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4: Brisa moderada » Capítulo 1

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El tiempo transcurría notablemente despacio. Tal vez porque yo estaba hambrienta todo el rato. Apenas habíamos acabado de degustar un sustancioso almuerzo, cuando de nuevo notaba un vacío en el estómago que me hacía mirar alrededor en busca de algo que llevarme a la boca. Al no encontrar nada, me incliné hacia Adrian y le puse un billete de cien coronas en la mano.

—Por favor, ve a la tienda y cómprame alguna cosa. Patatas fritas o cacahuetes. Y una Coca-Cola de medio litro.

—No soy un mensajero, joder. Y estás comiendo una barbaridad. No puede ser sano. Acabarás pareciendo…

No estaba del todo seguro de lo que acabaría pareciendo. Eso me resulta comprensible. Tengo cierto conocimiento de mi aspecto. Parezco más joven de lo que soy, y peso sesenta y cuatro kilos, un poco menos de lo que debería pesar, teniendo en cuenta que mido metro setenta y dos, cuando estoy extendida en el suelo, lo cual no ocurre nunca, claro. Pero anotaron mi estatura en mi pasaporte en la época en la que me mantenía de pie. No tengo ningún problema de obesidad, pero siento hambre a menudo. Casi siempre. Un psicólogo al que me enviaron en contra de mi voluntad hace mucho tiempo dio demasiada importancia a este tema.

—¿Eres un buen chico o no eres un buen chico?

Cuando sonreía Adrian era guapo de veras.

—Un pequeñuelo requetebueno —contestó riéndose.

Me pregunté de dónde habría sacado la palabra pequeñuelo. En general me preguntaba muchas cosas referentes a Adrian Posepilt. Cuando se metió el billete de cien en el bolsillo y se marchó, Veronica se levantó y fue tras él. Yo aún no le había oído decir una sola palabra. Se movía de un modo especialmente silencioso. Como ya no había nieve o agua por el suelo, la mayoría de la gente se había quitado los zapatos. Los calcetines de lana que Adrian le había dejado producían una extraña impresión, combinados con su ropa de inspiración gótica. Parecía un gato negro deslizándose con patas al rojo vivo. Y, por cierto, con un evidente don de atraer a los perros; siempre se acercaban a ella moviendo el rabo, incluso cuando un instante antes parecían estar profundamente dormidos.

En el transcurso de la mañana habían aparecido grietas en los cristales de las ventanas que daban al lago Finse. Ciertamente solo en la capa exterior, y Berit Tverre le había quitado importancia diciendo que se debía al desgaste natural; un destello silencioso de vidrio roto. Cuando les ocurrió lo mismo al resto de las ventanas, ella se encogió de hombros y nos recordó que aún había otras dos capas de cristal. Ningún peligro. Absolutamente ninguno.

Lo curioso fue que la gente la creyera.

Los dramáticos acontecimientos de la mañana habían alterado una vez más el ambiente, que la noche anterior había sido distendido. El nuevo día había empezado con un tenso nerviosismo, pero ahora era como si la mayoría hubiese sucumbido a una silenciosa resignación.

La gente esperaba sin más.

Esperaba como mejor podía a que la tormenta amainara, a que llegara la ayuda. Esperaba poder volver a casa. Entretanto, no había mucho que hacer. Dado que todos éramos viajeros, había mucha lectura que intercambiar. Alguien había dejado sobre la larga mesa un montón de libros de bolsillo medio rotos por haber pasado por muchas manos. Al parecer, en el salón de la chimenea había una librería con bastantes libros. Varias personas habían aprovechado la oportunidad de comprar libros en el hotel, aunque el surtido era muy reducido. Uno trataba del explorador Roald Amundsen y otro sobre la historia de Finse. Además, se podía optar por una lujosa edición no muy tentadora del ferrocarril de Bergen.

Eso era todo.

El grupo del póquer había abandonado las cartas, pero no con el fin de entregarse a la lectura. Estaban sentados a la mesa más larga de la Taberna de San Paal, todos con auriculares y un mp3 que llevaban colgando de una cinta alrededor del cuello. Algunos canturreaban por lo bajo, malhumorados. Sentí una creciente aversión hacia el jefe de la pandilla: un veinteañero de anchas espaldas, con una banda rosa en la cabeza. Los demás lo llamaban Mikkel. Su pelo debía de ser rubio, pero se veía oscuro de grasa o gomina. Tenía los ojos azules y una nariz poderosa. Habría resultado guapo de no ser por la boca, que cerraba con una mueca de descontento de niño mimado. El resto de la banda se comportaba como cachorros alrededor de él. Hasta entonces no había visto a Mikkel ir a por cerveza ni una sola vez. Además, había sacado a los demás una fortuna jugando al póquer. Yo apostaría la misma fortuna a que hacía trampas en el juego, y que los demás lo sabían, sin hacer una mierda para ponerlo en su lugar.

