1222

1222


7: Viento fuerte » Capítulo 4

Página 40 de 68

4

Al menos, habíamos aprendido algo. El cuerpo de Roar Hanson no fue trasladado a la cocina, ni al almacén de víveres o a otros lugares donde la gente pudiera verlo. Por el momento, el muerto yacía envuelto en una lona, cubierta a su vez de hielo y nieve, en un cuarto cerrado con llave y con un candado añadido, unas cuantas puertas más allá del lugar donde había sido encontrado. A ese mismo cuarto habían transportado también, al abrigo de la oscuridad de la noche, el cuerpo de Cato Hammer. Habían retirado el cadáver del perro de la recepción, y no me había interesado saber adónde lo llevaban. Habían limpiado y ordenado el cuarto en que había estado encerrado junto al cadáver del clérigo. El dueño del perro tenía su propia llave. Ya que iba a llevarse un buen susto por no encontrar al perro en el lugar, al menos no se encontraría con un cuarto vacío manchado de sangre y papel de periódico roto.

Yo seguía mareada y con malestar general.

—Creo sinceramente que nos encontramos en un cuento de Roald Dahl —dijo Magnus Streng, que parecía agitado, casi eufórico—. He examinado a fondo el cadáver, ya lo creo…

Inspiró y dejó salir el aire lentamente por el gran hueco entre sus dientes incisivos. El diminuto cuarto se llenó del silbido bajo y zumbante.

Berit Tverre nos había dejado usar el despacho contiguo a la recepción. Según tenía entendido, el cocinero se había negado a que se empleara otra vez la cocina. No se lo reprochaba. El olor rancio a cuerpos sin lavar era realmente desagradable en ese pequeño cuarto donde se amontonaban de forma caótica tres escritorios, varias máquinas de oficina, estantes y carpetas archivadoras. Aunque muy pocos pasajeros habían logrado traer del tren ropa y artículos de aseo, para la mayoría no debería ser imposible mantenerse limpios. Era como si todos nos hubiéramos dejado engañar por el tópico según el cual en alta montaña está permitido apestar.

Magnus Streng agitaba los brazos entusiasmado. En su camisa se veían grandes cercos de sudor enmarcados por una corona de sal corporal seca y gris.

—¡Fascinante! —gritó aplaudiendo—. ¡Un relato vivo!

Yo debía de ser la única persona que entendía lo que quería decir, a pesar de que también era la única que no había visto el cadáver de Roar Hanson.

Berit nos había conseguido una pizarra de papel. Magnus Streng buscó una hoja limpia y dibujó una persona adulta con tanta rapidez que el rotulador chirriaba sobre el papel. Hizo el torso demasiado grande y casi no dejó sitio para las piernas.

—En cualquier caso los pies del hombre son poco interesantes —dijo al tiempo que dibujaba un círculo en el estómago de la figura, justo debajo de las costillas y encima del ombligo—. ¡Aquí, debemos centrarnos en esta parte! Sabéis que… —Puso el tapón al rotulador para usarlo como un puntero, tan ancho y corto como él mismo—. El perro solo ha lamido el cadáver. Lo ha limpiado lamiéndolo, por así decirlo. No es que yo sepa nada de perros… —sonrió, casi coqueto—, pero algo sí he leído. El canis familiaris es un ser fascinante. Un perro domesticado, sí, pero sigue teniendo mucho de lobo. A distintos niveles, claro, pero este ejemplar de la especie pitbull es como se sabe un perro de presa.

—El dueño dice que era un perro mestizo —lo interrumpió Berit.

—Cruzado, pitbull… solo una prueba de ADN puede señalar la diferencia. Este era tan grande que yo me atrevo a insistir en lo dicho. —Golpeó el rotulador contra el papel—. Los perros de presa son perros de pelea. Son irascibles. Muy irascibles. Un cuerpo fuerte, unas mandíbulas inmensamente poderosas. Sin embargo, de vez en cuando vemos fotos muy tiernas de estos perros cuidando pacientemente de niños pequeños, ¡incluso recién nacidos! ¡Niños que tiran de la oreja de su perro y que aun así están tan seguros como en el regazo de su madre!

