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2: Brisa muy débil » Capítulo 6

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—En realidad creo que era un buen hombre —comentó el doctor Streng bamboleándose lentamente alrededor del cadáver de Cato Hammer—. A pesar de que hizo muchas tonterías. Mantenía sus luchas internas. Ya lo creo que sí. A veces tenía muchos problemas. Tanto con su Dios como con ese señor diabólico de allí abajo.

—Habla usted como si lo hubiera conocido —intervine.

El médico no contestó. Se limitó a hacer un gesto afirmativo y elocuente con la cabeza, mientras examinaba detalles del cuerpo muerto. La nariz, que tenía un extraño color entre azulado y amarillento. Los ojos, espantosamente abiertos, aunque yo recordaba habérselos cerrado antes. Se detuvo en el brazo destrozado y se inclinó hacia delante con mirada escrutadora. Geir Rugholmen se apresuró a explicar su pequeño accidente durante el transporte del cadáver. El doctor Streng hizo un gesto tranquilizador con la mano derecha, y siguió dando la vuelta alrededor del muerto.

—Me debo al secreto profesional —declaró por fin, sin apartar la mirada del cadáver—. Pero dadas las circunstancias, puedo decir que Cato Hammer fue en su día paciente mío. De hecho, lo fue hace unos años. Aparte del puesto en la universidad, yo tenía una pequeña consulta privada. Como las necesidades médicas de Cato Hammer se encontraban algo, por no decir bastante, alejadas de mis competencias, tras dos o tres visitas lo remití a otro médico.

Se detuvo, se llevó las manos a la espalda y se meció sobre los dedos de los pies. Parecía un pingüino haciendo guardia.

—Mmm —murmuró varias veces, sin que yo fuera capaz de entender qué quería decir.

—¿Qué?

—¿Cómo? —preguntó Streng sorprendido.

—¿Qué le pasaba?

—Sufría de la incurable soledad del alma. Ya lo creo.

—No daba exactamente la impresión de soledad —murmuró Geir.

—Hablo del alma, mi buen hombre. De los conflictos del espíritu. Sobre la eterna lucha entre el bien y el mal. O, en el caso de Cato Hammer, entre Dios y Satanás. No son asuntos fáciles. En absoluto.

Vaya, vaya, pensé, pero por suerte logré callarme.

—Lo remití a un psiquiatra —dijo Streng tras una profunda inspiración—. Aunque en mi opinión habría sido mejor que hablara con un teólogo sabio y experto. Se lo dije, pero no sirvió de nada. Creo simplemente que no se atrevía.

En la cocina se hizo el silencio, como si el hecho de enterarnos de que el famoso fanfarrón de la televisión Cato Hammer había necesitado ayuda psiquiátrica nos incomodara.

—Habría sido deseable —dijo el doctor Streng tan repentinamente que me sobresalté.

Y se detuvo. Miró con los ojos entornados el orificio de la bala. Tenía la cabeza casi a la altura del cadáver, pero no buscó nada en qué subirse.

—Habría sido deseable… —repitió—… que alguien se hubiese preocupado de tomar la temperatura del cuerpo cuando se lo encontró.

Geir captó mi mirada. La única señal de que disfrutaba con la situación fue un leve movimiento en la comisura de los labios. Y no me traicionó. Se limitó a encogerse de hombros como para lamentarse y dijo:

—En este hotel solo hay termómetros electrónicos. Para uso médico, quiero decir. Y no nos pareció muy útil tomar la temperatura de un cadáver en la oreja.

—Está bien —dijo Streng—. Pero lo mejor habría sido el hígado. Un termómetro de horno habría servido. Hay, ¿no? Porque el cerebro está, como sabemos, un poco… dañado…

Levantó con cuidado la cabeza de Hammer para examinar el brutal orificio de salida.

—… de manera que el método más sencillo habría sido meterle el termómetro por aquí… —explicó, señalando las fosas nasales del pastor— hasta dentro del cerebro. No nos habría dicho gran cosa. ¿A qué hora lo entraron en el hotel?

Geir miró el reloj.

—Hace algo más de una hora.

—Es un cálculo sencillo —dijo Magnus Streng—. En principio se tarda veinticuatro horas en reducir a la mitad la diferencia de temperatura entre el cuerpo y el exterior. En otras palabras: si hay veinticinco grados bajo cero fuera, y suponemos que Hammer era un hombre sano y ágil, con una temperatura corporal de treinta y siete grados, la diferencia…

—Sesenta y dos grados —calculé.

El médico sonrió y asintió con la cabeza.

—Veinticuatro horas en la nieve daría a nuestro hombre una temperatura basal de seis grados —añadí—. Treinta y siete menos la mitad de sesenta y dos, que es treinta y uno. Seis grados. Eso lo llamo yo muerto. Pero el hombre no estuvo ahí mucho rato. Además, lleva ya algún tiempo aquí dentro, y estaba parcialmente cubierto por la nieve, lo que tiene que haberlo protegido. Y también el fortísimo viento constituye un factor de inseguridad a la hora de determinar su temperatura real. Además…

Streng volvió a sonreír, levantando sus manos rechonchas.

—Ya, hace rato que sé lo que quieres decirme.

Berit Tverre entró en la cocina. Llegaba sin aliento, y aún no había tenido tiempo de quitarse toda la ropa de abrigo. Su voz casi dejó de oírse cuando pasó por detrás de la media pared de la cocina forcejeando para quitarse el gran anorak.

—No sirve de nada. He hecho el experimento tres veces. La primera vez la nieve cubrió al señor Col en cuatro minutos y medio. La siguiente vez tardó casi un cuarto de hora. Por último, la nieve lo cubrió con tanta rapidez que ni siquiera pude medir el tiempo correctamente.

—Lo que significa… —dije— que en este caso habrá que confiar en una operación táctica a la vieja usanza.

—La cual, según lo que dijiste, será fácil.

Miré sorprendida a Geir.

—Lo dijiste cuando estuviste aquí —explicó—. Dijiste que esta investigación sería extraordinariamente fácil. O algo por el estilo. ¿Es lo que opinas?

Asentí levemente con la cabeza.

—Tenemos un número muy limitado de sospechosos, y todos se han quedado atrapados en este lugar. El área geográfica a investigar es sumamente limitada. Creo que el asesinato estará resuelto en un par de días. Después de que la policía se encargue del caso, claro está. Primero tiene que empezar.

—¿Y mientras tanto? —preguntó Berit Tverre en tono indeciso.

—Mientras tanto podéis hacer lo que os dije: ir a buscar a uno de los policías que, supongo, se encuentran de servicio en el apartamento de la última planta, o lo que recomendáis a todos los demás: relajaros y esperar tranquilamente. En algún momento tendrá que cesar este huracán.

Mientras tanto, pensé, un asesino con un arma de gran calibre anda suelto entre nosotros. Así pues, podíamos albergar la esperanza de que esa persona tuviera una razón para matar a Cato Hammer, y ninguna intención de hacernos daño a ninguno de nosotros. Mientras esperamos a la policía, pensé, pero no lo dije, podemos rezar a los dioses en que crea cada cual para que el autor del crimen sea una persona racional, con un objetivo claro, y que no crea que alguno de nosotros sabe quién es él o ella. Y que él o ella tampoco encuentre ninguna razón para sospechar que alguien quiere investigar el caso aquí y ahora.

—Tranquilos —dije con una sonrisa—. Todo irá bien.

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