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Martes » Capítulo 19

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Kane siguió a la fila hasta el juzgado. Los candidatos al jurado fueron entrando por una puerta lateral. Al instante vio que la galería pública y los bancos estaban vacíos. Los jurados se sentarían allí. No habría público ni prensa durante esta parte. Vio a Rudy Carp sentado a la mesa de la defensa, junto a Bobby Solomon. Arnold Novoselic estaba en un extremo de la misma mesa, al lado de Rudy. Solomon tenía una expresión pasiva.

El fiscal sonreía. Kane le había investigado a fondo. Art Pryor. Era más alto de lo que esperaba, después de haberle visto en varias ruedas de prensa en los últimos seis meses. Llevaba un traje a medida de color azul claro que colgaba perfectamente de sus anchos hombros. Camisa blanca, corbata amarilla y un pañuelo amarillo a juego asomando del bolsillo de la chaqueta. El pelo castaño, el rostro bronceado, las manos suaves y cierto brillo en esos ojos verdes hacían de él una figura digna de admiración. Sus movimientos eran lentos y elegantes. Era de esa clase de hombres que besan a las abuelas en la mejilla mientras les meten ágilmente los dedos en el bolso. Nacido y criado en Alabama. Había ejercido sobre todo en el sur, siempre en la acusación. A pesar de que le habían presionado muchas veces para ello, nunca se había presentado a fiscal del distrito, ni a gobernador, ni a alcalde. No tenía grandes ambiciones políticas. Le gustaban los juzgados.

Kane pensó que había elegido el momento perfecto para unirse a la cola. Los primeros veinte candidatos se sentaron en la primera fila, y él encabezaba la fila que ocupó la segunda. Estar en primera fila a veces hacía que la gente pareciera demasiado entusiasta. Había aprendido que los abogados recelan de la gente que quiere ser jurado. Normalmente, desean satisfacer motivaciones oscuras. Y Kane no podía dejar que nadie supiera que tenía un propósito.

Tomó asiento y, por primera vez, levantó la mirada hacia la parte delantera de la sala. Aunque lo intentó, le costó mucho ocultar su sorpresa. El juez. La mujer rubia que debía presidir la vista ya no estaba sentada en su asiento. En su lugar estaba el hombre a quien Kane había visto bajándose de un descapotable verde junto al despacho de Eddie Flynn, la noche anterior. Por un momento, se quedó paralizado. No se atrevía a moverse por miedo a que el juez le viera. A Kane no le gustaban las sorpresas. Esto era intolerable. ¿Qué ocurriría si le reconocía? Pensó en la breve conversación que habían tenido. Había usado su voz normal al pedirle indicaciones, no la voz que había estado ensayando. Ni la que estaba usando ahora. Y había hecho todo lo posible para ocultar sus rasgos bajo la gorra de béisbol.

El juez observó al jurado mientas tomaban asiento. Sus ojos se detuvieron en Kane, que le devolvió la mirada. El pulso se le disparó. Aparentemente no se dio cuenta, porque se volvió hacia los abogados. Kane se sacudió un poco para calmar los nervios.

Ya estaba tan cerca…

Transcurridas dos horas de selección del jurado, el juez seguía con la segunda fila. El problema era que había empezado con el extremo contrario a Kane. Que un candidato llegara a la tribuna del jurado dependía esencialmente del juez. Kane les había visto hacerlo de distintas maneras. Siempre y cuando hubiera algún factor aleatorio, el juez huía de escrutinios exagerados. Algunos iban llamando directamente los números asignados a los candidatos en la lista, eligiéndolos al azar. Otros creían que los candidatos entraban en la sala y se sentaban en los bancos en un orden aleatorio de todos modos, así que ir mandándolos uno por uno de los bancos a la tribuna ya conllevaba bastante casualidad de por sí. El juez Harry Ford, que así se había presentado, prefería este último método.

Ford había hecho un discurso sobre el papel del jurado, explicándoles cómo funciona una vista penal. Kane ya lo había escuchado antes, pero nunca lo habían ilustrado con tanta claridad.

Después empezó la selección. Primero hablaron los candidatos. Media docena de ellos dijeron que tenían vacaciones reservadas y pagadas, familiares enfermos o citas en el hospital: les dejaron marchar automáticamente.

Entonces hincaron el diente los abogados.

Uno por uno, fueron interrogando a los candidatos, que eran aceptados o rechazados por defensa y acusación. La defensa podía impugnar a un número limitado de candidatos sin necesidad de explicar sus razones. Eran doce. Después, tenían que mostrar un motivo para que un candidato no pudiera servir como jurado. A una mujer ya la habían rechazado sin hacerle una sola pregunta. Varios candidatos habían caído de la lista así; a la defensa, ya solo le quedaba una impugnación. Por el contrario, la acusación solo había rechazado a un candidato, después de demostrar que era fan de Bobby Solomon desde hacía tiempo.

Kane se estaba clavando las uñas en la piel. No para producirse dolor. Porque no lo sentía. Lo hacía porque así evitaba mover las manos con nerviosismo. No quería mostrar su ansiedad. Ahora no.

