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Martes » Capítulo 17

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Esa mañana, antes de salir del apartamento, Kane levantó la lona que cubría la bañera. Se estiró para tirar del tapón y abrió la ducha. Al cabo de menos de un minuto, ya estaba aclarando huesos blancos y quebradizos. Reunió cuidadosamente todos los fragmentos óseos y los dientes, los envolvió en una toalla y los redujo a polvo a base de martillazos. Luego lo repartió en la caja del jabón en polvo y cerró la tapa. La bala se la metió en el bolsillo. La tiraría al río o a alguna alcantarilla en cuanto saliera a la calle. Trabajo hecho. Se dio una ducha, se cambió el vendaje de la pierna, se vistió y se aplicó el maquillaje, comprobó que el hielo había bajado bastante la inflamación de su cara, se enfundó el abrigo y salió a la calle.

Poco después, se unió a la larga cola ante el control de seguridad a la entrada del edificio de Juzgados de lo Penal de Center Street. Había dos filas. Toda la gente de la cola en la que estaba Kane llevaba una carta con una etiqueta roja en la parte superior, advirtiendo que tenían que presentarse para servir como jurado.

Ambas filas avanzaban deprisa y Kane no tardó en ponerse a refugio del frío. A pesar de la herida de la pierna, no cojeaba. Como no sentía dolor, su forma de caminar no cambiaba. Le registraron y tuvo que pasar la chaqueta por el escáner. Ese día no llevaba su bolsa. Ni ningún arma. Era demasiado arriesgado. Después de pasar el control, le indicaron que se dirigiese hacia una fila de ascensores y que se presentara ante el oficial del juzgado que estaría esperándole en la planta correspondiente. Los ascensores llenos siempre le ponían nervioso. La gente olía mal. Loción de afeitado, desodorante, tabaco y olor corporal. Bajó la cabeza, hundiendo la nariz en su gruesa bufanda.

Notó una sensación excitante en el estómago e intentó reprimirla.

Las puertas del ascensor se abrieron y pudo ver un pasillo de azulejos de mármol de color claro. Kane siguió a la multitud hacia una oficial de cara redonda que esperaba tras un mostrador. Esperó su turno, adoptando una pose de apacible desconcierto. Comprobó la citación y su documento de identificación. Miró a su alrededor, tamborileando los dedos sobre la hebilla de su cinturón. La oficial del juzgado mandó a la mujer que iba delante de Kane a una antesala grande a la derecha del mostrador de la recepción. Empezó a sentir un hormigueo de electricidad en el cuello. Como si alguien le estuviera poniendo una bombilla caliente cerca de la piel. Esas deliciosas sensaciones de nerviosismo eran un regalo para él. Le encantaban.

—Citación y documento de identidad, caballero —dijo la oficial. Llevaba un pintalabios rojo, que había teñido un poco sus dientes incisivos.

Kane le mostró su carné y la citación. Miró por encima del hombro de la oficial, hacia la sala que había detrás, a la derecha. Ella escaneó el código de barras de la citación, miró el carné, luego a Kane, le devolvió los papeles y dijo:

—Pase y siéntese. El vídeo de presentación empezará en breve. Siguiente…

Kane cogió el carné y se lo volvió a meter en la cartera. No era suyo. Era el documento de conducir del estado de Nueva York del hombre que había desaparecido en su propia bañera el día antes. Kane reprimió el instinto de levantar el puño en un gesto triunfal. No siempre era fácil pasar un control de identificación. Había elegido bien a la víctima. Algunas veces, a pesar del látex, el tinte de pelo y el maquillaje, no conseguía parecerse lo suficiente a la víctima. Algo así había ocurrido en Carolina del Norte. La foto y el documento de identidad tenían más de diez años. La propia víctima ni siquiera se parecía a la foto de su carné. En aquella ocasión, el oficial del juzgado se quedó mirando a Kane y el carné de conducir durante un par de minutos eternos, incluso llamó al supervisor antes de dejarle pasar. Afortunadamente, hoy Nueva York le sonreía.

