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Miércoles » Capítulo 48

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Harry concedió el aplazamiento en un abrir y cerrar de ojos. Pryor no puso objeción. Tenía hasta la mañana siguiente para prepararme. Una vez que se hubo vaciado el juzgado, quedamos Arnold, Bobby y yo. Holten, cuya empresa de seguridad había contratado Carp Law, dijo que se quedaría a ofrecer sus servicios a Bobby. Me aseguró que había acordado con Carp que Bobby seguiría teniendo escolta hasta el fin de semana, como mínimo. A partir de entonces, correría de su propia cuenta. Un detalle por parte de Rudy: al menos, Bobby estaría a salvo antes de ir a la cárcel para el resto de su vida. En el pasillo había cinco escoltas aparte de Holten, esperando a llevar a Bobby a su casa.

—¿Dónde te alojas?

—En Midtown. Una casa antigua. Es un barrio tranquilo y agradable. La casa tiene hasta una habitación del pánico con una puerta de acero enorme. Allí estaré a salvo. Rudy la alquiló para mí. La ha pagado hasta final de mes. Oye, ¿crees que tenemos alguna posibilidad de ganar? —dijo Bobby.

Había sido un día largo y empezaba a notársele. Le podría haber dicho la verdad, pero eso no ayudaría. Tenía el presentimiento de que podíamos coger al auténtico asesino. Y necesitaba confiar en Delaney, pero en el fondo dudaba de todo. Aquel caso seguía dependiendo de la suerte.

—Sí, creo que tenemos posibilidades. Mañana sabré más. Creo que Ariella y Carl se vieron envueltos en una especie de juego enfermizo. Su asesino quería inculparte. Todavía no sé por qué. Ni cómo lo hizo exactamente. Necesito que vayas a casa y pienses. Mañana tienes que contarme dónde estabas la noche de los asesinatos —dije.

—Ya te lo he dicho, no lo recuerdo. Dios, ojalá lo recordara.

Hablaba mirando al suelo.

Estaba mintiendo. Lo sabía. Y Arnold también lo notó.

—Bobby, no te queda otra elección. Tienes que contármelo.

El chico sacudió la cabeza:

—Ya te lo he dicho, no me acuerdo.

—Esperemos que tu memoria mejore para mañana. El jurado querrá saber dónde estabas. Si no puedes decírselo, vas a tener serios problemas —dije.

Acompañamos a Bobby hasta el pasillo y hacia la masa de escoltas que debía llevarle a casa. Prometió que intentaría dormir y se tomaría la medicación. Salió rodeado hacia una multitud enfervorecida.

Era la primera vez que tenía ocasión de hablar con Arnold. Le puse al día sobre la teoría de Dollar Bill. Al principio no se lo creyó, pero cuantos más detalles le daba, más parecía interesarle.

—¿Crees que este jurado se lo creerá? —dije.

Se frotó la calva y suspiró:

—Vale la pena intentarlo. Ahora que está secuestrado, la clave es averiguar quién es el alfa del jurado.

—¿El alfa?

—Un jurado secuestrado no tarda en caer en una mentalidad de manada. El secuestro los separa de sus vidas normales y los mete juntos en una situación estresante de una realidad extrema. La cosa pasa a ser «nosotros» y «ellos». Se unirán. Saldrá un líder. Habrás notado que no he dicho «macho» alfa. Muchas veces, es una mujer la que lidera la manada. Una vez que averiguas quién es la figura alfa, solo hace falta concentrarte en él o ella. Si te ganas al alfa, el resto del jurado irá detrás.

Asentí. Tenía sentido. De repente, me alegré de tener a Arnold a mi lado.

—Muy útil, gracias —dije, con sinceridad.

A Arnold pareció sentarle bien mi comentario. Le gustaba ayudar.

—Sé que no hemos tenido el mejor…, bueno, ya sabes… Lo siento. Creo que estás haciendo un gran trabajo por Bobby —dijo Arnold, extendiendo la mano.

Se la estreché. Yo no guardo rencor.

—Ah, hay algo que quería comentarte antes —apuntó—. Es sobre uno de los jurados: le vi…, en fin, va a sonar un poco raro…

—Sigue.

—Es difícil de explicar. Eh, mira, hace unos años, vi una película en la tele por cable. Una película de terror sobre la alta sociedad de Nueva York. Creo que uno era abogado y otro un demonio… No sé. Eso no lo recuerdo bien. En fin, me acuerdo de una escena. Una chica se estaba cambiando en el probador de una tienda y sonreía a la cámara. De repente, su cara cambiaba. La sonrisa se convertía en…, como en una mueca demoniaca. Tenía dientes afilados y ojos diabólicos. El otro personaje, la protagonista, no estaba segura de si lo había visto o no. Pues así es más o menos como me siento. Estaba mirando a ese jurado y, bueno, su cara cambió. Daba miedo. Como una microexpresión de… algo. Algo malo —dijo.

