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6: Brisa fuerte » Capítulo 1

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Intenté dormir. Tal vez lo intentara con demasiada insistencia. Durante varias horas había estado deseando que llegara el momento de quedarme sola en la recepción. Berit me había traído un edredón y una almohada, y yo contaba con dormirme antes de medianoche, después de que los tres alemanes, muy en contra de su voluntad y prorrumpiendo en ruidosas protestas, fueron enviados a la cama por el personal. A partir de las diez no se servía alcohol. Mikkel y su pandilla se entretenían arrojando libros de bolsillo mojados en cerveza al crepitante fuego de la chimenea del Salón Azul. Antes de que tres empleados llegaran corriendo a impedírselo, tuvieron tiempo de provocar una considerable cantidad de humo gris y amargo. De inmediato se les cortó el grifo de la cerveza.

No lograba dormirme.

Estaba cómoda. El sofá tenía la dureza deseable y la anchura suficiente para que pudiera darme la vuelta sin demasiado esfuerzo. La ropa de la cama olía a cloro y a manzana. Cerré los ojos, pero las imágenes que se movían por la retina me mantenían despierta.

No solo había decidido dejar reposar el asesinato de Cato Hammer hasta que el tiempo mejorara y la policía pudiera encargarse de este sencillo, aunque trágico, caso. También había conseguido convencer a Berit, Geir y Magnus Streng de que esa suspensión temporal era lo único sensato. Convivir con un asesino era ya bastante terrible, y no convenía aumentar el peligro asustándolo sin necesidad.

Sin embargo no podía parar de pensar en el caso.

Aunque me irritaba, había empezado a pensar en Cato Hammer con una especie de benevolencia, sin entender por qué. Hacía mucho que había dejado de sentir empatía hacia las víctimas de asesinatos, solo porque hubieran sido objeto de un crimen. Me he inclinado sobre demasiados cadáveres. Me he encontrado con demasiados muertos que estando vivos se lanzaron derechos y con los ojos abiertos a la perdición: avaros, depravados y sin pensar más que en ellos mismos.

En cambio, los antecedentes de las víctimas sí pueden despertar mi compasión. Llámese el grado de culpa del propio muerto, por muy políticamente incorrecto que suene. Durante muchos años puse todo mi ser en el trabajo. El asesinato de un miembro de una banda con un montón de delitos violentos en su haber merecía exactamente el mismo esfuerzo por mi parte que el crimen de violación y asesinato perpetrado contra una niña de once años.

Pero reservaba mis sentimientos para unos pocos.

Que cada vez eran menos, debo admitir.

Cato Hammer había sido un tipo engreído, un molesto moscardón, un personaje al que jamás había soportado. En circunstancias normales habría podido aparcar al hombre y centrarme en el crimen, lo que en este caso había decidido no hacer. Y sin embargo, había algo en él. Era incapaz de olvidarme de su rostro cuando yacía en la isla de la cocina, sin alma y desnudo, aunque no literal, al menos metafóricamente. El asombro de los ojos muertos era tan genuino, la expresión de grata sorpresa tan marcada, que la idea de que Cato Hammer había visto a Dios al final de ese blanquísimo y luminoso túnel todavía me obsesionaba.

Bobadas, claro.

Sensiblerías irracionales debidas al hecho de que ya no trato con muertos. Sin duda, la visión de Cato Hammer asesinado me había afectado.

Ese hombre no había hecho daño a nadie más que a sí mismo. Al contrario que Kari Thue.

Esperaba con una asombrosa vehemencia que fuera ella la que había matado a Cato Hammer. Al pensarlo sentía una alegría cálida y avergonzada.

No había ninguna razón para sostener que Kari Thue fuera una asesina.

Pero Nefis no soporta a esa mujer.

Por lo demás, hay muy poca gente que no le guste a Nefis. Nefis es turca, lesbiana y catedrática de matemáticas, y por eso tiene una actitud pragmática ante la mayoría de las cosas de la vida. Al mismo tiempo, alberga una profunda fe infantil, una certeza de la presencia divina que lleva con ella tanto tiempo que no se deja desplazar por conocimientos o inteligencia. Es extraña, claro, y los primeros años discutíamos a veces sobre ella, porque yo tengo un gran problema con esa clase de irracionalidad. Cuando por fin me di cuenta de que en el fondo todo se debía a que Nefis había tenido una infancia digna de ser recordada, comprendí que no debía inmiscuirme.

