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3: Brisa débil » Capítulo 5

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Tras el inoportuno infarto de Elias Grav era como si la gente intentara reponerse. Los dos jóvenes que habían gritado lo de los tiros parecían avergonzados. Geir insistió hasta que admitieron en voz alta que a lo mejor no se trataba exactamente de tiros. Pero ¡sí que habían visto armas! Había un hombre, o tal vez dos, con una ametralladora en las manos en el pasillo de los apartamentos de arriba. De eso no se retractaron, aunque admitieron que quizá habían tomado por disparos los golpes y ruidos del vendaval. Podían haberse equivocado. No tenían intención de asustar a la gente, dijeron en un intento de defenderse, pero como habían oído rumores en relación con los guardias apostados en el piso superior, se habían sentido con derecho a averiguarlo. Geir repitió su inequívoca orden de respetar el cordón que había colocado ante la puerta del estrecho pasillo de arriba; a continuación Berit Tverre tomó la palabra para informar brevemente a los presentes de que, por desgracia, Cato Hammer había fallecido la noche anterior. Sobre las tres de la madrugada había bajado un momento a recepción cuando cayó muerto. Probablemente se tratara de una fuerte hemorragia cerebral. Magnus Streng lo confirmó todo, muy serio y con las manos entrelazadas, como en señal de respeto por la profesión del fallecido.

—Después de todo no se aleja mucho de la verdad —dije—. Realmente murió de una fortísima hemorragia cerebral.

Nadie esbozó ni una sonrisa.

Nos encontrábamos en la cocina Berit Tverre, Geir, el doctor Streng y yo. No nos llegaba sonido alguno de la recepción, pero no solo por el estruendo de fuera. Presenciar el infarto del anciano había sido una experiencia terrible para todos. La falta de autocontrol de la viuda no había mejorado la situación. La gente se fue retirando en un incómodo silencio, y cuando oyeron la sombría desaparición de Cato Hammer, la mayoría de los presentes tuvieron más que de sobra. Algunos se retiraron a sus habitaciones, otros optaron por quedarse en las zonas comunes, sin saber muy bien qué hacer. El torneo de bridge de la noche anterior se había aplazado sine die. Al parecer, no se consideraba muy decoroso jugar a las cartas en una situación como esa. No fue un impedimento, en cambio, para los jóvenes jugadores de póquer, pero al menos tuvieron la decencia suficiente como para retirarse al apartado Salón Azul. En general, parecía que la gente se había tragado sin más la mentira de Berit. Ahora bien, lo que sí constituía razón para preocuparse era cómo habría reaccionado al engaño el propio asesino. Mientras Berit pronunciaba su breve discurso me había esforzado por observar las expresiones y los gestos de la gente, pero me resultó imposible leer algo en las pocas personas a las que podía ver desde mi posición. Si el asesino había estado presente en la recepción en el momento en que se confirmó la muerte de Cato Hammer, solo cabía esperar que aceptara la falsa causa de la muerte como una provisional declaración de paz por parte de la dirección del hotel.

Lo importante era que la gente estuviera tranquila.

Y el asesino también.

—¿Quién hay en la última planta? —pregunté mirando primero a Berit Tverre y luego a Geir Rugholmen.

No tuvieron que contestar.

—Resulta difícil preparar la comida a casi doscientas personas cuando mi cocina se ha convertido en una sala de reuniones —nos interrumpió el cocinero, irritado.

Era sorprendentemente joven y lucía un bigote ralo y el cráneo rapado. A pesar de la fría corriente de aire que entraba por la ventana rota, no llevaba más que una camiseta sin mangas sobre el largo y ceñido delantal de cocinero. Blanquísimo y recién planchado. Masticaba un palillo. Detrás de él había dos ayudantes, los dos jóvenes como él, una mujer y un hombre.

—¿No podríais iros más adentro? ¿Allí?

—Estaremos muy estrechos —dijo Berit encogiéndose de hombros como para pedir disculpas—. Pero podríamos…

Arrastró dos de los taburetes de bar que habían aparecido por la mañana hacia una puerta que yo nunca había abierto. Fui hasta allí con la silla. Geir y Magnus Streng me siguieron.

Nos encontramos en un pasillo intermedio, con tres grandes puertas a la derecha: congelador, refrigerador y otro refrigerador.

