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Eran las cinco y diez de una cruda tarde de diciembre. Joshua Kane estaba tumbado sobre un lecho de cartón delante del edificio de los Juzgados de lo Penal de Manhattan. Estaba pensando en matar a un hombre. No a «cualquier» hombre. A alguien concreto. Era cierto que, a veces, cuando iba en el metro u observaba a los transeúntes, Kane pensaba en matar a algún neoyorquino anónimo, a cualquiera que entrase por casualidad en su campo visual. Podía ser una secretaria rubia que estuviera leyendo una novela romántica en la línea K, un banquero de Wall Street que basculara el paraguas mientras ignoraba sus peticiones de limosna, o incluso un niño agarrado a la mano de su madre en un paso de peatones.

¿Cómo sería la sensación de matarlos? ¿Qué dirían con su último suspiro? ¿Cambiaría su mirada en el momento de abandonar este mundo? Al pensarlo, Kane sentía un escalofrío placentero recorriendo su cuerpo.

Miró su reloj.

Las cinco y once.

Angulosas e imponentes sombras inundaban la calle a medida que el día se disolvía con el crepúsculo. Miró al cielo y agradeció que se atenuase la luz, como si alguien hubiera colocado un velo sobre una lámpara. La media luz convenía a su propósito. El cielo se oscurecía devolviendo sus pensamientos a la idea de matar.

Apenas había pensado en otra cosa durante las últimas seis semanas que había pasado en la calle. Hora tras hora, se debatía silenciosamente consigo mismo acerca de si aquel hombre debía morir. Más allá de la vida o la muerte de ese tipo, todo lo demás había sido cuidadosamente planeado.

Kane corría pocos riesgos. Era la forma más inteligente de hacerlo. Si quieres que no te descubran, tienes que ser precavido. Lo había aprendido hacía mucho tiempo. Dejar con vida a su objetivo conllevaba riesgos. ¿Qué pasaría si sus caminos se cruzaban en el futuro? ¿Reconocería a Kane? ¿Sería capaz de encajar las piezas?

¿Y si Kane le matara? Siempre había una infinidad de riesgos unidos a una tarea así.

Sin embargo, eran riesgos que conocía: riesgos que ya había conseguido evitar muchas veces.

Una furgoneta de correos se detuvo junto a la acera y aparcó enfrente de él. El conductor, un hombre corpulento de cuarenta y tantos años y con uniforme, se bajó del vehículo. Puntual como un reloj. El cartero pasó por delante de él y entró por la puerta de servicio de los juzgados, ignorando a Kane, que yacía en la calle. Ni una ayuda para los sintecho. Ni hoy ni en las seis semanas que llevaba allí. Nunca. Y al verle pasar, Kane, puntual como un reloj, se preguntó si debía matarle.

Tenía doce minutos para decidirlo.

El cartero se llamaba Elton. Estaba casado y tenía dos hijos adolescentes. Una vez por semana, se compraba la comida en una delicatessen artesanal de precios exagerados mientras su esposa creía que estaba corriendo; le gustaba leer novelas en rústica que compraba por un dólar en una pequeña tienda de Tribeca; llevaba pantuflas peludas cuando sacaba la basura, los jueves.

¿Cómo sería la «sensación» de verle morir?

Joshua Kane disfrutaba observando a la gente experimentar emociones distintas. Para él, las sensaciones de pérdida, dolor y miedo eran tan embriagadoras y dichosas como las mejores drogas del mundo.

Joshua Kane no era como otras personas. No había nadie como él.

Volvió a mirar su reloj. Las cinco y veinte.

Hora de ponerse en marcha.

Se rascó la barba, ya bastante espesa. Se preguntó si la suciedad y el sudor contribuirían a su color, mientras se levantaba del cartón y estiraba la espalda. El movimiento llevó su propio olor a las fosas nasales. No se había cambiado de pantalones o calcetines desde hacía seis semanas. Tampoco se había duchado. El hedor le dio arcadas.

Necesitaba apartar la mente de su propia suciedad. A sus pies había una mugrienta gorra de béisbol con un par de dólares en monedas.

Era gratificante llevar a cabo una misión hasta el final. Ver tu visión hecha realidad, tal y como la habías imaginado. Y, sin embargo, a Kane le parecía emocionante introducir el factor suerte. Elton nunca sabría que su destino se iba a decidir en ese momento. Lo echaría a cara o cruz. Kane cogió un cuarto de dólar, lo lanzó y eligió en voz alta cuando estaba en el aire. Lo cogió y lo dejó plano sobre el dorso de su mano. Mientras la moneda giraba en la fría niebla de su aliento, había decidido que cara significaba que Elton moriría.