Aparté la mirada de él.

Detrás de los vidrios agrietados de las ventanas el aire estaba adquiriendo un color extraño.

De alguna forma había demasiada luz.

Hasta entonces lo blanco había sido más bien gris. La luz diurna se filtraba a través de pesadas nubes y enormes masas de nieve furiosa. Finse 1222 había estado rodeado por una luz tenue, en la penumbra. Algo había cambiado. Por encima del viento huracanado y la fuerte nevada la capa de nubes debía de haberse agrietado. Al menos yo era incapaz de encontrar otra explicación a esa blancura cegadora que dificultaba aún más la visión del exterior. Tal vez eso fuera una buena señal. A lo mejor el tiempo estaba a punto de cambiar. Descarté ese optimista pensamiento al oír una serie de golpes y estallidos en la pared este, que hicieron que la gente levantara preocupada la vista de libros y periódicos viejos.

Roar Hanson se me acercó lentamente. Vaciló y estuvo a punto de darse la vuelta cuando esbocé una sonrisa alentadora.

—¿Molesto? —preguntó con voz suave.

—De ninguna manera —contesté señalando un sillón libre—. Quizá hasta puedas ayudarme a resolver una duda que tengo.

—¿Cuál? —preguntó sin devolverme la sonrisa.

Daba la impresión de estar tan desesperado como antes. No paraba de tocarse el hombro que se le había dislocado en el accidente; parecía dolerle mucho. Se le habían humedecido los ojos, aunque no estaba llorando. Tenía una secreción blanca en la comisura de los labios y deseé que se la quitara con la lengua. El pelo, ralo y peinado hacia un lado para tapar la calva, se veía sucio, y cuando se sentó, noté un fuerte olor a sudor que nada tenía que ver con la actividad física.

—¿Estás estresado? —pregunté, arrepintiéndome enseguida de mis palabras.

—¿Qué querías saber? —murmuró él.

—Pues, esos perros… —Señalé al setter que estaba dormido en el suelo, junto a su amo, sentado en el Milibar con una taza de chocolate caliente. Al perro de aguas portugués no lo habíamos vuelto a ver desde que se le cayó el café ardiendo en el hocico—. ¿Dónde hacen sus necesidades? No puedes salir, y supongo que tienen que mear de vez en cuando, ¿no?

—Les he preparado una letrina en el sótano. —Berit Tverre me puso una mano en el hombro. No la había oído llegar. Sonrió y prosiguió—: En este hotel tenemos muchas habitaciones extrañas, y una de ellas está ahora sembrada de viejos periódicos. De hecho, se trata de uno de los cuartos del personal. Lo vaciamos y lo limpiamos cuatro veces al día.

—¡Vaya! —dije—. ¡Esto sí que es un buen servicio!

Roar Hanson estuvo a punto de levantarse. Lancé una mirada a Berit Tverre, con la esperanza de que ya me conociera lo bastante como para interpretarla bien.

—Nos vemos —dijo ella con una rápida sonrisa, y continuó su ronda apresuradamente.

—Quédate un ratito —le pedí amablemente a Roar Hanson.

Se acomodó un poco más en el sillón. Acerqué más mi silla a él y me incliné hacia delante.

—Lo de Cato Hammer… —dije en voz baja—. Entiendo que estés alterado. Era amigo tuyo, por lo que tengo entendido. Y…

—No me creo lo de la hemorragia cerebral —susurró.

Intenté atraer su mirada, pero él desvió la vista. Se observaba constantemente el hombro lesionado, como si tuviera miedo de que alguien se lo tocara.

—¿Por qué no?

—Creo que lo mataron.

—¿Por qué crees eso?

—¿Tengo razón?

—¿Por qué crees que Cato Hammer fue asesinado?

—Porque nadie puede escapar de sus pecados. No eternamente.

¡Dios mío! Tragué saliva e intenté que mi voz sonara lo más neutra posible.

—Todos somos pecadores, ¿no? —aventuré.

—A los ojos de Dios lo somos.

—Y ahora Dios ha venido a llevarse a Cato a su casa.

Soy un desastre en este tipo de asuntos. Quizá hasta me sonrojo. No he puesto los pies en una iglesia desde que me obligaron a asistir a un bautizo, hace casi diez años. Pero tenía que esforzarme para hacer hablar a ese hombre, y sobre todo tenía que procurar no echarme a reír. Roar Hanson reunía todos los síntomas de una inminente crisis nerviosa.

