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Lunes » Capítulo 15

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Con un giro de muñeca, Kane cambió la empuñadura del cuchillo. Al pasar junto a la furgoneta en la entrada a la casa, se agachó y rajó la rueda trasera izquierda con la punta. La furgoneta empezó a inclinarse a medida que el aire salía silbando por la raja del neumático. Se caló la gorra, volvió a meterse el cuchillo en el bolsillo, avanzó unos pasos hasta la puerta de entrada y llamó al timbre.

Pasados unos momentos, Wally abrió la puerta. Era la primera vez que Kane le veía bien. De cerca, aparentaba treinta y tantos años. Su pelo raleaba por las sienes y su rostro era sonrosado. Kane olió el vino en su aliento; el color rubí que teñía su labio superior revelaba que acababa de tomarse una buena copa de tinto. Eso explicaba el aspecto ruborizado en un rostro normalmente duro.

Su expresión se suavizó al ver a Kane. Esperara a quien esperara, no encajaba con el aspecto actual de Kane.

Kane puso acento sureño. Lo utilizaba a menudo. De algún modo, el deje del sur aportaba credibilidad a cualquier cosa que dijera. Hacía que la gente confiara en él.

—Siento molestarle —dijo Kane—. Pasaba por aquí y he visto que tiene una rueda pinchada. Puede que ya lo sepa, pero he creído que mi deber como vecino era decírselo, de todos modos.

Kane se volvió. Se había cuidado de ocultar el rostro manteniendo la bufanda subida y la mirada baja. Y parecía estar funcionando.

—Ay…, pues gracias —dijo Wally—. ¿Qué rueda?

—Esa, se la enseñaré —respondió Kane.

Wally salió de su casa, siguió a Kane hacia la parte trasera de la furgoneta. Se puso en cuclillas para mirar el neumático mientras Kane permanecía de pie a su lado. No había farolas cerca y la luz de la casa no alcanzaba el final del camino de entrada.

—Joder, algo lo ha rajado completamente —dijo Wally.

Palpó el agujero con los dedos. Parecía un corte recto hecho con algo duro y muy afilado. Empezó a levantarse, diciendo:

—Oiga, gracias por…

Pero se quedó helado. Tenía las rodillas flexionadas y los brazos alzados con las palmas hacia arriba. Estaba mirando la pistola de Kane. Este se aseguró de que no se perdiera un solo detalle apuntándole directamente a la cara.

Cuando Kane volvió a hablar, el meloso acento sureño había desaparecido como si nunca lo hubiera tenido. Su voz se volvió dura y plana.

—No hable. Ni se mueva. Cuando se lo diga, vamos a ir hasta mi coche. Le voy a hacer unas preguntas y, si las contesta, podrá volver a su casa. Si me da problemas o no contesta, tendré que hacerle una pregunta a su joven esposa.

Una nube pesada de aliento se formó delante del cañón de la pistola. Aterrado y con las piernas temblando, Wally no podía apartar los ojos de Kane. Buscaban su cara, oculta en la sombra. Kane imaginaba que la luz que parecía salir de sus ojos sería visible para el hombre, y que eso era lo único que podría ver: dos puntos gemelos de luz en la oscuridad.

—Levántese, vamos —dijo Kane—. ¿O voy a tener que hacerle esa pregunta a su mujer? Es muy sencilla. ¿Qué le destrozaría más? ¿Que le dispare a usted a la cara o que le clave un cuchillo en el ojo a su bebé?

El hombre se incorporó. Su nuez protuberante subía y bajaba al intentar tragarse el pánico. Kane hizo un gesto para que echara a andar. Wally obedeció.

—Gire a la derecha al final de la entrada, camine por la acera y deténgase delante de la puerta del copiloto del coche familiar. Voy cinco pasos por detrás de usted. Si echa a correr, morirá. Y su bebé también.