Miró a todos los presentes, uno por uno, para confirmar que habían visto fotografías de ese tipo. No obtuvo respuesta.

—Estos perros constituyen ante todo un peligro para otros perros, lo que pudimos comprobar al llegar al hotel. Cuando los animales más pacíficos vieron a esa bestia amarilla mostrarles los dientes, sintieron pánico.

—¿Dónde quieres ir a parar con este discurso?

Geir puso cara de descontento. Tenía las patas de gallo más pronunciadas que antes, y barba de tres días.

—Si el perro no mató a Roar Hanson, ¿por qué perdemos el tiempo hablando de él?

—Ten paciencia —dijo Magnus Streng amablemente—. Estoy intentando trazar una línea del tiempo. Y para hacerlo, hay que entender lo que realmente sucedió. De hecho, tú puedes ayudarme en este punto.

—¿Yo?

—Sí. ¿Qué hiciste al abrir la puerta?

—¿Del cuarto donde se encontraba Roar Hanson?

—Sí.

—Yo… —Geir miró a Berit. La mujer se encogió de hombros—. Berit me dijo que el perro parecía peligroso y que tuviera cuidado. Luego entreabrí la puerta. Un milímetro. Vi a Roar Hanson. Yacía sin vida en el suelo, y enseguida supe que estaba muerto. Nadie se acuesta en…

—¿Y el perro?

—¿El perro? Gruñó y metió el hocico en la rendija de la puerta. Para salir, supongo.

—Y tuviste miedo —dijo Magnus. Geir frunció el ceño y lo miró sin entender—. Estaba asustado, ¿verdad?

El médico se dirigía a Berit. Ella intentó ocultar una sonrisa, pero no dijo nada.

—Ladraba de un modo horrible —exclamó Geir—. ¡Enseñaba los dientes!

—¿Y qué hiciste?

—Como estaba convencido de que esa maldita bestia… ¡Tenía manchas de sangre, joder! ¡Creía que había matado a Hanson! ¡Estaba aterrado!

—Lo comprendo —dijo Magnus en tono tranquilizador—. Pero ¿qué hiciste?

—Abrió la puerta —dijo Berit lentamente—. Cuando el perro quiso salir, Geir le pegó una patada. Una patada muy fuerte. Le crujieron los huesos.

—Ajá —dijo Magnus levantando el dedo índice—. ¡Le cambiaste el chip a la bestia! Con tu certero golpe conseguiste… —Se interrumpió a sí mismo y miró a Berit—. ¿Sabes cómo se llamaba el perro?

—Muffe.

Seguramente estaba demasiado cansada, porque me eché a reír. Los demás me miraron como si no estuviera bien de la cabeza.

—Muffe —repetí, incapaz de dejar de sonreír—. ¡Un pitbull!

—Pero era un buen perro —dijo Magnus encendido—. ¡Muffe no era en absoluto peligroso! Al menos no para las personas. Estamos ante uno de los parientes más cercanos del lobo, se pasa varias horas en compañía de un cadáver, ¡y no se sirve! Le lame la sangre, se tumba a su lado y se mancha aún más de sangre. Pero ¡no come! Era un animal amigo del hombre, nuestro pequeño Muffe.

—Tal vez estuviera lleno —dijo Geir en un tono agrio.

—Tal vez. Pero ocurre que cuando tú le alcanzas con tu certero golpe se le acaba la paciencia, ya en un principio bastante reducida. El animal se asusta, se enfada, le duele el golpe, le duele muchísimo, pero en lugar de atacar, que es su verdadero instinto, se larga. Arriba, en la recepción, el perro ve a Hanne. Si el animal hubiese perdido los estribos por completo te habría saltado al cuello… —Me hizo un gesto con la cabeza antes de volverse de nuevo hacia la pizarra—. No podemos saberlo. Quizá Muffe solo buscara consuelo.

—No daba esa impresión —murmuré.

