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Jueves » Capítulo 66

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Granger me quitó los grilletes, dijo que me diera la vuelta y luego me esposó por delante. Era un pequeño gesto de clemencia. Sentarme en un coche de policía con las manos esposadas a la espalda habría puesto más presión sobre mis costillas y me habría desmayado al cabo de menos de dos manzanas. Agachándome la cabeza, me metió en el asiento trasero de un vehículo K de la policía. Era un coche del parque móvil. Olía a comida rancia y los asientos estaban rasgados.

Cuando pensaba en Arnold muerto, asfixiado con billetes, se me ponía la piel de gallina. Dollar Bill me había tendido una trampa. Igual que a todos los demás.

Concentré la poca energía que me quedaba para tranquilizarme. Tenía que ignorar el dolor y pensar.

La puerta del conductor se abrió y Granger entró. El policía de Rhode Island se subió por mi lado y se sentó delante de mí, en el asiento del copiloto. Noté que el coche se hundía ligeramente. Anderson se sentó a mi lado. Seguía llevando una escayola. Al mirarle a la cara, me asustó lo que vi.

Estaba sudando. Y temblaba. Granger arrancó el coche y nos pusimos en marcha. No podía apartar los ojos de Anderson. Le había metido caña en el juzgado. Aparte de dejarle la mano bastante destrozada. Debía de estar disfrutando de lo lindo de ese momento. Mirándome con lástima, disfrutando de la victoria. Granger y Anderson tendrían que estar gastando bromas y riéndose de mi defensa. Asustándome. Diciéndome que todo había acabado, que iba a pasar el resto de mi vida entre rejas.

Sin embargo, el ambiente en el coche estaba muy cargado. Me recordaba a todas las veces que había estado en la parte trasera de una furgoneta o de un coche esperando a dar un timo.

—Gracias por dejarnos coger a este tipo —dijo Granger.

—De nada. Buenas tardes, señor Flynn. Soy el agente Valasquez —soltó el policía de Rhode Island, que volvió a centrar su atención en Granger—. Me alegro de que su distrito nos pusiera en contacto, así nos ahorramos problemas de jurisdicción. En cuanto hablamos, supe que tenían cuentas pendientes con Flynn.

—Uy, sí. Lo nuestro viene de lejos —dijo Granger. Miró por el retrovisor y, en lugar de una expresión de satisfacción y engreimiento, vi algo distinto. Excitación.

Si me erguía, podía ver sus ojos en el espejo. Su mirada iba de un lado al otro de manera frenética. Miraba la calle, la acera, a Anderson y tampoco perdía de vista al policía de Rhode Island.

Obviamente, algo estaba pasando. Lo único que no sabía era si Valasquez estaba metido en el ajo. Intuía que no.

Según avanzábamos por Center Street, me recliné y noté que tenía el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Nadie me había cacheado. Pensé que, entre los tres, teniendo en cuenta su edad, llevarían más de cincuenta años en el cuerpo. Sería extraño que un policía con diez años de experiencia se olvidase de cachear a un sospechoso. Aquello me inquietó aún más. Granger giró en un par de calles y pusimos dirección al norte. Eso tampoco ayudó a mi nerviosismo. Se suponía que me llevaban a Rhode Island. El camino más rápido era por el sur, directamente por la FDR, abrazando el río hasta que la autovía llega a la I-95. Ningún policía de Homicidios de Nueva York cogería otro camino. Se conocían la ciudad mejor que la mayoría de los neoyorquinos.

—¿Adónde vamos? —pregunté, deslizando las manos lentamente hacia la parte inferior de mi chaqueta y moviendo los brazos hacia el mango de la puerta a mi derecha, por encima de la chaqueta.

—Cállate —dijo Granger.

—Que te den —le respondí.

—Haz lo que te dice, cierra la puta boca —dijo Anderson.

No lo hice.

—Si vamos a Rhode Island, ¿por qué no cogemos la FDR? —pregunté.

El policía que iba en el asiento del copiloto delante de mí se quedó mirando a Granger.

—Siento decirlo, pero el abogado tiene razón —dijo Valasquez, mirando su reloj.

—Hay demasiado tráfico. Ahora mismo estará totalmente atascada —apuntó Granger.

Los últimos rayos de luz empezaban a apagarse. Todos los coches llevaban las luces encendidas, salvo el nuestro. Granger giró a la izquierda. Ahora íbamos hacia el oeste. Tras una serie de giros rápidos a la derecha y a la izquierda, seguimos en la misma dirección.

Miré por la ventana y vi una señal.

—¿La calle 13 Oeste con la Novena Avenida? ¿Qué hacemos en el Meatpacking District?

—Es un atajo —contestó Granger.

El coche giró a la izquierda y se metió en una callejuela. El vapor que salía de las alcantarillas, iluminado por las farolas, podía hacerte pensar que el infierno estaba bajo Manhattan.

—Tengo que hacer una parada rápida —dijo Granger.

Ya estaba. Granger no iba a hacer ninguna parada. Y yo nunca llegaría a Rhode Island.

Anderson se inclinó hacia mí. Estaba sacando algo de su chaqueta con la mano izquierda. Al llevar la escayola en el brazo derecho, solo tenía una mano útil. Se enderezó de nuevo y vi algo brillante en su mano izquierda. Lo arrojó a mis pies y volvió a rebuscar en el bolsillo con la misma mano. Solo pude mirar rápidamente, pero me bastó para ver que tenía una pistola pequeña junto a los pies.

—¡Un arma! —exclamó Anderson.

Levantó el brazo sacando su pistola. Iba a matarme y luego diría que fue en defensa propia. Por eso no me habían cacheado antes de subir al coche. Todo esto pasó por mi mente mientras me abalanzaba sobre él. Mi cabeza chocó contra su nariz, estiré los brazos y le agarré del brazo izquierdo con las dos manos. Los grilletes se me clavaron en las muñecas al empujar su brazo hacia abajo.