Diez candidatos habían sido aceptados por defensa y acusación. Solo quedaban dos puestos. Había cuatro sillas vacías en la tribuna del jurado. Dos de ellos para jurados. Y dos para suplentes. Un hombre subió al estrado para prestar testimonio. Se llamaba Brian Dale. Casado, sin hijos. Encargado de un Starbucks. Se había mudado a Nueva York hacía seis años con su mujer desde Savannah, Georgia. Rudy Carp no le hizo preguntas. Arnold ya había hecho sus indagaciones acerca de Brian; Rudy lo aceptó como jurado. Kane notó que era la primera vez que pasaba. La defensa no había aceptado a ningún otro miembro del jurado sin hacerle preguntas. «Les interesará mucho que forme parte del jurado», pensó. Intentó recordar las fotos que le había hecho a Dale. Tenía una envergadura parecida a su peso normal. Era esbelto, musculoso. Mediana altura. Estructura ósea similar, especialmente la nariz. Al final, Kane había tenido que elegir entre su actual personaje y Brian Dale.

—¿Tiene alguna pregunta la acusación? —dijo el juez Ford.

—Solo una o dos, señoría —contestó Pryor, que se levantó mientras se abotonaba la chaqueta.

A Kane le encantaba oír su voz. Sonaba como miel vertida en el cañón de una pistola.

—Señor Dale, veo que ha sido usted bendecido con el sacramento del matrimonio…

—Así es. Hace seis años —dijo Dale.

Kane observó cómo Pryor se acercaba al estrado. Tenía cierto pavoneo al caminar, pero le quedaba bien. No era arrogante. Una elegancia bien ganada.

—Fantástico, no hay nada más importante que el vínculo entre marido y mujer. ¿Cómo se llama su esposa?

Una sonrisa amenazaba con asomar en el rostro de Kane. Sabía que Pryor ya conocía esa información. Era una danza. Pryor estaba preparado para hacer bailar a Dale hasta sacarle del jurado. Y este ni siquiera lo sabía.

—Martha Mary Dale.

—Bonito nombre, si me lo permite. Bueno, imagine que esta noche regresa a casa, con su Martha Mary. En cuanto atraviesa la puerta, huele esa deliciosa cena casera. Martha Mary ha estado horas delante de los fogones. Se lava las manos, se sientan a cenar y Martha Mary le pregunta dónde ha estado hoy. Imagine, si hace el favor, que usted no contesta. ¿Puede imaginar esa situación, señor Dale?

—Sí que puedo, pero yo siempre le diría a Martha Mary dónde he estado. No tenemos secretos en nuestro matrimonio.

—Y permítame que sea el primero en felicitarles a los dos. Pero imagine que no le contestara a Martha Mary. ¿Cree usted que Martha Mary sospecharía de su silencio?

—Uy, sí, señor.

—¿Qué ocurriría si Martha Mary le acusara entonces de haber estado con otra mujer manteniendo una relación ilícita? Si usted no disipara sus temores, Martha Mary estaría en su derecho de pensar lo peor de usted, ¿no cree?

Kane vio que Dale asentía.

—Tendría justificación para pensar que algo malo había pasado —contestó.

—Por supuesto que sí. Si una persona es acusada de cometer un crimen atroz y no abre la boca, si decide no decir al jurado que es inocente, ¿no cree usted que es sospechoso?

—Desde luego, señor Pryor —dijo Dale.

El encanto de Pryor no conocía límites. Se acercó hasta el mismo estrado, le dio una palmada en el hombro a Dale y dijo:

—Gracias por sus servicios, señor Dale. Y dele recuerdos a Martha Mary.

Dio media vuelta y se dirigió al juez por encima del hombro mientras volvía a la mesa de la acusación.

—Señoría, la acusación impugna al señor Dale, con causa: no puede emitir un veredicto imparcial.

—Se acepta —dijo el juez.

Kane pensó que, probablemente, Pryor era uno de los mejores abogados que había visto. Acababa de verle deshaciéndose de un jurado favorable a la defensa empleando sus propias tácticas. Lo único que importaba a la hora de elegir al jurado era la imparcialidad.

—¿He hecho algo mal? —preguntó Dale, extendiendo las manos y con gesto avergonzado.

—Siéntese en la zona de espera, señor Dale. Seguro que un oficial se lo explicará todo —dijo el juez—. Y solo como recordatorio a los candidatos que se han presentado a servir como jurado: tal y como expliqué al principio, un acusado no tiene que demostrar nada. Si un acusado decide no testificar, está en su derecho. Ustedes no deben deducir nada de esa decisión.

Uno de los oficiales del juzgado se acercó a Dale y le persuadió amablemente de que abandonara el estrado. Kane suspiró con discreción. Había estado a punto de adoptar la identidad de Brian para el puesto en el jurado; ahora sentía alivio de no haberlo hecho. Al final, Martha Mary había sido el factor decisivo. Medía más de metro ochenta y pesaba casi ciento treinta kilos, cosa que hacía que Brian pareciera un enano a su lado.

Kane sabía que no podría meterles a los dos en su bañera.

—Los siguientes candidatos, por orden, por favor —dijo el juez.

Kane se puso en pie y siguió al oficial hasta el estrado.

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