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Miércoles » Capítulo 46

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El estrecho cubículo de consultas de dos pisos más abajo hedía a loción de afeitado barata y a olor corporal. A Delaney no parecía importarle. Sí fue un problema para Harper, que tardó varios minutos en hacerse a él. Estas cosas la afectaban.

Ambas llevaban carpetas y papeles sueltos. Los dejaron sobre la mesa del cubículo. Harper habló primero.

—Las víctimas de Richard Pena están relacionadas con la investigación de Dollar Bill —dijo.

Se había encontrado el ADN de Pena sobre el billete de dólar hallado en la boca de Carl Tozer. Junto con la huella dactilar y el ADN de Bobby Solomon. Sin embargo, cuando el billete se imprimió, Pena llevaba doce años muerto: el estado de Carolina del Norte lo ejecutó por cuádruple homicidio. Lo más destacable de su caso era el número de víctimas que se le atribuía. Pero parecía imposible que todas ellas pudieran conectarse con este asesino.

—¿Se encontraron billetes de dólar en las escenas del crimen? —pregunté.

Ninguna contestó inmediatamente. Se miraron durante un instante, preguntándose quién debía decírmelo. Por fin, Delaney abrió una carpeta y colocó varias fotografías sobre la mesa.

Eran cuatro. Cuatro mujeres. Todas ellas blancas. Todas jóvenes. Todas muertas. A juzgar por las fotos, todas fueron encontradas en un jardín o en una zona con césped. Las habían colocado allí. Con las extremidades extendidas, como si estuvieran haciendo un salto de tijeras. No, no un salto de tijeras. Un salto de estrella.

Tenían el cuello muy amoratado. No mostraban ningún otro signo de violencia, aunque tampoco era fácil asegurarlo basándome solo en las fotos. Todas estaban vestidas. Sudaderas con capucha, chaquetas de punto, camisetas y vaqueros.

—Todas eran alumnas de UNC en Chapel Hill. Dejaron sus cuerpos en el campus, probablemente desde una furgoneta. La mayor tenía veintitrés años —dijo Delaney.

Un crujido interrumpió mi concentración. Sin saberlo, estaba agarrado a la pata débil de la mesa y casi la había partido en dos.

Intenté sacudirme la rabia y me concentré en las fotos. En un principio no lo había notado, pero en ese momento vi que en una de las fotos había algo asomando por la blusa de la víctima. Un dólar, metido en el sujetador.

En cuanto lo vi, Delaney sacó otra foto. Era un collage de las cuatro víctimas. Billetes de dólar metidos bajo la tela de sus sujetadores.

—Mierda —dije.

—La policía lo ocultó a los medios. Encontraron rastros de ADN en todos estos billetes de dólar. Al principio no dieron con ningún perfil que coincidiera en la base de datos. Luego la policía y la seguridad del campus hicieron una campaña de análisis de ADN voluntario entre mil cuatrocientos varones que trabajaban o vivían en la universidad. Dieron en la diana con Richard Pena. Era celador, pero también había salido un tiempo con una de las víctimas. La última, Jennifer Espósito. Y sí, los dólares estaban marcados —dijo Delaney.

Me mostró otra de las fotografías. El Gran Sello estaba marcado en los mismos sitios, en todos los billetes. La misma flecha, la misma hoja de olivo, la misma estrella.

—La policía fotografió los billetes para usarlos entre las pruebas. Pero no vieron las marcas o, si las vieron, no les dieron demasiada importancia en el juicio. El ADN y el modus operandi de estrangular a las cuatro víctimas resultaron pruebas sólidas definitivas —apuntó Delaney.

—¿Y Pena dio su ADN de forma voluntaria? —pregunté.

—No tuvo mucha elección —contestó Harper—. La universidad obligó prácticamente a sus empleados. Tal vez pensó que no había dejado rastro. Al fin y al cabo, el asesino fue cuidadoso. El cotejo de su ADN permitió que la sentencia saliera en tiempo récord. Antes de los asesinatos, Chapel Hill había vivido aterrorizada por la presencia de un violador en serie en el campus. No fueron capaces de culpar a Pena de esos crímenes, pero, leyendo entre líneas, la policía dedujo que Pena era el violador y que, simplemente, había subido la apuesta. El pueblo llevaba meses asustado y querían mandar a alguien a la silla eléctrica. El juicio duró un par de días. El jurado deliberó durante diez minutos. Supongo que podría decirse que Pena tampoco tenía una gran defensa. No podía permitirse un abogado, y el de oficio se dormía al volante, o ni siquiera le importaba. Sus apelaciones se declinaron rápido y con rotundidad. La gente quería verle muerto y el estado les dio ese gusto.

Muy rápido… La justicia solía tomarse su tiempo con la mayoría de las cosas. No en ese caso.

—¿Defendió Pena su inocencia? —pregunté.

—Hasta el último suspiro —contestó Harper.

—Todos lo hicieron —dijo Delaney.

Aparté las fotos y dije:

—¿Qué quieres decir con que «todos lo hicieron»?