Arnold estaba sudando, tenía bolsas bajo los ojos como para diez kilos de patatas. Estaba pálido, exhausto. Y asustado.

—¿Quién era? —pregunté.

Mi teléfono vibró. Lo saqué del bolsillo de la chaqueta y Arnold lo vio. No reconocí el número en la pantalla.

—Un momento —dije.

—Olvídalo. Lo siento. Ni siquiera sé lo que digo. Llevo seis meses trabajando quince horas al día para este caso. Ha sido un día muy largo. Contesta. Te veo mañana.

—Vete a casa. Que descanses, Arnold.

Le vi marcharse. El estrés provoca todo tipo de cosas. No estaba seguro, pero me dio la impresión de que Arnold había sufrido una alucinación. O tal vez fuera un efecto de la luz… o algo así.

Contesté la llamada. Era el tipo del garaje. Mi Mustang ya tenía parabrisas nuevo y podía pasar a recogerlo cuando quisiera. La factura tampoco era terrible y el mecánico había aprovechado para poner a punto el motor y cambiar el aceite. Le di las gracias y dije que pasaría a recogerlo en cuanto pudiera.

Me esperaba una noche larga. Tenía que leer los expedientes sobre las nuevas víctimas y repasar todas las pruebas para el día siguiente. Delaney estaba reuniendo un equipo de crisis en la oficina de campo de Nueva York y habíamos quedado en reunirnos a desayunar con Harper y ella a las seis de la mañana. Aún tardaría en ir a recoger el coche.

Un taxista me dejó en la calle 46 Oeste. Esta vez no me esperaba ningún comité de bienvenida. Al subir cansinamente las escaleras hacia mi despacho, pensé en llamar a Christine. Cuando llegué al rellano, estaba decidido a decirle que no pondría problemas con el divorcio, que le daría lo que quisiera. Lo que fuera mejor para ella y para Amy. Para cuando llegué a la puerta, había decidido llamarla y decirle que la quería. Que la quería más que a nada y que, cuando terminara aquel caso, dejaría aquel trabajo.

Al final, apagué el móvil. Aún quedaba media botella de whisky sobre mi escritorio. Me serví una copa. Después de acunarla un buen rato, la tiré por el fregadero y me puse a trabajar.

Primero, revisé los expedientes del caso Solomon. Preparé mi contrainterrogatorio. Luego pasé a los expedientes de los asesinatos de Dollar Bill. Yo no era psicólogo cualificado. Tampoco criminólogo, ni analista criminal, ni agente del FBI, ni policía. Mis aptitudes en ese campo eran limitadas.

Pero sí sabía dos cosas.

Sabía engañar. Y allí había un patrón. Una táctica básica de cebo y anzuelo. Las víctimas eran asesinadas con un modus operandi distinto en cada estado. Dejaba el dólar. Y la policía lo pasaba por alto. Era comprensible. Yo mismo había visto la marca en el dólar mariposa y la había obviado, igual que el Departamento de Policía de Nueva York. Nos había pasado a todos. A todos menos a Delaney. Una vez colocada la prueba, los llevaría a un autor inocente. Y Dollar Bill se iba a otro estado o a otra ciudad y empezaba de nuevo.

También sabía matar.

Me había criado entre chicos que se convirtieron en asesinos. Cuando era timador, trataba con ellos casi a diario. Algunos estaban metidos por dinero. La mayoría, por deporte. Había conocido a hombres que sentían placer matando. Se los veía a la legua. La única razón por la que seguía vivo era porque me había esmerado en comprender a esos tipos para mantenerme fuera de su radar y de su vista.

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Cuando miré el reloj, eran las cuatro y media. Tenía las cosas mucho más claras. Llamé a Harper.

—¿Estás despierta?

—Ahora ya sí —contestó. Su voz sonaba dura. Hablaba despacio, con la garganta seca y furiosa—. ¿Qué necesitas?

—He estado revisando los expedientes. No hay relación entre las víctimas.

—¿No te lo dijo ya Delaney ayer?

—Sí, lo hizo. Pero estaba pensando en las víctimas equivocadas —dije.

Oí un gruñido y ruido de sábanas. Me la imaginé incorporándose, obligándose a despertar.

—¿Qué quieres decir con las víctimas equivocadas?