Para Nefis, el islam es el severo amor de su padre, y el ruido de los zapatos de sus hermanos pillándola y tronchándose de risa en esa casa palacio en la que se crio. El islam son los abrazos de reproche, las lamentaciones y el perdón de su madre. La fe es para Nefis la proximidad de las tres hermanas y todo lo que es hermoso y digno; los abuelos en el campo, el olor a libros en la gran biblioteca de su padre, y las voces cantarinas de los muecines en los minaretes. Para Nefis, Alá es la fuerza que hizo que su padre la echara tanto de menos que tras más de dos años de maldiciones y rechazo, al final se dio por vencido; después de todo, una hija lesbiana es también un don de Dios, y él no sería capaz de rechazarla para siempre aunque ella amara a una mujer y, además, hubiera empezado a apreciar exquisitos vinos. El padre de Nefis tiene diecisiete nietos, pero Ida es la más pequeña y la única con los ojos azul celeste y el pelo de la abuela materna. El amor que siente por ella es infinito, y también la adoración que le rinde. Todo eso es la fe y la religión de Nefis.

Para mí, Dios es alguien que nunca me miró.

Si hubiera existido, jamás habría permitido que los primeros dieciocho años de mi vida fueran como fueron. Cuando por fin tuve fuerzas suficientes para romper del todo con mi familia, con mi neurótica, esnob, llena de prejuicios, académica y seudoreligiosa, además de muy noruega, familia tampoco vi rastro del Señor. Lo único que encontré fue la resignada y triste seguridad de haber hecho lo correcto.

Romper con la familia es la libertad que más cuesta.

Equivale a romper con partes de ti mismo.

Cortar partes de ti mismo.

Kari Thue anima a esas cosas. Pisa con zapatos claveteados por terrenos delicados. Plantea a las chicas jóvenes posibilidades cuyas consecuencias no son capaces de evaluar. Para Kari Thue, el islam es una camisa de fuerza de la que hay que salir huyendo, y no cree en mujeres como mi Nefis.

Eso me pone furiosa. Pero no convertía a Kari Thue en asesina. Al menos no automáticamente.

Me retorcí en el sofá.

Ya no había razón para preocuparse por la cuestión de quién se alojaba en el piso de Trygve Norman, en la última planta del edificio de apartamentos. Tras los tremendos sucesos del día, estábamos definitivamente separados de los pasajeros del misterioso vagón especial. Berit me había asegurado que los dos hombres de la Cruz Roja se ocuparían de que nadie llegara hasta el guardia armado apostado en el pasillo oscuro y estrecho ante el apartamento acordonado.

De no ser por los dos kurdos, no me habría preocupado más de todo aquello.

Me resultaba imposible encontrar una buena postura para dormir.

Aunque aparentemente el kurdo se había resignado a no mudarse al otro edificio, yo no estaba muy convencida de su sinceridad. Me habría sentido mucho más tranquila si hubiera sabido el papel que esos dos desempeñaban en todo ese secretismo.

Si eran cazadores o guardias, quiero decir.

Debía dejar de pensar. Quería dormir.

Abrí los ojos.

Era como si el sonido del vendaval hubiera cambiado. El viento seguía furibundo y ruidoso, pero me pareció percibir que los golpes ya no llegaban con la misma fuerza y frecuencia que antes. Como no habían tapado del todo el agujero de la pared oeste, el aire del interior tenía una nueva frescura, una corriente de aire helado que no desaparecía del todo por muchas estufas y chimeneas que encendieran.

Berit había dicho que el temporal empezaría a amainar al día siguiente por la noche, tal vez ya por la tarde. Me dio la impresión de que el cambio ya había empezado. Intenté escuchar el monótono ruido del vendaval, como si de una canción de cuna se tratara, una canción que contara cómo todo iría mejor y acabaría bien.

Pensé en Ida, y me dormí.

Justo antes de dormirme, noté que Adrian volvía. Se tumbó en el alféizar y se tapó con una manta, como la noche anterior. No me quedaban fuerzas para hablarle.

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