Anduvieron en silencio hasta el final de la calle. Kane empuñaba su arma bajo la chaqueta. No había nadie más en la calle. Hacía demasiado frío y era demasiado tarde para pasear. Wally giró a la derecha e hizo lo que le decía. Se detuvo ante la puerta del copiloto del coche de Kane.

—¿Qué quiere de mí? —dijo Wally, con el miedo resonando como un tambor en su pecho.

Kane abrió el vehículo y le dijo a Wally que se subiera despacio. Ambos se metieron en el coche al mismo tiempo, mientras Kane apuntaba a Wally al sentarse en el asiento del copiloto. Los dos cerraron sus puertas. Wally se quedó mirando hacia delante, temblando y respirando con dificultad.

—Deme su teléfono móvil —dijo Kane.

Wally bajó los ojos por un instante. Kane lo vio. Estaba mirando el arma que sostenía en la mano izquierda, cruzada sobre el estómago para apuntarle mientras arqueaba la espalda al meter la mano en el bolsillo de su pantalón.

—Despacio —dijo Kane.

Wally sacó un smartphone del bolsillo, pasó su mano por la pantalla, que se encendió; pero seguía temblando y el teléfono cayó al suelo. Se inclinó hacia delante. Las luces interiores del coche estaban apagadas, de modo que Kane solo veía la luz de la pantalla del teléfono en el suelo. Suficiente para notar la pernera del pantalón de Wally moviéndose. Kane se tensó y estiró la mano, pero fue demasiado tarde. Wally se incorporó bruscamente y le clavó una navaja automática en el lateral de la pierna derecha. Kane le agarró de la muñeca, mientras Wally intentaba mover la navaja para hacer salir la sangre. Pero le agarraba con demasiada fuerza y no pudo sacar la navaja.

Kane le golpeó en lo alto de la cabeza con el cañón de la pistola. Y luego otra vez con el mango sobre el plexo solar. Soltó la navaja. Kane se quedó mirando al hombre jadeando, tratando de respirar. La mayoría de los investigadores privados llevan algún arma de refuerzo y no se le había ocurrido registrarle antes de subir al coche. Le puso el cañón de la pistola junto a la sien y miró la navaja clavada en su pierna con indiferencia.

—Bueno, pues ya se me han estropeado los pantalones —dijo.

—¿Qué…, qué coño te pasa, tío? —preguntó Wally.

Tenía la mano sobre la parte superior de su cabeza y respiraba a bocanadas dolorosas, tratando de encontrarle sentido a todo aquello. Kane no había reaccionado al navajazo. Ni una mueca de dolor. Ni un grito. No había apretado la mandíbula. Solo un desinterés absoluto ante una herida profunda y grave.

—¿Te preguntas por qué no estoy gritando? Dame tu teléfono o te haré gritar de verdad —dijo Kane.

Esta vez, se inclinó hacia delante muy despacio, recogió el móvil y se lo dio. Kane bajó el arma. Wally le miró de reojo, con las manos delante de la cara, esperando a oír el disparo.

—Maldita sea, me ha costado mucho que estos pantalones me quedaran bien —dijo Kane—. No te preocupes, no voy a dispararte —continuó, mientras guardaba la pistola en su chaqueta—. Pero sí me voy a quedar con tu navaja. Toma, tú quédate con mi cuchillo.

El movimiento fue demasiado rápido para que Wally lo viera venir. Se quedó con una expresión de terror, como si estuviera esperando un ataque. La sangre empezó a manar a borbotones por el agujero que le había hecho en el cráneo con el cuchillo. Kane encendió el motor, agachó la cabeza de Wally bajo el salpicadero y arrancó. Encendió las luces de cruce. La luz del salpicadero se encendió lanzando un rubor anaranjado sobre el filo ensartado en su pierna. No quería sacarse la navaja, por si se desangraba. Necesitaba un lugar tranquilo para recomponerse y deshacerse del cuerpo de Wally.