La antesala parecía desangelada. Aún se veían manchas de nicotina en el techo, de la época en la que los candidatos a jurado podían fumar mientras aguardaban su destino. En la sala, Kane se unió a cerca de una veintena de jurados potenciales. Cada uno ocupaba una silla con una mesa de brazo plegable. Otro oficial se le acercó y le entregó dos hojas de papel. Una era un cuestionario; la otra, una hoja informativa: «PREGUNTAS FRECUENTES SOBRE EL SERVICIO DE JURADO».

Frente a las sillas había dos pantallas de setenta y cinco pulgadas montadas sobre la pared. Kane rellenó el cuestionario, quizá demasiado deprisa. Al mirar a su alrededor, vio a los demás mordisqueando la tapa de sus bolígrafos, pensando en las respuestas. El cuestionario estaba diseñado para eliminar a cualquier jurado que conociera a los testigos o figuras destacadas en el juicio. También incluía preguntas genéricas pensadas para detectar algún tipo de parcialidad. Ninguna de ellas representaba un problema para él: tenía mucha práctica fingiendo neutralidad sobre el papel.

Apenas había dejado el bolígrafo cuando las pantallas se encendieron. Se irguió en el asiento, puso las manos sobre su regazo y prestó atención al vídeo informativo. Era una cinta de quince minutos realizada por jueces y abogados para presentar el concepto de juicio a los miembros del jurado, mostrándoles quién habría presente en la sala, qué papel desempeñaba cada uno y, por supuesto, qué expectativas tenía la justicia de cualquier jurado típico de Nueva York. Debían mantener la mente abierta, no hablar del caso con nadie hasta su conclusión y prestar atención a las pruebas. A cambio de su servicio, cada miembro recibiría cuarenta dólares diarios por cuenta de los juzgados o de su empresa. Si el juicio duraba más de treinta días, a esa cantidad se añadirían seis dólares diarios, a discreción de los juzgados. Se les ofrecería el almuerzo. Los juzgados no cubrían los gastos de transporte ni de aparcamiento.

Cada vez que había pausas en la acción, cuando se detenía la narrativa para cambiar de escena, Kane observaba a los hombres y mujeres sentados a su alrededor. Muchos de ellos estaban más concentrados en sus móviles que en el vídeo. Algunos sí prestaban atención. Otros parecían haberse quedado dormidos. Kane volvió a mirar hacia la pantalla, y entonces fue cuando le vio.

Un hombre vestido con traje beis, de pie en la antesala que daba al espacio donde estaban. Era calvo. El poco pelo que le quedaba a los lados de la cabeza estaba volviéndose blanco poco a poco. Estaba gordo, pero no era obeso. Tendría unos diez o doce kilos de más. Llevaba unas gafas colocadas sobre la punta de la nariz, como si estuvieran a punto de caerse. Tenía la cabeza agachada, mirando la pantalla de su smartphone. Su grueso pulgar se deslizaba sobre la pantalla, cuya luz le destacaba la papada, dándole aspecto de malo de una película de terror de los años cincuenta. También le permitió a Kane ver sus ojos hundidos y oscuros. Eran de color marrón oscuro, casi negro. Pequeños y despiadados. Aquellos ojos no estaban puestos en la pantalla, ni mucho menos. Estaban analizando a cada uno de los candidatos a jurado, uno por uno. Fijándose en ellos durante cuatro o cinco segundos, a lo sumo. Una mirada intensa. Y luego, el siguiente.

Probablemente, Kane fue el único que se fijó en aquel hombre. Ya le había visto antes. Sabía su nombre. Nadie más en la sala le había visto. Y era mejor así. Kane lo sabía. Su traje era aburrido. Camisa blanca y corbata de color claro. Y ninguna de las prendas parecía comprada recientemente. El traje tendría al menos diez años. Su cara tampoco tenía nada de especial. Era un hombre que podía sentarse durante una hora enfrente de ti en el metro; sin embargo, a los diez segundos de bajarte del vagón, no recordarías ni una sola cosa de él.