—Tonterías —dijo, mirándome por primera vez a los ojos—. ¡Qué frase más ridícula! Dios no viene a llevarse a nadie.

Sé que en ese momento me sonrojé. Tuve que buscar apoyo en algo que dominara mejor que aquello.

—¿Y de qué pecado era culpable Cato? ¿Algún tipo de crimen?

—Avaricia y traición.

Como casi todos nosotros, pensé. Pero esta vez me callé.

—Y lo peor de todo es la traición —afirmó Roar Hanson—. La avaricia tiene solución. Para la traición no hay perdón.

¡Y yo que pensaba que existía el perdón para todo! Eso demuestra lo equivocada que puede estar una.

—Aquí tienes tus patatas fritas —dijo Adrian soltando la bolsa sobre mis rodillas—. Y el refresco. Veronica y yo vamos a ver qué tal es esa mesa de ping-pong.

La joven lo estaba esperando a un par de metros de distancia.

Cogí la botella de Coca-Cola.

Más adelante intentaría recrear lo que sucedió a continuación. Estaba tan obsesionada por que la bolsa no se me cayera al suelo, aparte de irritada porque el chico me había traído patatas con pimentón, que tardé demasiado en levantar la vista y contemplar lo que estaba ocurriendo.

—Aléjate de la botella, es peligrosa —dijo Roar Hanson.

Siempre hablaba tan bajo que tenía que mirarlo para entender lo que decía. Pero la respuesta de Adrian fue un estallido que no pude dejar de oír.

—¡Que te jodan!

El chico se dio media vuelta y se esfumó.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—Ni idea —contestó Roar Hanson levantándose—. Tengo que irme.

—¿Adónde vas? —pregunté en un intento de prolongar la conversación.

No se volvió. Su espalda parecía más estrecha al acercarse a la escalera y desaparecer de mi vista.

No entendía nada a ese tipo. Por un lado deseaba relacionarse, por otro se comunicaba con frases crípticas, y en cuanto había pronunciado un par de ellas me abandonaba. Me parecía incomprensible que se preocupara por los malos hábitos de Adrian. Yo habría preferido mandar a paseo a ese hombrecillo de la Iglesia; tenía un aspecto repugnante y era obvio que estaba desequilibrado.

Lo que era un grave problema.

Me parecía que ese grupo de personas no soportaría que uno de nosotros perdiera el control. Después del episodio que había aterrorizado a la mayoría, y que demasiadas personas se hubieran mostrado incapaces de aguantar una crisis, tanto Geir como Berit y yo habíamos entendido que lo mejor que podíamos hacer en las horas siguientes sería mantener el ambiente lo más relajado posible. No se sabía lo que podría ocurrir si Roar Hanson se derrumbaba del todo y se ponía a lanzar a los cuatro vientos acusaciones de asesinato.

—Adrian —dije con voz aguda y haciéndole señas con la mano para que se acercara.

Estaba sentado en la escalera que bajaba al ala anexa y tenía la pernera derecha del pantalón remangada. El vendaje de su rodilla estaba empapado de sangre. No sabía que el chico hubiera resultado herido en el descarrilamiento. Llevaba los pantalones tan rotos que yo pensaba que la raja que lucía encima de la rodilla estaba hecha a propósito.

—Creo que hay que cambiar el vendaje —se lamentó con un gesto de dolor—. Hoy me duele más que ayer, ¿sabes? ¿Crees que puedo tener gangrena o algo por el estilo?

—No —contesté—. Ven aquí un momento.

Se levantó de mala gana y avanzó unos pasos hacia mí cojeando ostensiblemente.

—Ay. Joder.

—No te duele tanto —intenté convencerlo—. ¿Por qué cuando ayer te pregunté si estabas herido no me dijiste nada? Tómate esto.

Saqué dos paracetamoles de un frasco que guardaba en el bolsillo lateral de la silla de ruedas.

—¿Qué pasa contigo y Roar Hanson?

—¿Ese cerdo? ¿Con esa mierda blanca en el labio?

Adrian se metió las dos pastillas en la boca. Y las tragó con Coca-Cola.

—Roar Hanson —repetí.

—Es un viejo verde. Lo intentó con Veronica anoche. Dos veces.

—¿Quién te lo ha dicho? —pregunté.

—¡Veronica! ¿Quién si no? Además lo vi. La acosó. ¡Vomitivo!