—Al grano —dijo Geir, que cada vez estaba de peor humor.

—Esto —dijo Magnus, apretando el rotulador contra el círculo rojo del dibujo—, esto es un profundo corte causado por un arma asesina con la que, a decir verdad, nunca me he topado. Desde luego no lo causó un perro. El orificio de entrada es, como vemos… —de repente pareció caer en la cuenta de que nosotros no podíamos ver más que un dibujo chapucero— o mejor dicho: después de haber examinado al muerto puedo deciros… —prosiguió Magnus— que el orificio de entrada es relativamente grande. De hecho, unos siete, ocho o nueve centímetros. Luego, más adentro, la lesión se reduce. De forma cónica. El hígado reventó. Es un órgano con mucha sangre. Y si revienta, la situación se vuelve crítica.

Se puso muy serio, antes de recuperar su entusiasmo:

—Claro que no puedo estar completamente seguro, pues la patología no es en absoluto mi especialidad. Además, las vísceras tienen, como se sabe, la irritante capacidad de moverse. Y sin embargo, todo indica que el arma asesina tiene esta forma.

Buscó una hoja nueva y dibujó una pirámide.

Una pirámide muy puntiaguda.

—Una lanza —sugirió Geir.

—¡No, no, no! La razón por la que puedo decir con relativa seguridad que el arma tenía esta forma es que le di la vuelta al cadáver. Y encontré…

De repente arrancó la hoja en la que había dibujado un hombre. Primero la levantó para que la viera todo el mundo, luego se la alcanzó a Berit, con el lado en blanco hacia ella. A través de la hoja se transparentaban débilmente los trazos de rotulador rojo y podía verse el agujero dibujado en la zona del estómago, encima del ombligo y justo debajo de las costillas a la derecha.

—Estamos viendo la espalda del hombre —dijo Magnus muy serio—. Encontré una lesión. Aquí. —El rotulador señalaba más o menos el centro del círculo—. Como vemos, el arma no atravesó el cuerpo del todo. Faltaban unos milímetros. La hemorragia en este lado indica que el objeto es puntiagudo, pero fino.

—Por no decir cortante —intervine.

—Justo. Cortante y fino.

—Pero ¿qué demonios es? —preguntó Berit señalando el dibujo del arma imaginada.

—No lo sé —contestó Magnus—. Tengo una teoría, pero no puedo saberlo.

—¿Dijiste… algo relacionado con Roald Dahl?

—Pero en este caso no se trata de una pierna de cordero —comenté.

—No.

—Puede que te rompa los nervios —dijo Geir resignado—, pero tengo que preguntarte: ¿pierna de cordero?

—Es un relato —me apresuré a decir—. Sobre una mujer que mata a su marido dándole un golpe en la cabeza con una pierna de cordero congelada. Llega la policía, y mientras buscan el arma asesina, ella la mete en el horno y se la sirve a los agentes. Simplemente se la comen. Y no descubren a la mujer.

—Pero ¿qué tiene…?

—Es un carámbano —dijo Berit despacio, señalando hacia el dibujo.

—¡Sí! ¡Sí!

Magnus levantó el puño.

—¡Genial! ¡Un arma homicida que desaparece derritiéndose!

—No puedes saberlo —dije.

—No, no puedo saberlo. Ya lo he dicho antes. No es más que una teoría. Pero al igual que otras teorías, puede considerarse probable si no se encuentra ninguna otra explicación, y las demás circunstancias la apoyan. Que yo sepa, nadie en este hotel ha encontrado algo parecido a esto.

Dio un puñetazo al dibujo.

—Pero tampoco hemos buscado —protestó Geir; estaba de muy mal humor, y parecía querer acabar la reunión cuanto antes—. Además, estoy hambriento. Y sediento. Y cansado.

Berit suspiró y asintió con la cabeza.