—Delaney se centró en las víctimas de los asesinatos. No creo que ellas fueran el verdadero objetivo. Este asesino está matando a gente para inculpar a otro por el crimen. Los verdaderos objetivos son los que fueron condenados por esos crímenes, estoy seguro.

—Tenemos el mismo problema que con las víctimas de los asesinatos. Algunos de esos hombres condenados nunca salieron de su estado.

—No hay ninguna conexión geográfica ni social. No creo que estos hombres se conocieran. Nunca vivieron en el mismo lugar, se movían en círculos sociales completamente distintos, fueron a distintas universidades, algunos ni siquiera estudiaron en la universidad. No he encontrado nada. Pero tampoco soy el FBI. Solo me puedo basar en lo que hay en los expedientes y lo que pueda encontrar en Internet. Por ahora no es gran cosa. He encontrado varios artículos en la red. Un artículo sobre Axel, el pirómano, decía que había ganado la lotería del estado. Y otro sobre Omar Hightower y las apuestas de fútbol…

—¿Cómo? —preguntó Harper.

A veces, decir algo en alto ayuda a que se haga realidad. Al menos a mí me ayuda.

—Harper, las verdaderas víctimas son las personas que fueron a la cárcel por error. Las eligió porque sus vidas cambiaron de manera radical. Omar ganó todo ese dinero, a Axel le tocó la lotería, el vagabundo condenado por los asesinatos de Pitstop acababa de recibir una herencia… Y todo eso apareció en los periódicos locales. Necesito que Delaney y tú les sigáis la pista a todos y averigüéis qué ha sido de ellos. Sus vidas dieron un giro radical. Y el asesino lo vio. Por eso fue a por ellos.

Harper se había puesto en marcha. Oí sus pasos sobre un suelo de madera. Luego, otra voz al otro lado de la línea. Tenue. De fondo.

—¿Quién es? —dije.

Al principio, no contestó. El momento de duda bastó para hacerme sentir como un capullo.

—Ay, Harper. Lo siento. No sabía que tuvieras compañía… —dije.

—No pasa nada. Es Holten. No le importa —respondió ella.

Por un segundo, no supe qué decir. Ni cómo sentirme. Estaba acariciando mi anillo de casado con el pulgar. Con los años, había desgastado el metal con tantas preocupaciones.

—Ah, vale, bien. Supongo —dije, como un chaval de sexto curso.

—Voy a comprobarlo y llamo a Delaney. ¿Algo más?

No había nada más que decir. Volví a disculparme. Colgué. Apoyé la cabeza en la mesa, más avergonzado que por el cansancio.

Mientras estaba allí, mi mente volvió a la conversación que había tenido con Arnold, aquella misma tarde. Era un caso muy delicado. Necesitaba dos cosas: a un Arnold lúcido y a un jurado imparcial. Ningún jurado corrupto más.

Me inquietaba su preocupación por el miembro del jurado que le había dado una sensación extraña. Por muy disparatado que sonase, tenía que saber más sobre ello. Arnold estaba acostumbrado a trabajar en casos importantes, de modo que sabía perfectamente que dormir era un concepto relativo en un caso por asesinato. Le llamé. Contestó tras varios tonos.

—¿Diga? —dijo.

No detecté sueño en su voz. Sonaba totalmente despierto.

—No te he despertado, ¿verdad? —pregunté.

—No puedo dormir —respondió.

—Bueno, perdona que llame tan pronto. Llevo toda la noche trabajando. Voy a intentar descansar media hora antes de reunirme con los federales. Pero no puedo irme a dormir sin que me cuentes algo más sobre lo que dijiste antes. Sobre el jurado. Dijiste que creías haber visto algo.

—¿El jurado?

—El miembro del jurado del que me hablaste. Ya sabes, su cara…, que había cambiado. Que no estabas seguro de lo que habías visto, porque fue algo fugaz. Puede que sea importante. O puede que no. Solo quiero saber de quién hablas.

—Ah, eso —dijo Arnold—. Vale, bueno, tú lo has dicho: no estoy seguro de lo que vi. Es como si, por un momento, su cara hubiera cambiado.

—¿Quién era?

Hubo una pausa. No sé por qué, pero me dio la sensación de que era importante.

—Alec Wynn —dijo Arnold.

Wynn era un pirado de las armas. El tío al que le gustaba cazar, pescar y Fox News. Tal vez le gustaba cazar hombres, además de ciervos.

—Gracias, Arnold. Oye, sé lo duro que has estado trabajando. Descansa un poco y nos vemos mañana.

Me dio las gracias y colgó. Puse la alarma para despertarme al cabo de media hora. Podía ser un sueño corto para recobrar energías y prepararme para llegar a la oficina del FBI a las seis.

Presentía que me esperaba un día largo.

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