirar. Flynn había arrinconado a la acusación. El tipo alto y gordo de la segunda fila. Cheeseman. Hasta los muebles parecían estar volviéndose a su favor. Había sido una jugada fascinante.

Kane estiró la pierna derecha y la cruzó suavemente sobre la rodilla izquierda. Puso una mano sobre ambas piernas y esperó. Sabía que la bola de papel había rodado hacia delante, hasta la primera fila. La había tocado con el pie y había oído un leve crujido de papel.

Spencer miró a su izquierda, buscando el origen del sonido. Luego a la derecha. No vio nada. Habría tenido que agacharse para verlo.

Kane ya no veía la bola, pero sabía instintivamente dónde estaba.

La jurado que estaba sentada a la derecha de Spencer, Betsy, apoyó las palmas de las manos en su asiento y se recolocó, columpiando las piernas hacia afuera y volviendo a doblarlas bajo el banco con los tobillos cruzados.

Había oído algo. Kane también. Esta vez había sonado más fuerte. El crujido de un papel. Betsy se agachó para mirar. Al incorporarse, tenía un trozo de papel en la mano. Se quedó inmóvil un instante, mirándolo como si fuera una bola de cristal.

La palabra «culpable» se leía claramente en el papel. Rita estaba al lado de Kane y también había visto a Betsy coger algo del suelo. Se deslizó hacia delante y le puso delicadamente una mano a Betsy sobre el hombro.

—Ay, Dios, pone «culpable» —susurró.

—Sí —dijo Betsy.

Las dos se volvieron hacia Spencer.

Spencer miró a Betsy, algo confundido.

—¿Qué es eso? —preguntó.

La guardia del jurado los oyó hablando y pasó al lado de Kane agachándose para hacerles callar. Entonces, de repente, vio el papel. Betsy le dio la vuelta para que viera lo que decía. La guardia se incorporó bruscamente. Les dijo que se callaran, cogió el papel y fue con paso firme hacia el juez.

Kane se quedó parado y adoptó una expresión confusa. Al ver que la guardia se había ido, Betsy estalló.

—Eres un cabrón manipulador, ¿lo sabías? —dijo.

Y el resto del jurado lo oyó.

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Al final, tuvieron que traer a todo el personal de seguridad del juzgado para calmar al jurado. Cinco guardias. Cuando se los llevaron de la tribuna, aún seguían peleándose. Era la primera vez que veía que un jurado corría el riesgo de ser acusado por desacato al tribunal.

Chris Pellosi, un tipo de tez pálida que diseñaba páginas web, agarró del jersey a Spencer con una mano mientras con la otra señalaba a Manuel Ortega. Daniel Clay, aficionado a la ciencia ficción, se unió al anciano Bradley Summers y a James Johnston, traductor, tratando de hacer callar al grupo a base de gritos. No lo lograron. Gritar a la gente para que se calle nunca funciona.

Manuel, el músico, se encaró con el corpulento Terry Andrews, mientras Betsy y Rita soltaron un torrente de insultos contra Spencer Colbert.

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