—Hemos encontrado más —dijo Delaney—. Después de marcharte, conseguí un permiso para emitir nuevos boletines de búsqueda. El billete de dólar en el caso Solomon me dio munición para ir a uno de mis superiores. Mandé avisos a todos los sheriffs y a las oficinas condales de Homicidios de trece estados de la Costa Este. Los primeros que firmaron la Declaración de Independencia. Imagino que ya lo habrás deducido. Bueno, pues yo tardé un poco más. Era una teoría con tres víctimas, pero no bastaba para pedir a los cuerpos de seguridad que reabrieran viejos casos con sentencias sólidas. Con el caso Solomon, mi superior me dio vía libre para mandar un aviso. También me autorizó a mandar alertas a jueces y a funcionarios en todos los condados de esos estados. Es la primera vez. Nunca lo habíamos hecho. Y ha dado sus frutos.

Acerqué la silla a la mesa y vi cómo Delaney sacaba documentos de su carpeta. Cuatro fajos de papel unidos por bandas elásticas. Los fue colocando delante de mí uno por uno. Había recortes de periódico, informes policiales, expedientes para el fiscal del distrito.

—Ataque con incendio provocado a una iglesia afroamericana en Georgia. Dos víctimas. Se encontró un billete de dólar parcialmente quemado junto a un bidón de gasolina. Se había utilizado para prender el fuego; luego el autor apagó las llamas del billete. Las huellas encontradas en el bidón eran de un fracasado supremacista blanco llamado Axel que acababa de ganar dos millones de dólares en la lotería estatal.

Puso otro encima con un golpe.

—El destripador de Pensilvania. Tres mujeres descuartizadas en sus propias casas, parcialmente devoradas y con mutilaciones post mortem. Las tres fueron encontradas a lo largo de dos semanas en el verano de 2003. Los ataques se produjeron por todo el estado. Se encontraron billetes de dólar metidos en sus bragas. Jonah Parks, esquizofrénico paranoico, confesó la autoría de los crímenes, a pesar de las protestas de su mujer, que le ofrecía una coartada. No bastó para evitarle la cárcel.

Otro documento. Otro rostro de un fallecido mirándome. Esta vez era un hombre sentado tras el volante de una plataforma.

—El asesino de Pitstop. Cinco hombres, todos ellos camioneros. Recogieron a un autoestopista en Connecticut y acabaron muertos. Les disparó en la cabeza de cerca y luego les robó. Dejó el billete de dólar en el salpicadero. La policía pensó que era una propina del autoestopista por el favor. Las huellas en el billete condujeron a la policía a un vagabundo que acababa de volver a tener casa después de que un pariente muriera dejándole una importante cantidad de dinero. El tipo no tuvo tiempo para disfrutarlo.

El último.

—Sally Buckner, dieciséis años. Maryland. Secuestrada, violada y asesinada con un cuchillo de doble filo. La policía encontró el billete de dólar en su mano al sacar su cuerpo de debajo del porche del vecino, Alfred Gareck, que negó ser el autor de aquella atrocidad. No se encontraron rastros de ADN, pero había pruebas circunstanciales. La chica solía ir a la tienda a hacerle la compra todos los sábados por la mañana; él siempre le daba un par de dólares por la molestia. Las huellas de Gareck estaban sobre el billete. Murió a la semana de ser condenado por el asesinato —dijo Delaney. Sacudió la cabeza—. El Gran Sello estaba marcado igual que en el resto de los dólares. Punta de flecha, hoja, estrella. Aún estamos esperando a que nos digan algo de Nueva Jersey, Carolina del Sur, Virginia y Rhode Island. Puede que no haya actuado en esos estados. Pero puede que sí… y que no lo hayamos descubierto aún.

Ninguno de los tres podíamos hablar. Harper apoyó la espalda contra la pared, con la mirada clavada en el suelo. Todos lo notamos. Había un algo negro y maligno en el cubículo. Algo en lo que no te permites pensar. Todos hemos crecido con miedo a algo. El hombre del saco, el monstruo del armario o el demonio que se esconde debajo de la cama. Y tus padres te dicen que son solo imaginaciones tuyas. Que no hay demonios. Ni monstruos.

Pero los hay.

Yo he hecho cosas malas en mi vida. He hecho daño a gente. He matado. No tuve elección. Fue en defensa propia. Para proteger a mi familia. O a otros. No es fácil matar a un hombre, incluso en esas circunstancias. Sabía por experiencia que Harper también había tirado del gatillo. Que había matado a un hombre. No estaba seguro de si Delaney habría hecho daño a alguien, pero no necesitaba esa experiencia para saber cómo era. Era una raya que a veces había que cruzar.

Aunque siempre dejaba cicatriz.

Teníamos ante nosotros a un hombre que asesinaba por placer. Era un juego. Solo que él no era un hombre. Era uno de los monstruos.

Sabía la pregunta que quería hacer, pero no encontraba el valor para ello. Tenía los labios secos. Los humedecí, tragué y dije:

—¿Cuántas víctimas?

Delaney conocía la respuesta. Harper también. El saber les pesaba mucho. Harper cerró los ojos y susurró la respuesta.