Quince minutos después había encontrado una zona comercial. Patios de transporte, fábricas y garajes. Todos ellos cerrados de noche, algunos desde hacía años. Kane entró en un aparcamiento abierto junto a una fábrica abandonada y condujo hasta una valla metálica al fondo. Ni una farola ni cámaras de seguridad. Se bajó del coche y cambió la matrícula. Normalmente podía hacerlo sin problema en cinco minutos. Esta vez, no. Le costaba arrodillarse con el cuchillo clavado en el muslo y no tenía fuerza en esa pierna. Limpió las huellas del teléfono de Wally y lo soltó sobre la gravilla. Sacó a rastras el cadáver del coche y lo soltó junto a su teléfono. Llevaba un bidón de gasolina en el maletero. Roció el cuerpo y el teléfono, luego prendió la gasolina y se quedó observando unos minutos. Miró a su alrededor y vio que no había ni un alma ni rastro de nada hasta el río. Un cuerpo podría yacer allí durante una semana o más sin ser descubierto. Y cuando la policía lo encontrara, tardarían al menos otra semana en identificarlo por los registros dentales. Tiempo más que suficiente para que Kane completara su trabajo.

¿Llegaría a descubrir la policía que Wally debía prestar servicio como jurado? Tal vez. Cuando no apareciera al día siguiente, le pondrían en una lista para recibir una citación para acudir al juzgado a explicar por qué no se había presentado para ejercer como tal. Todo eso tardaría al menos unos días, quizá más.

Una hora más tarde, Kane aparcó en su plaza en el aparcamiento frente a Carp Law. Esperó unos minutos a que se apagaran los sensores de movimiento, dejando la planta a oscuras. Primero cogió un maletín de primeros auxilios del asiento trasero y lo abrió. Con unas tijeras afiladas, se cortó el pantalón, revelando la cuchilla clavada en su muslo hasta el mango. Ver una herida seria en su cuerpo siempre le producía curiosidad. No sentía nada, pero sabía que probablemente tendría dañada la musculatura profunda. Al cambiar la matrícula había cojeado, pero no sabía si era solo porque seguía con la navaja clavada. Lo bueno era que sabía que no se había dañado ninguna arteria importante; de lo contrario, se habría desangrado antes de llegar a Manhattan.

Sabía que tenía que actuar deprisa. El motor seguía encendido. Kane apagó las luces y apretó el mechero del salpicadero.

Con las gasas y las vendas preparadas, se sacó la navaja. Taponó la sangre con las vendas. Era un flujo constante de sangre. Buena noticia. De haber salido en chorros rítmicos, al son del latido del corazón, tendría que ir al hospital. Y eso levantaría sospechas.

El mechero saltó.

Cualquier persona normal se habría retorcido, habría gritado y habría apretado la mandíbula de la agonía antes de desmayarse ante lo que Kane estaba haciendo. Sin embargo, él solo tuvo que concentrarse y asegurarse de no soltar el mechero al presionarlo sobre la herida. Lo mantuvo ahí. Una vez que dejó de sangrar, devolvió el mechero a su sitio y enhebró una aguja. Se manejaba como un experto. No era la primera vez que se había cosido. La sensación era la misma: como un pellizco muy fuerte en la piel, aunque no desagradable. Se vendó la herida con abundantes gasas y esparadrapo. Bajó del coche, cosa que hizo que se encendieran las luces. Sosteniendo la chaqueta sobre la pierna, se subió a su segundo vehículo, se quitó los pantalones ensangrentados y rotos, y se puso unos vaqueros negros que llevaba bajo el asiento del copiloto junto con una sudadera y una gorra de los Knicks.

Cuando llegó a su apartamento, estaba cansado. Se desvistió lentamente delante del espejo, examinándose la pierna. No había mucha sangre. Con algo de suerte, para el día siguiente ya habría dejado de sangrar.

Le esperaba un día importante.

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