Miró el cuarto nuevo y brillante sobre la mugre incrustada en su piel, y sonrió.

A tres metros de la furgoneta de correos había un puesto de perritos calientes. El vendedor estaba sirviendo a un hombre alto y sin abrigo. Probablemente, acababa de salir bajo fianza y estaba celebrándolo con comida de verdad. El vendedor cogió sus dos dólares y le señaló el cartel en la parte inferior del puesto. Junto a las fotos de salchicha kielbasa a la parrilla, había un anuncio de un abogado con un teléfono debajo.

¿LE HAN DETENIDO?

¿LE ACUSAN DE UN DELITO?

LLAME A EDDIE FLYNN.

El hombre alto dio un mordisco a su perrito caliente, asintió y se alejó mientras Elton salía del edificio de los juzgados cargando tres sacos de arpillera gris llenos de correo.

Tres sacos.

Confirmado.

Hoy era el día.

Normalmente, Elton salía con dos sacos, o incluso con uno solo. Pero cada seis semanas eran tres. Aquel saco de más era lo que Kane había estado esperando.

Elton abrió las puertas traseras de la furgoneta y arrojó la primera bolsa en su interior. Kane se acercó lentamente, con la mano derecha extendida.

El segundo saco siguió al primero.

Cuando estaba cogiendo el tercero, Kane aceleró el paso hacia él.

—Eh, amigo, ¿le sobra algo suelto?

—No —contestó Elton, que arrojó el último saco dentro de la furgoneta.

Cerró la puerta derecha, luego agarró la izquierda y dio un portazo como si no fuera suya. Era fundamental elegir el momento oportuno. Kane estiró rápidamente la mano con la que pedía. El movimiento de la puerta se llevó su mano por delante y la inercia hizo que se cerrara sobre su brazo.

Kane lo había medido perfectamente. Oyó el ruido de las bisagras de metal cortando la carne, aplastando el miembro. Agarrándose el brazo, soltó un grito y cayó de rodillas. Vio que Elton se llevaba las manos a la cabeza, con los ojos abiertos de par en par y la boca abierta del shock. Con la fuerza con la que había cerrado la puerta y su simple peso, cabía poca duda de que el brazo de Kane estaba roto. Una fractura fea. Fracturas múltiples. Un traumatismo masivo.

Sin embargo, Kane era especial. Eso es lo que le decía siempre su madre. Volvió a gritar. Era importante armar un buen escándalo: lo menos que podía hacer era fingir que estaba herido.

—Jesús, cuidado con las manos. No he visto su brazo ahí… Usted… Lo siento —farfulló Elton.

Se arrodilló al lado de Kane y volvió a disculparse.

—Creo que está roto —dijo Kane, sabiendo que no lo estaba. Hacía diez años, le habían sustituido el hueso con placas de acero, barras y tornillos. Lo poco que quedaba de hueso estaba muy reforzado.

—Mierda, mierda, mierda… —soltó Elton, mirando la calle a su alrededor, sin saber qué hacer—. No ha sido culpa mía —dijo Elton—, pero puedo llamar a una ambulancia.

—No. No me atenderán. Me llevarán a Urgencias, me dejarán toda la noche en una camilla y luego me mandarán otra vez a la calle. No tengo seguro. Hay un centro médico, a diez manzanas…, como mucho. Ellos sí tratan a los sin techo. Lléveme allí —dijo Kane.

—No puedo llevarle —respondió Elton.

—¿Cómo? —contestó Kane.

—No está permitido llevar pasajeros en la furgoneta. Si alguien le ve en el asiento de delante, podría perder mi trabajo.

Kane suspiró aliviado viendo los esfuerzos de Elton por respetar las normas del trabajador del Servicio de Correos. Contaba con ello.

—Póngame en la parte de atrás. Así no me verá nadie —dijo Kane.

Elton miró hacia la parte trasera de la furgoneta, la puerta lateral abierta.

—No sé…

—No voy a robar nada. ¡Si ni siquiera puedo mover el brazo, por Dios! —exclamó Kane, y siguió gimiendo mientras se acunaba el brazo.

Tras un momento de duda, Elton dijo:

—De acuerdo. Pero no se acerque a los sacos de correo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió Kane.