Se llamaba Arnold Novoselic. Trabajaba para Carp Law como especialista en jurados en el juicio de Solomon. Noche tras noche, durante el último mes, Kane le había estado observando desde el aparcamiento, mientras movía caras sobre el corcho de las oficinas de Carp Law. Habían reunido un equipo de personas para investigar a todos y cada uno de los jurados de la lista. Para fotografiarlos. Para indagar en sus vidas, en sus redes sociales, en sus cuentas bancarias, en sus familias, en sus creencias. El hombre cuya identidad había robado Kane había pasado por aquel corcho. Y también la cara del tipo que había ardido la noche anterior en el aparcamiento.

En muchos sentidos, Arnold era la prueba de fuego para Kane. Si había alguien capaz de descubrir que había usurpado la vida de un hombre en la lista de posibles jurados, ese era Arnold. Estaba observando a los candidatos, para ver quién se lo tomaba en serio y quién no.

De repente, Kane cayó en la cuenta de que aquellos ojos pequeños y brillantes no tardarían en detenerse en él. Respiró hondo. Se sintió acalorado. El sudor era su enemigo. El maquillaje se le podía correr y revelar lentamente los hematomas alrededor de sus ojos. Concentrándose en la pantalla, se quitó la bufanda y se desabrochó el cuello de la camisa.

Y entonces lo notó. Arnold le estaba observando. Quería devolverle la mirada para asegurarse; hasta el último de sus nervios e instintos le pedían volverse y mirarle fijamente. No lo hizo. Mantuvo el cuello y la cabeza firmes, con los ojos clavados en la pantalla, aunque buscó a Arnold con su visión periférica. No estaba seguro, pero parecía como si hubiera dejado el móvil y le estuviese mirando detenidamente.

Kane se movió en el asiento, intranquilo. Era como si estuviese atrapado bajo un foco policial. Paralizado. Expuesto. Quería que acabara el vídeo para poder mirar a su alrededor y ver lo que hacía Arnold. Cada instante era una agonía.

Por fin concluyó el vídeo y Kane se volvió hacia Arnold: estaba mirando a su derecha. Había pasado a otra persona. Tras sacar una servilleta de color anaranjado del bolsillo de su camisa, Kane se secó la frente con suavidad. No había sudado tanto como creía. La servilleta arrastró muy poco maquillaje; lo que quitó era de un color muy parecido al papel. Esta vez había sido precavido.

Oyó a una oficial del juzgado avanzando desde la parte de atrás de la sala. Sus botas resonaban en el parqué. Se volvió y miró al grupo. Detrás de ella había otra fila de candidatos esperando a entrar en la sala.

La oficial que estaba al frente de la sala se dirigió a la multitud:

—Damas y caballeros, gracias por su atención. Les agradeceremos que dejen sus cuestionarios, con su número de jurado escrito en la parte superior de la página, en la caja azul situada en la parte trasera de la sala. Sigan a mi compañero Jim hasta el juzgado. Antes de irse, por si no se les ha indicado: esta es la sala de reuniones del jurado. Si no son elegidos para servir como jurado, por favor, vuelvan aquí y esperen a que venga un oficial. No deben marcharse, aunque no hayan sido seleccionados. Gracias.

Kane recogió sus cosas y fue rápidamente hacia la parte trasera de la sala. Cuanto más cerca estuviera del principio de la cola, más posibilidades tendría de formar parte del jurado. Dejó su cuestionario en la caja y se unió a la fila detrás de una señora de mediana edad con el pelo moreno rizado y un pesado abrigo verde. Se volvió y le sonrió.

—Qué emocionante, ¿no? —dijo.

Kane asintió. Ya está. Podía planearlo y esforzarse, incluso hacer modificaciones letales en la lista de candidatos al jurado para aumentar las opciones de que la defensa le eligiera, pero ahora todo se reducía a una pizca de suerte. Ya había llegado a este punto y había fracasado. Intentó recordarse que la suerte se la hacía él mismo, que era más listo que cualquier otra persona en aquella sala.

Las puertas del fondo de la sala se abrieron. Kane vio lo que había al otro lado: aquel pasillo conducía al juzgado. Por fin, después de tanto tiempo.

Su momento había llegado.

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