—Aquí está la recepción de mercancías —dijo Berit colocando la mano derecha sobre una doble puerta de metal—. Está muy poco aislada, como podéis comprobar. Pero es lo que hay. Tenemos un despacho cerca de la entrada, sin escaleras. —Hizo un gesto hacia mí—. Pero allí he colocado a tres hombres que tratan de mantener contacto con el mundo exterior. En esta planta este es el único lugar donde podemos estar relativamente tranquilos. Olvidaos del personal de la cocina. Ellos se concentran en lo que tienen que hacer.

—Yo por mi parte estoy bien sentada —dije.

Tampoco esta vez mi broma tuvo ningún éxito. Magnus Streng consiguió subirse al taburete con sorprendente agilidad. Berit ocupó el otro. Geir Rugholmen se apoyó contra la pared cruzando los brazos sobre el pecho.

—Bueno —dije.

—En realidad sabemos muy poco —dijo Geir rascándose la incipiente barba.

Esperé en vano a que prosiguiera. Berit y Geir se miraron inquisitivamente, como si no hubieran decidido quién iba a hablar.

—En el momento de la colisión —empezó a decir Berit de un modo vacilante, y se detuvo para respirar hondo antes de continuar—, cuando el tren descarriló y chocó, oímos el estruendo. Aunque el vendaval ya era muy desagradable. La gente de la Cruz Roja acudió al instante.

Me acordé de que alguien había hablado del puesto de la Cruz Roja; un anexo pared con pared del edificio de apartamentos, al otro lado del hotel.

—Pero lo curioso es… —dijo Berit—, lo curioso es que recibimos una llamada. No habían transcurrido más de dos o tres minutos desde el estruendo cuando sonó el teléfono. Primero pensé no contestar, convencida de que algo muy grave había ocurrido en el tren y que lo que más urgía era poner en marcha la operación de rescate. Pero entonces ocurrió algo…

Sacudió la cabeza, como si intentara encontrar una explicación para su propio comportamiento.

—Cogí el teléfono.

De la cocina llegó un tintineo y un sonido chirriante que supuse que sería una sierra para cortar carne. La corriente de aire que entraba por la puerta de la recepción de mercancías era tan fuerte que parecía brisa. Me estremecí.

—¿Quién era? —le pregunté cuando no dio señales de continuar.

—En realidad no lo sé.

—De acuerdo. ¿Qué quería esa persona?

—Él… era un hombre. Mencionó un nombre, pero no lo capté. Sí que entendí que el hombre era del Servicio de Seguridad de la Policía. Del SSP. Su voz era… insistente, diría yo. Como si me diera una orden. Como si estuviera acostumbrado a darlas. Todo fue muy rápido.

—Pero ¿qué dijo? —preguntó Magnus Streng, impaciente—. ¿Qué quería ese hombre cuyo nombre no recuerdas, y qué hiciste tú?

—Dijo que en primer lugar había que vaciar el último vagón. Llevaban su propia moto de nieve, dijo, pero necesitaban más. Una más.

—¿Su propia moto de nieve? ¿Una moto de nieve? ¿En el tren?

Magnus Streng me recordó otra vez a un payaso, justo cuando casi se me había olvidado lo raro que era.

—Sí, y resultó ser verdad. No de las más grandes, pero lo suficientemente grande como para que un conductor y un pasajero llegaran aquí mucho antes que el resto. Tal vez veinte minutos o algo así. Pero lo más curioso fue que él sabía adónde iban.

—¿Quién? —pregunté—. ¿El del teléfono o el hombre que conducía la moto?

—En realidad, los dos. Pero me refería al que llamó. «Acomodarlos en el apartamento de Trygve Norman», dijo.

Magnus Streng se quedó boquiabierto. Tampoco yo debía de tener una expresión mucho más inteligente. Nos miramos el uno al otro, y cerramos la boca al mismo tiempo.

—Sí.

Berit levantó las manos en un gesto que expresaba una mezcla de abatimiento y entusiasmo.

—¡Eso dijo! ¡Dijo exactamente eso! Además el apartamento de Trygve es el que está más al oeste. Es el mejor de 1222, exceptuando la vivienda del director, claro, que es…

Hizo un gesto negativo con la cabeza y se interrumpió.