Volvió a gemir cuando Elton le ayudó a levantarse del asfalto, y soltó un grito al pensar que las manos de Elton se acercaban demasiado a su brazo herido, pero, poco después, ya estaba sentado sobre el suelo de acero de la parte trasera de la furgoneta, haciendo todos los ruidos adecuados para acompañar el balanceo de los amortiguadores mientras la furgoneta se dirigía hacia el este. La parte de atrás estaba separada de la cabina, de modo que Elton no podía verle; probablemente, tampoco podía oírle. Aun así, Kane creyó conveniente seguir haciendo ruidos por si acaso. La única luz entraba por el techo, por una trampilla de vidrio aburbujado de sesenta por sesenta.

Apenas habían dejado los alrededores de los juzgados, cuando Kane sacó un cúter de su abrigo y cortó los lazos en lo alto de los tres sacos.

El primero fue una decepción: sobres comunes.

El segundo también.

A la tercera fue la vencida.

Los sobres del tercer saco eran distintos, y todos ellos, idénticos. Tenían una franja roja impresa en la parte inferior, con letras blancas que decían: «CORRESPONDENCIA PARA ABRIR DE INMEDIATO. CONTIENE CITACIONES JUDICIALES IMPORTANTES».

Kane no abrió ninguno de ellos. Los colocó uno por uno sobre el suelo. Al hacerlo, fue apartando los que iban dirigidos a mujeres, y volvió a meterlos en el saco. Medio minuto después ya tenía sesenta o setenta sobres colocados ante sí. Les hizo fotos de cinco en cinco, utilizando una cámara digital que luego guardó entre su ropa. Más tarde podría ampliar las imágenes para ver los nombres y las direcciones escritas en cada uno.

Una vez acabada la tarea, Kane devolvió todos los sobres al saco, y los ató de nuevo poniéndoles unas etiquetas de autocierre nuevas que había traído consigo. No eran difíciles de encontrar y eran idénticas a las que utilizaban en la oficina del juzgado y en correos.

Viendo que tenía tiempo de sobra, estiró las piernas sobre el suelo y empezó a mirar las fotos de los sobres en la pantalla de su cámara. Ahí, en algún sitio, estaba la persona perfecta. Lo sabía. Lo «presentía». Su corazón se estremeció de la emoción. Como una corriente eléctrica subiéndole desde los pies y abriéndose paso directamente a través de su pecho.

Con tanto parar y arrancar en medio del tráfico de Manhattan, Kane tardó unos instantes en darse cuenta de que la furgoneta había aparcado. Guardó la cámara. Las puertas traseras se abrieron. Kane se agarró el brazo que fingía tener lesionado. Elton se inclinó hacia el interior de la furgoneta, tendiéndole una mano. Con un brazo pegado al pecho, Kane estiró la otra mano y cogió el brazo extendido de Elton. Se levantó. Qué fácil y rápido sería… Lo único que tenía que hacer era plantar bien los pies… y tirar. Solo un poco más de presión y el cartero se vería arrastrado al interior de la furgoneta. El cúter le atravesaría la parte trasera del cuello en un movimiento suave; después, seguiría la línea de la mandíbula hasta la arteria carótida.

Elton ayudó a Kane a bajarse de la furgoneta como si estuviera hecho de hielo y le acompañó al interior del centro médico.

Había salido cruz: no le había tocado a Elton.

Kane le dio las gracias a su salvador y le vio marchar. Tras unos minutos, salió del centro médico a la calle para comprobar que la furgoneta no había vuelto para asegurarse de que estaba bien.

No se veía por ningún sitio.

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Horas más tarde, aquella misma noche, Elton salió de su tienda delicatessen favorita vestido con su ropa de correr. Bajo un brazo, llevaba un sándwich Ruben a medias; en el otro, una bolsa de papel marrón llena de comida. De repente, un hombre alto, afeitado al ras y bien vestido apareció en su camino, obstaculizándole el paso y obligándole a detenerse en la oscuridad, bajo una farola rota.

Joshua Kane estaba disfrutando de aquella noche fría, de la sensación de un traje bueno y un cuello limpio.

—Volví a tirar la moneda —dijo.

Disparó a Elton en la cara, salió con paso enérgico hacia un callejón oscuro y desapareció. Kane no sacaba ningún placer de una ejecución tan rápida y fácil. Lo ideal habría sido pasar unos días con Elton, pero no había tiempo que perder.

Tenía mucho trabajo que hacer.

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