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Jueves » Capítulo 64

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Vi que Bobby se encogía ante mis ojos. Con cada palabra que Pryor pronunciaba, parecía hacerse más pequeño, más frágil, como si la vida que tenía dentro se evaporase un poco más a cada minuto que pasaba.

Pryor recordó los puntos fundamentales al jurado. Bobby no había contado a nadie dónde estaba la noche de los asesinatos. Sus huellas estaban sobre el bate de béisbol. Mintió sobre la hora a la que llegó a casa. Sus huellas dactilares y su ADN estaban en el billete de dólar encontrado en la boca de Carl. Tenía un móvil para el crimen y posibilidad de acceso. Estaba manchado con la sangre de Ariella. El cuchillo que la mató nunca salió de la casa. ¿Y la teoría del asesino en serie? No era más que un truco de la defensa.

Pryor tomó asiento con el rostro cubierto de sudor. Lo había dado todo durante media hora.

Ahora era mi turno.

Recordé al jurado que el router del domicilio de Solomon registró la presencia de un dispositivo desconocido exactamente a la misma hora en que la persona vestida igual que Bobby llegó a la casa. También les recordé que quienquiera que entrase en el domicilio en ese momento tuvo que apagar el sensor de movimiento de la cámara de seguridad. Algunos de los jurados, especialmente Rita y Betsy, parecían seguir mi razonamiento.

Wynn escuchó todo mi discurso de brazos cruzados.

Los asesinatos no pudieron producirse tal y como los describía la acusación. Lo más probable es que a Carl lo asaltaran por la espalda y le pusieran una bolsa sobre la cabeza; posteriormente, lo habrían golpeado con el bate que Bobby guardaba en el recibidor. Esa era la razón por la que Ariella seguía dormida cuando el asesino entró en su dormitorio. Y habían limpiado cualquier rastro de ADN del billete de dólar, salvo el de Bobby y el de un hombre ya fallecido.

—Señores del jurado, el señor Pryor les ha recordado su obligación. Déjenme aclarar sus comentarios. Su obligación es para con ustedes mismos. La única pregunta que deben hacerse es si están seguros de que Robert Solomon asesinó a Ariella Bloom y a Carl Tozer. ¿Están «seguros»? Yo diría que el señor Eigerson no estaba seguro de haber visto al acusado esa noche. Diría que no podemos estar seguros de que el billete hallado en la boca de Carl Tozer no fuera manipulado de algún modo por la Policía Científica. Pero lo que yo diga no importa ni un bledo. Lo que importa es lo que ustedes sepan. En el fondo, saben que no pueden estar seguros de que Robert matara a estas personas. Ahora solo tienen que decirlo.

Los siguientes minutos de mi vida fueron completamente borrosos. Un minuto me estaba dirigiendo al jurado y al siguiente estaba recogiendo mi bolsa y despidiéndome de Bobby, que se iba con Holten y su escolta hasta el día siguiente. Cabía la posibilidad de que nos dieran el veredicto por la mañana. El jurado salió guiado por un oficial y la sala empezó a vaciarse. Harry estaba inclinado sobre el estrado, hablando con el secretario del tribunal. Solo quedaban unos pocos rezagados en la sala. Delaney y Harper me estaban esperando. Parecían intuir que necesitaba algo de tiempo para calmarme y ordenar mis pensamientos. Lo había dado todo en el discurso final. Tenía el cerebro hecho fosfatina.

Me eché al hombro la bolsa del ordenador y abrí la puertecita que separaba los asientos del público del resto de la sala. Delaney y Harper iban delante de mí. Estaba cansado. Dolorido. Acabado. Sin embargo, sabía que me esperaba una larga noche de trabajo. Aún cabía la posibilidad de encontrar algo en el caso de Dollar Bill. Tenía el mal presentimiento de que esa era la única oportunidad para Bobby.

Algo se movió a mi izquierda. Rápido. Abajo. Solo lo vi con mi visión periférica. Alguien estaba agachado en la fila de asientos a mi izquierda. Me volví para ver qué ocurría, pero no lo bastante rápido.

Un puño me golpeó la mandíbula. Oí a Delaney gritar. Y a Harper también. Ya estaba cayendo. El suelo se levantó muy deprisa. Estiré las manos y logré no abrirme la cabeza, pero el impacto de mis costillas contra el suelo de baldosas me hizo gritar. No podía respirar. Entre olas de dolor, tenía una vaga conciencia de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor.

Noté que alguien me agarraba con fuerza por las muñecas y, de repente, tenía los brazos doblados a la espalda. Comprendí inmediatamente lo que estaba pasando. Me habían detenido en suficientes ocasiones como para saber cómo funcionaba la policía. Nada más pensarlo, sentí el frío de los grilletes alrededor de la muñeca izquierda; después, en la derecha. Tenía los brazos sujetos a mi espalda. Unas manos me levantaron tirando de mis brazos hacia arriba. Intenté hablar, pero mi mandíbula solo consiguió gritar. Prácticamente me la habían dislocado con el primer golpe.

Conseguí girar el cuello hacia atrás y a la izquierda.

El inspector Granger. Y detrás de él, Anderson.

—Eddie Flynn, queda detenido. Tiene derecho a permanecer en silencio… —dijo Granger. Siguió recitando mis derechos mientras me empujaba hacia delante. A la puerta de la sala esperaba un policía de uniforme con las manos en el cinto.

—No pueden hacer esto —gritó Harry—. Deténganse ahora mismo.

—Sí podemos. Lo estamos haciendo —contestó Anderson.

Harper se levantó. Delaney la sujetó.

—Soy agente federal, ¿qué demonios hacen? ¿De qué se le acusa? —preguntó Delaney.

—No es un asunto federal. Usted no tiene jurisdicción en esto. Nos lo llevamos a la comisaría de Rhode Island para tomarle declaración —soltó Granger.

No podía respirar. El dolor me venía a oleadas. Cada una rompía contra mis pulmones. Alcé la vista y vi que el policía que esperaba al final del pasillo llevaba un uniforme ligeramente distinto. Era de la policía de Rhode Island. Anderson y Granger tenían un agente de enlace con ellos. Me estaban deteniendo para sacarme del estado.

—¿De qué…, qué…, acusa? —logré decir.

Si se lo preguntaba, estaban obligados a decírmelo. Tenía derecho a saberlo. Casi pierdo el conocimiento por el simple esfuerzo de decirlo. Granger me daba tirones por los brazos, desatando un dolor infernal en mis costillas. Los pies me pesaban cada vez más. Por poco me desmayo al oír la respuesta de Anderson.

—Está detenido por el asesinato de Arnold Novoselic —dijo.

Por Dios. Arnold. Hasta hacía un par de días no me habría dolido saber que le habían quitado de en medio. Ahora era distinto. Esa misma mañana había hablado con él. El shock de enterarme de su muerte casi nubló el hecho de que me estaban deteniendo.

—¿Por qué iba a matar Eddie a su propio especialista en jurados? —preguntó Delaney. Iba detrás de mí, gritando preguntas a Anderson.

—Quizá debería preguntárselo a Flynn —contestó—. Pregúntele por qué no se puso guantes para meterle trece billetes de dólar en la garganta.

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