—No es ningún secreto que Trygve es el propietario de ese apartamento, él es una de las personas más comprometidas con la conservación de este lugar y… —Se detuvo de nuevo. Carraspeó y continuó—: Pero me sentía tan confusa con toda la situación que simplemente contestaba con monosílabos. Y entonces él… me dio un número de teléfono. Pero hasta que no colgó, yo…

De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas. Apretó los dientes y pude ver cómo se le contraían los músculos de las mandíbulas. Respiró profundamente por la nariz.

—Todo va bien —dijo el doctor, poniendo su enorme mano sobre la suya.

Ella se limitó a hacer un gesto con la cabeza. Tragó saliva una vez más y continuó:

—No estamos en una situación peligrosa.

—Ese hombre del teléfono —le recordé—. Primero hizo algo, o dijo algo. Luego te dio un número de teléfono.

—Sí. Primero dijo que era sumamente importante que hiciera lo que me decía. Que acomodáramos a la gente del último vagón antes que a todos los demás. De hecho, usó la palabra sumamente. Luego añadió que era por… —buscó las palabras— un asunto de seguridad nacional. ¿No se dice así?

—Sí —contesté—. Se dice así. Si es que fue eso lo que quiso decir. ¿Y qué pasó con el número?

—Tuve el tiempo justo de anotarlo. Dijo que podía llamar a ese número si no le creía. Pero que en ese caso me diera prisa.

De repente la mujer se puso a rebuscar en los bolsillos del pantalón. No encontró lo que buscaba en el derecho, pero sacó una nota doblada del bolsillo izquierdo.

—Decidí creer al hombre. Me pareció que no tenía otra elección. De modo que no llamé a ese número. Me aseguré de que acomodaran a esa gente en el apartamento en cuanto llegara. Los dos primeros, quiero decir. Uno de ellos hablaba noruego. Era educado y cortés, pero parecía estresado. O… irascible. El otro no decía nada. Llevaba tanta ropa que ni siquiera sé si era un hombre o una mujer. Aunque creo que era un hombre. Era… grande. Fornido, creo. Pero eso podía deberse a la ropa. Gorra, capucha, anorak, gafas para la nieve…

Alargué la mano para que me diera la nota. Ella obedeció.

—¿Cuando te llamó ese hombre salió algún número en la pantalla? —pregunté, echando un vistazo a los ocho números del papel.

No había ningún prefijo extranjero.

—No. Ponía «número desconocido». Pero él me dio este número.

—¿Alguno de vosotros tiene esta clase de teléfono? —pregunté sin apartar la vista del papel—. Con número oculto, quiero decir.

—Este —contestó Magnus Streng alcanzándome el suyo—. Tengo dos móviles. Uno es del trabajo, y este es para la familia y otras personas importantes. Tiene número oculto. A veces es bueno no estar accesible para todo el mundo. —Esbozó una amplia sonrisa y añadió—: Supongo que nos pasa a todos.

No respondí y marqué el número del papel. Sonó dos veces antes de que alguien contestara. Se oyó la voz de un hombre.

Yo ya no oía ni el vendaval ni los ruidos de los tres cocineros en la cocina. Ya no notaba la molesta corriente. Al contrario, sentía cómo el calor invadía mi cuerpo y cómo se me aligeraba la cabeza.

Me quedé sin pensamientos.

Más adelante me arrepentiría de haber colgado, de no haber pronunciado ni una sola palabra y de haber cortado la conexión cuando el hombre me preguntó por segunda vez quién llamaba. Cuando más tarde ese mismo día intenté llamar de nuevo, una voz mecánica me respondió: «Este abonado ha cambiado de número. Este abonado ha cambiado de número. Este abonado ha cambiado de número».

El robot no facilitaba el nuevo número.

Debería haber dicho algo cuando tuve la oportunidad. Porque el hombre al otro lado de la línea resultó fácil de reconocer. Había cogido el teléfono él mismo, y se había presentado con su nombre completo, sin intermediarios, sin secretario de Estado, consejeros o «espere un momento, por favor, y le pondré con el ministro».

El número que le había dado un desconocido a Berit Tverre un par de minutos antes de descarrilar el tren era el del teléfono móvil personal del ministro noruego de Asuntos Exteriores.

O de un fantástico imitador.

Fuera como fuera, yo no entendía absolutamente nada.

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