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Lunes » Capítulo 10

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Kane había cortado la conexión del aparato de escucha justo después de oír la confesión de Robert Solomon. Cerró con llave la furgoneta y se pasó al Ford sedán gris. Se sentó en el asiento del conductor, mirando hacia la rampa de salida del aparcamiento. Desde ese punto privilegiado, podía ver suficiente calle como para reconocer los grandes SUV negros con los que Carp Law solía mover a su gente.

El motor del Ford ronroneaba.

Sin apartar los ojos de la calle, Kane se inclinó hacia el asiento del copiloto y abrió la guantera. Levantó el Colt 45 de su lugar de descanso y sacó el cargador. Sus dedos encontraron las balas metidas en él. Volvió a meter el cargador con un golpe seco y suave que resonó en el coche, seguido de un clic metálico del mecanismo al cargar la primera bala.

Un Corvette rojo pasó por la calle.

El Colt encontró un nuevo sitio en el bolsillo interior del abrigo de Kane. El reloj marcaba las siete y cuarto.

«En cualquier momento», pensó Kane.

Se enfundó un par de guantes de cuero, bien prietos. Le encantaba el olor del cuero. Le recordaba a una mujer que había conocido en cierta ocasión. Casi siempre llevaba una chaqueta motera negra, camiseta blanca y vaqueros azules. Kane recordaba los rizos de su pelo negro, su pálida piel, su manera de resoplar cuando reía, el sabor de sus labios. Sobre todo, recordaba la chaqueta motera. Aquel olor penetrante. Y cómo la sangre parecía permanecer sobre el cuero antes de ir absorbiéndose poco a poco, como si la chaqueta se bebiera una copa muy lentamente.

Kane agarró el volante.

Escuchó el sonido del cuero frotando contra el cuero: el guante sobre el volante. Pensó en el ruido que hizo la chaqueta motera de la chica mientras sacudía los brazos, tratando de quitárselo de encima patéticamente. No gritó. Ni una sola vez. Su boca se abrió, pero su garganta no emitió ni un sonido. Solo la cremallera de la chaqueta motera, tintineando, así como el ruido del cuero frotando con cuero mientras agitaba los brazos hacia él. Kane pensó en ese momento que aquel sonido podía ser prácticamente un suspiro.

Ruido de neumáticos rechinando sobre el hormigón pintado. Barrida de unos faros. Kane miró hacia el sonido y las luces, y vio una camioneta bajando por la rampa desde el piso de arriba. No quería que obstruyera su línea de visión. Arrancó y se metió en la rampa de salida. Se detuvo. La cámara leyó su matrícula. Empezó a levantarse la barrera. Hizo avanzar lentamente el Ford.

Según se acercaba al nivel de la calle, pasó un SUV negro y se detuvo delante del edificio Condé Nast. Kane miró hacia su derecha. Luego a la izquierda. No había tráfico. Salió lo más despacio que pudo, sin llamar la atención. Había bastante espacio para pasar junto al SUV aparcado, pero no quería. Se detuvo detrás de él. Para su tranquilidad, vio a Flynn y al gorila de seguridad de Carp Law saliendo del edificio y caminando hacia el vehículo. Al observarlos, Kane pensó que el abogado tenía un físico igual de amenazante que el escolta. Estaba demasiado oscuro para ver bien sus rostros, pero se fijó en cómo se movían. Había tantos escoltas protegiendo a Bobby que costaba distinguir cuál de ellos era: todos se parecían bastante. Este era bajito, ancho y musculoso, pero se movía con rigidez. Era difícil distinguir a los empleados de seguridad: todos tenían la misma complexión y se movían igual. Por el contrario, Flynn lo hacía como si fuera un bailarín. O un boxeador. En constante equilibrio. Confiado. Era alto y estaba en forma. Probablemente hiciera ejercicio cuando era más joven. Se movía como un luchador.

El escolta llevaba uno de esos maletines. Para portátiles. El bufete tenía mucho cuidado con la seguridad de sus ordenadores. No había manera de piratearlos a distancia ni de acceder a ellos sin una de las contraseñas individuales de sus abogados, contraseñas que cambiaban a diario. Si conseguía el portátil durante un rato, podría piratearlo, pero antes tenía que hacerse con él. Sin que se enterara el bufete. Kane tenía métodos, contactos y formas de acceder al edificio de Carp Law. Pero ninguno de ellos podía conseguirle el tiempo que necesitaba con el portátil sin levantar sospecha. Y era imposible sacar uno de esos ordenadores de las oficinas, pues las cámaras de seguridad vigilaban hasta el último centímetro de las oficinas. Quería uno de esos portátiles. En ellos estaba el caso Solomon.

La idea de tener los expedientes en su poder le producía un hormigueo. Se le erizaba el vello de la nuca. Soltó una respiración temblorosa. El abogado y el escolta se subieron al vehículo y se unieron al tráfico.