Nadie de los presentes parecía tener la capacidad de asumir la gravedad de la situación. Ciertamente, todo lo sucedido desde el miércoles por la tarde había sido demasiado dramático, y quizá algunos estuviéramos a punto de inmunizarnos. La psique humana tiene la bendita capacidad de excluir todo lo que no es capaz de digerir. Aun así, el asesinato de Roar Hanson constituyó un cambio de paradigma brutal en la situación de Finse 1222, y yo tenía la impresión de que los demás no sabían qué hacer a partir de ahora.

Berit y Geir estaban a punto de caer rendidos; Magnus, en cambio, parecía divertirse. No con la muerte de Hanson, sino con ciertos detalles burlescos que al parecer veía en el asesinato. A mí la teoría del carámbano no me convencía nada. En todo caso, no era muy importante. Tampoco el asesinato número dos sería difícil de resolver. Más bien al contrario; ahora había menos sospechosos que cuando existía la conexión entre el hotel y el edificio de apartamentos.

Al caer el vagón, nos habíamos librado del problema de los pasajeros instalados en el apartamento de la última planta. Ya no me preocupaba lo que sucediera en ese otro edificio. Pero a juzgar por la situación, nosotros, los del hotel, nos habíamos quedado con el malhechor.

El asesino.

Era poco probable que Cato Hammer y Roar Hanson hubiesen sido asesinados por dos personas distintas. Existían diferencias preocupantes en cuanto al método y las circunstancias, algo que podría indicar que me equivocaba. No obstante, las coincidencias entre las dos víctimas eran tantas, que, al menos por el momento, yo estaba convencida de que se trataba del mismo asesino.

Había apostado por que Cato Hammer era el único cuya muerte deseaba el asesino. Un error catastrófico por mi parte.

—¿Sabemos algo más del tiempo? —pregunté.

—Se supone que mejorará un poco en los próximos días —contestó Berit—. A partir de esta tarde amainará el viento. Pero seguirá nevando muchísimo. Y la ayuda no llegará hasta dentro de veinticuatro horas, como mínimo.

—Qué aburrimiento —murmuré.

—Puedes decir lo que quieras de todo esto —dijo Magnus alegremente—. Pero ¡no que sea aburrido, desde luego!

—Es un fastidio que tengamos que descubrir el autor de los crímenes antes de que llegue la policía —dije, esta vez en voz mucho más alta—. También es un fastidio que nuestra estrategia de dejarlo en paz resultara tan desastrosamente equivocada. Un fastidio pero que muy grande que la familia de Roar Hanson haya perdido a un marido y padre debido a un terrible error de cálculo por mi parte.

No sé lo que me esperaba. Acaso una leve protesta. Tal vez una tímida insinuación de que yo no era la única responsable. Tal vez.

Nadie dijo nada.

—Desde el principio has dicho que esto sería muy sencillo —dijo Geir, un poco más sumiso ya.

—Para la policía sí. Ellos tienen personal, registros y, además, una tecnología tremendamente avanzada. Tienen ordenadores, equipos tácticos y, lo que no es poco, autoridad para emplear medios de coacción. La policía tiene, en general, las mejores condiciones para hacer lo que les pagamos para que hagan: investigar los casos criminales. En cambio yo solo tengo… —busqué en mi bolsillo— un teléfono móvil. Es todo lo que puedo emplear para encontrar al asesino y evitar un posible tercer asesinato. Lo que tengo es esto y una jodida prisa.

Berit tosió ligeramente.

—No. No tienes… —dijo. Primero la miré a ella y luego al teléfono—. No hay red —añadió en tono abatido—. La antena debe de haberse caído con el viento. Debe de estar hecha añicos. No sé. Johan me ha propuesto intentar ir al puesto de la Cruz Roja para coger el teléfono de satélite, pero como no es absolutamente necesario, le he dicho que no. Por ahora.

—Ya —dije, cerrando los ojos—. Entonces yo…

—Nos tienes a nosotros —intervino Magnus Streng, golpeándose el pecho—. ¡Al menos nos tienes a nosotros, Hanne!

Me entraron ganas de levantarme y aplastarle la cara.

Por suerte, no soy capaz de hacer cosas así.

Ir a la siguiente página

Report Page