Se resistió con toda su fuerza. Me levanté del asiento y logré golpear a Granger en la parte posterior de la cabeza con el codo. Cayó hacia un lado y estiró la pierna, pisando el acelerador. El coche dio un tirón hacia delante y volví a caer en el asiento.

El dolor era insoportable, pero la adrenalina me permitía seguir.

Anderson también había soltado su arma. Estaba inclinado hacia delante, tratando de recuperarla. Debía de estar debajo del asiento de Granger. Vi su brazo estirado, buscándola. De repente, el coche empezó a vibrar y vi chispas por la ventanilla de Anderson. Debíamos de estar rozando contra un coche aparcado.

Anderson se irguió y me apuntó con su arma.

En ese momento, su cabeza se golpeó contra el techo del coche. Se le disparó el arma y noté cristales sobre mi cara. Había hecho estallar mi ventanilla. Sentí un revolcón y caí boca arriba, en el asiento trasero. Cuando me incorporé, vi a Valasquez con las manos en la cabeza. No llevaba el cinturón puesto. Una farola se había incrustado en la parte delantera del coche de policía.

Antes de que Anderson pudiera disparar otra vez, me llevé las rodillas al pecho, apoyé los brazos en la puerta junto a mi cabeza y le golpeé en la cara con ambos pies. La fuerza salió de mi espalda y utilicé los brazos, los músculos del pecho, los abdominales y las piernas. Mi cuerpo se estiró como un arco soltando una flecha. Le di una patada con todas mis fuerzas, pero fallé. Le di en el torso. La fuerza del impacto le empujó por la puerta izquierda y le hizo caer a la calle.

Aquella patada era lo último que me quedaba dentro. Intenté incorporarme, pero el dolor era demasiado. Volví a recostarme e intenté gritar. Necesitaba moverme. Tenía que salir de aquel coche, pero ni siquiera podía levantarme. Cada respiración jadeante era una llamarada de agonía.

—Vas a morir, hijo de puta —dijo Granger.

Alcé la vista y le vi bajándose del asiento del conductor. La puerta se había abierto por el impacto, dejándole medio fuera del coche. Oí sus pisadas sobre los cristales rotos en el asfalto. Por la ventanilla del coche, vi cómo desenfundaba un arma de la cartuchera de hombro. Pasó por encima de Anderson y me disparó al tiempo que gritaba:

—¡Tiene un arma!

Me cubrí la cabeza.

No sentí el impacto de la bala. Tampoco una descarga de dolor. Solo noté algo caliente salpicándome la cara.

Valasquez se agarró el brazo, gritando.

Granger le había dado. Oí el arma disparar de nuevo: impactó en la cabeza de Valasquez.

—Acabas de matar a un policía. Esto es lo que pasa cuando amenazas a uno de los nuestros con mandarle a Asuntos Internos. Si te metes con nosotros, te cae una bala —dijo Granger.

Entonces vi su cara. Estaba arrodillado. Tenía la pistola cogida con ambas manos. Me apuntó a la cabeza. Anderson estaba tirado en la acera. Observé su brazo levantado detrás de Granger.

Quería gritar. Chillar. No me salía nada. Y aunque lo hubiese logrado, tampoco lo habría oído. Lo único que oía era la sangre palpitando en mis oídos, como un océano. Mi corazón era una onda de sonido en mi cabeza.

Entonces pensé en mi hija y me salió toda la rabia. Aquel hombre le estaba arrebatando a su padre. Un padre de mierda, sí, pero padre a fin de cuentas. Puse una mano debajo de mi cuerpo sobre el asiento de cuero, apreté los dientes e intenté incorporarme con las escasas fuerzas que me quedaban. La pistola que Anderson había arrojado al fondo del coche estaba a escasos centímetros de la punta de mis dedos. Pero era como si estuviese al otro lado de un campo de fútbol.

Mi mano resbaló y me desplomé. Giré la cabeza hacia Granger.

El hijo de puta estaba sonriendo. Corrigió el brazo, apuntó y entonces desapareció en una tormenta de chispas, esquirlas de metal y ruido.

Sacudí la cabeza. Cerré los ojos. Los volví a abrir. Veía el lateral de un coche. Azul. Dio marcha atrás, rápido. Oí el ruido familiar de un motor V8. El coche ya no estaba. La puerta que había junto a mi cabeza se abrió y vi la cara de Harper sobre mí. Sus ojos estaban muy abiertos y respiraba jadeando. Tenía su móvil en la mano. Mi nombre aparecía en la pantalla. Había apretado el botón de llamada en mi teléfono y luego había dicho el nombre de Harper, que tenía grabado en marcación rápida.

—Me debes un coche nuevo —dijo con lágrimas en los ojos.

Suavemente, me puso una mano sobre el pecho.

—Que te den —dije.

Oí la voz de Harry, que apareció al lado de Harper.

—¡He dicho que si está bien! —gritó Harry.

Se oían sirenas acercándose poco a poco.

—Estoy bien, Harry.

—¡Gracias a Dios! Recuérdame que nunca vuelva a montarme en un coche con Harper. Creo que me va a dar un ataque al corazón.

—Delaney ha dicho que llamaría a la policía de Rhode Island. Dollar Bill te ha tendido una trampa. Vamos a aclarar todo esto —dijo Harper.

Sabía que Delaney podía ser persuasiva.

—Anderson y Granger, ¿están…?

—Saldrán adelante —contestó Harper.

Asentí, cerré los ojos, noté el sabor a sangre en la boca y me la tragué. Iba a ser una noche muy larga.

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