Kane soltó el freno y los siguió.

A esas horas y en aquella parte de Manhattan, el tráfico iba a paso de tortuga. Un ritmo que le convenía. Quería aquel maletín.

Sobre un soporte a la derecha del volante había un smartphone. Evidentemente, sin registrar. Kane se metió en Google y buscó: «Eddie Flynn, abogado». Para su sorpresa, las primeras páginas eran artículos de noticias. Casos anteriores de Flynn. Por lo que se leía en ellos, llegó a la conclusión de que era una importante amenaza en el juzgado. Aquel tipo era peligroso. Pasó varias pantallas que parecían hablar de lo mismo que las anteriores, repetidas en blogs y páginas web. No había ninguna página del bufete de Flynn. Lo único que encontró fue una dirección y un número de teléfono en la web de las Páginas Amarillas.

Veinte minutos más tarde, el SUV se detuvo en la acera derecha, delante de un edificio de la calle 46 Oeste. La misma que Lane había encontrado en Internet. Aparcó el Ford en un sitio libre a la izquierda y apagó el motor. Cogió el teléfono del soporte y lo metió en su chaqueta. Se bajó del coche y abrió el maletero. Miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie detrás de él en la calle. Nadie. Bajo una manta en el maletero, encontró el juego de cuchillos de cocina que le habían fabricado especialmente. Cogió un fileteador y un cuchillo de carnicero. Ambos llevaban una funda protectora de cuero. Junto a la manta, había una mochila abierta y preparada. Kane metió los dos cuchillos en ella, la cerró y se la echó a la espalda. Cuando estuvieran muertos, aún necesitaría el maletín. Hacía años que había aprendido que la manera más fácil y rápida de seccionar una extremidad era más una cuestión de técnica carnicera que de fuerza bruta. Dando martillazos sobre la muñeca del escolta con el cuchillo de carnicero, probablemente conseguiría seccionársela con entre cinco y diez golpes. Los músculos y los nervios de la muñeca absorberían gran parte del impacto. Con ese método tardaría unos treinta segundos. En su lugar, Kane pensaba cortar los músculos y la carne de la muñeca con el fileteador para dejar el hueso al aire en solo cinco segundos. Luego acabaría el trabajo con un solo golpe con el cuchillo de carnicero, que pesaba casi un kilo y medio. El tiempo estimado ascendía a entre quince y diecisiete segundos.

Kane se ciñó la gorra de béisbol sobre la cara, cerró el maletero y cruzó la calle.

El escolta que llevaba el maletín encadenado a la muñeca ya se había bajado del coche. Estaba de espaldas a Kane, en la calle, con la mano estirada para abrir la puerta trasera del pasajero. La farola más cercana no iluminaba lo suficiente como para que Kane le viera bien. Quince metros entre Kane y su objetivo. La puerta del SUV se abrió y Flynn se bajó. Le reconoció por su forma de moverse. Kane se llevó la mano a la chaqueta, abrazó la empuñadura de la pistola con la mano derecha y presionó ligeramente el gatillo.

Diez metros. Flynn estaba abrochándose el abrigo, preparado para subir los escalones de su oficina.

Kane oyó una puerta de coche cerrándose de golpe delante de él. Se tensó. Un hombre mayor, negro y vestido con traje azul marino rodeó el capó de un descapotable bajo de color verde oscuro. Se subió a la acera a escasos metros delante de Kane, bajo la luz de una farola. Iba en la misma dirección que él, hacia la oficina de Flynn. Kane no le veía el rostro. Solamente veía el pelo cano de la parte trasera de la cabeza.

Cuando Kane estaba a punto de sacar la pistola y apartarle de un empujón, el hombre levantó la mano y gritó.

—¡Eh, Eddie!

Flynn se volvió en dirección a Kane. También lo hizo el escolta. Ambos estaban en las escaleras, en una posición elevada. Kane agachó la cabeza. Podía ver sus torsos bajo la visera de la gorra, pero no sus caras. No quería arriesgarse al contacto visual. Lo último que necesitaba era que le reconocieran. Cuando el escolta se volvió, se apartó el abrigo y asió su arma. Tanto el escolta como Flynn estaban frente a él.

Había perdido el factor sorpresa. Si sacaba el arma, le verían hacerlo. En ese caso, dada la velocidad de reacción media, era probable que el escolta tuviera tiempo para disparar un par de veces, al menos. Él tendría que ser el primer objetivo.

Las botas de Kane golpearon las losas de cemento. Su corazón se disparó. La sangre retumbaba en sus oídos. Ya podía saborear casi el residuo acre de los disparos en el aire. Un delicioso escalofrío le recorrió la columna vertebral. Ya está. Para eso vivía. Esa maravillosa anticipación. Con un movimiento fluido, soltó una exhalación, levantó el codo y, ágilmente, sacó la mano derecha de la chaqueta.

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