—Puede que solo quisiera charlar. Mostrarse agradable. Al fin y al cabo es un sacerdote, y Veronica no da la impresión de ser la chica más popular…

—¡Oye, no digas chorradas! Veronica conoce a un montón de gente. Gente famosa, quiero decir. Anda con muchos con los que tú solo puedes soñar. Además, es cinturón negro, segundo Dan de taekwondo. Ni te imaginas a la gente a la que enseña.

—Vale, vale. De acuerdo. Pero ¿por qué te has cabreado tanto hace un rato?

—A ti eso no te importa.

—Adrian…

—Joder. Y yo que pensaba que tú eras diferente.

—Gracias —dije.

Se tapó aún más la cara con el gorro.

—¿Gracias por qué?

—Por no haber dicho nada a nadie. De lo que hemos hablado esta mañana. De… ya sabes. He optado por fiarme de ti, y me alegra descubrir que no me he equivocado.

El chico vaciló. Yo había empleado un truco fácil, pero a Adrian nunca le habían dado confianza, y me veía obligada a recurrir a lo que fuera. Abrió y cerró la boca un par de veces antes de empezar:

—Dijo… ese cabrón dijo que …

Algo estaba sucediendo en la recepción.

—¡Le dispararon! —gritó una voz de chica—. Ese pastor no sufrió una hemorragia cerebral. ¡Le pegaron un tiro en la cabeza!

Adrian se volvió de golpe hacia la voz. Yo intenté levantar el cuerpo de la silla, apoyándome con fuerza en los reposabrazos. Pero no conseguí ver quién gritaba. Lo primero que advertí fue que estaba presenciando una reacción contraria al repentino pánico de la mañana, que había sido como una explosión. Eso más bien parecía una implosión. La gente se encerraba en sí misma. Nadie decía nada. Intenté abrirme paso hacia allí.

—Es verdad —dijo la misma voz llorosa—. Yo estaba dando una vuelta por ahí, nada más. Solo… El hombre tiene un enorme agujero en la cabeza, y…

Era la chica del equipo de balonmano que llevaba el chándal rojo.

—Bueno, bueno, tranquila…

Una voz de hombre intentaba consolarla.

—¿Es verdad? ¿Nos habéis mentido?

La voz de Kari Thue era inconfundible. Cambié de idea, y volví al sitio donde estaba. La gente que hasta ese momento se encontraba en el edificio anexo se nos estaba acercando. Se movían con lentitud, vacilantes, como si no quisieran creer la historia que iba de boca en boca, y que poco a poco les hacía apresurarse. Mikkel, el joven del pañuelo rosa, se estaba abriendo camino hacia la recepción. Con el rabillo del ojo vi a Adrian. Se había subido encima de la mesa donde estaban las cafeteras que habían sido rellenadas por cuarta vez después del desayuno. Por alguna razón el chico se había quitado el gorro, pero volvió a ponérselo rápidamente.

—¡Mentirosos! —gritó Kari Thue. Yo no podía ver a quién se dirigía, pero supuse que era a Berit Tverre, que se encontraba en el ojo del huracán—. ¡Tenemos derecho a saber que estamos encerrados con un… asesino!

Fue como si alguien hubiese subido al máximo el volumen de un botón gigante. Muchos se acercaron, tanto desde la escalera como desde el edificio anexo, donde el personal había empezado a preparar las mesas para el almuerzo. La gente se amontonaba, hablaba a la vez y se iba acercando al mismo punto: una aterrada chica de unos catorce años vestida de rojo que por curiosidad juvenil se había topado con los restos mortales de Cato Hammer.

Geir Rugholmen entró como un huracán procedente de la cocina. Se detuvo, respiró hondo, y pareció buscar a alguien con la mirada. Me buscaba a mí. Me miró fijamente durante varios segundos, antes de formular las siguientes palabras mudas:

—¿Qué hacemos ahora?

Podríais haber escondido el cadáver algo mejor, pensé. De repente me di cuenta de que yo no sabía dónde se encontraba. No lo había preguntado. Más adelante me enteraría de que habían colocado al pastor en la recepción de mercancías, junto a la cocina y a la puerta sin aislamiento que contenía el vendaval. Allí la temperatura era de diez grados bajo cero, de manera que desde el punto de vista de conservación era un buen lugar. Pero si pretendían mantener en secreto el asesinato, deberían haber buscado un sitio mejor. Tampoco me imaginaba qué opinaría el cocinero de tener un cadáver donde a diario recibía los productos frescos. Seguramente no sabía nada.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Geir de nuevo moviendo los labios en silencio.

Era incapaz de darle una respuesta.

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