—Dieciocho, que sepamos. Veinte si cuentas a Ariella Bloom y a Carl Tozer.

—¿Y contamos a Ariella y a Carl, agente Delaney? —pregunté.

—Creo que sí, pero vamos muy retrasados. Y sigue siendo una investigación en curso. Estoy compartiendo esto con vosotros porque acudisteis a mí. Estoy dispuesta a contarle al tribunal que el FBI está investigando la posible conexión entre los asesinatos de Bloom y Tozer y un conocido asesino en serie que opera en la Costa Este, pero nada más. Ninguna otra información o prueba. Si Solomon es condenado por estos crímenes, se cerrará otra puerta en mis narices. ¿Sabes lo difícil que es reabrir un caso cerrado? ¿Con una sentencia en vigor? Lo siguiente a imposible.

La habitación volvió a quedarse en silencio.

—¿Existe alguna conexión entre las víctimas? Este tipo ha de tener algún modo de ponerse a esa gente como objetivo. No puede ser totalmente al azar —dije.

—Aún no hemos encontrado ninguna conexión —contestó Harper—. Estamos en ello. Imagino que te soy más útil trabajando desde este ángulo, Eddie. Por ahora, no hay ninguna relación entre las víctimas de cada estado. Edades distintas, sexo distinto, orígenes distintos.

Asentí. Harper tenía razón. Pero nada de aquello podía ayudar a Bobby en el juicio. La verdad es que no.

—Tiene que haber una relación. ¿Las marcas en el dólar? A ver, este tío está inmerso en una especie de misión oscura. Tiene un propósito. Un plan. Ha matado a veinte personas y ni la policía ni el FBI le están buscando siquiera. Ha conseguido echar la culpa de todos los asesinatos a otro —dije.

Esa palabra, esa extraña palabra candente: asesinato. De alguna manera, sentía como si se me hubiera atragantado. Mi mente no quería soltarla.

Tardé un momento en asimilarlo todo. Debía volver al juzgado en breve. Cerré los ojos y dejé que mi mente vagara. En algún lugar de mi subconsciente, tenía la respuesta.

Empezó lentamente, como una pulsación tenue en la habitación. Como la vibración del corazón de un violín. Mínima. Por la simple presión de los dedos sobre las cuerdas, justo antes de tocar la primera nota de la obertura. La sentí. Y entonces estaba ahí, delante de mí.

—Necesito tiempo para revisar estos casos. Con algo de suerte, puede que nos llegue algo más de los otros estados. Si vamos a utilizar todo esto, tenemos que organizarlo y encontrar la conexión entre las víctimas. Y si estás dispuesta a hacer un trato, Delaney, tenemos que mostrarle las pruebas a Pryor. Mientras tanto, voy a detener el juicio por hoy: le pediré a Harry un aplazamiento hasta mañana. Básicamente me ha dicho que puedo solicitarlo si es necesario. Y lo necesito. Todos lo necesitamos —dije.

Al hablar, mis ojos recorrieron la habitación siguiendo a mis pensamientos.

Entonces el maestro movió las manos. Y la primera nota resonó en mi cabeza.

—¿De qué tipo de acuerdo estás hablando? —preguntó Delaney.

—Es una oferta única. Nada de negociar. Lo tomas o lo dejas. Mañana vienes al juzgado. Y puede que necesite que testifiques, aunque no creo que sea necesario. Lo único que me hace falta es que accedas a compartir estos expedientes con el fiscal. También necesito tu palabra de que, en caso de necesitarlo, le dirás al jurado lo que me has contado.

Se cruzó de brazos, miró a Harper por encima del hombro y volvió a mí.

—Ya te he dicho que no puedo. No puedo comprometer la investigación —contestó.

—No estarás comprometiendo nada. Ven al juzgado. Accede a testificar para que pueda decir al fiscal que eres una testigo. Pero no tendrás que hacerlo. Si lo haces, te juro que tendrás a tu hombre bajo custodia dentro de menos de veinticuatro horas.

Delaney se reclinó en la silla, sorprendida ante una afirmación tan atrevida.

—¿Y cómo pretendes entregarme a Dollar Bill? —preguntó.

—Esa es la mejor parte. Yo no te lo entregaré. Si todo va bien mañana, Dollar Bill irá solito a los brazos del FBI.

CARP LAW

Suite 421, Edificio Condé Nast. Times Square, 4. Nueva York, NY.

 

Comunicación abogado-cliente sujeta a secreto profesional

Estrictamente confidencial

Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

 

 

Cassandra Deneuve

Edad: 23

Se cambió de nombre hace dos años. Antes conocida como Molly Freudenberger. Admitida en Diseño Escenográfico en NYU, estudios en curso. Trabaja en un McDonald’s. Situación económica estable gracias a la ayuda de sus padres. En dos años, ha dejado dos cursos en la universidad. Mantiene varias relaciones sentimentales. Numerosos seguidores en Instagram. No tiene historial como votante.

 

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 38%

 

ARNOLD L. NOVOSELIC

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