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8: Temporal » Capítulo 1

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Pocas veces me ha producido tanto placer sentir el agua caliente en el cuerpo como aquella mañana. Una y otra vez mojaba la manopla en la palangana sin escurrirla y me la ponía sobre los hombros, dejando que el agua casi ardiendo corriera libremente.

Berit Tverre estaba empezando a conocerme, lo que no me gustaba mucho. Sin embargo, había aceptado su ofrecimiento.

Berit había llenado dos grandes bidones de agua y me había traído una silla con estructura de acero y asiento de plástico y tres toallas, una manopla suave y jabón. Sin preguntarme nada. Lo había colocado todo en el aseo de señoras que no sin gran dificultad yo había empleado un par de veces para vaciar mis bolsas. Cuando media hora después de acabar nuestra reunión y desayunar me pidió que la siguiera, dudé hasta que comprendí que se pondría furiosa si no hacía lo que ella me decía. Al llegar al hueco de la escalera abrió la puerta del aseo de señoras y anunció:

—Te he traído ropa limpia. Te irá grande, pero servirá. Yo me quedaré aquí fuera vigilando la puerta hasta que hayas terminado. Tómate el tiempo que necesites.

Delante de las dos cabinas había un cuarto con lavabo y espejo con el espacio suficiente para que pudiera desnudarme, sentarme en la silla de acero y lavarme. Sin ayuda de otras personas.

A duras penas contuve los gemidos de placer.

No podía recordar la última vez que había olido tan mal. Tenía la sensación de haber adquirido una segunda capa de piel, y malolientes y pegajosas manchas de sudor y estrés. Surcos de jabón gris y agua sucia me corrían lentamente por el cuerpo y bajaban por las patas de la silla hasta el suelo. No entendía cómo me había ensuciado tanto, por no decir llenado de porquería; al fin y al cabo no había estado en contacto con otra cosa que mi propia ropa. El agua se iba aclarando poco a poco. El jabón empezó a hacer espuma, pero no podía parar de lavarme. El vendaje de la pierna se mojó y se puso rosa. No importaba.

Nada importaba ya gran cosa, y me quedé dormida allí sentada.

Probablemente solo estuve dormida un cuarto de segundo o algo así, porque me desperté cuando la manopla cayó al suelo con un chasquido, y me sentía muy despierta.

El número de habitantes de Finse 1222 se había reducido a ciento diecisiete.

En otras palabras: ciento dieciséis sospechosos, aunque claro, los niños quedaban descartados. Tampoco creía que Geir, Berit o Magnus estuvieran implicados de alguna manera en los asesinatos, pero por los años que había trabajado en la policía sabía que a quien saca conclusiones demasiado precipitadas le esperan sorpresas desagradables.

Yo seguía esperando que fuera Kari Thue.

No debería sacar conclusiones precipitadas.

Si en contra de lo que cabía esperar la teoría de Magnus Streng acerca de que el arma asesina era un carámbano resultaba ser cierta, se reduciría en gran medida el número de sospechosos. Yo deseaba un número lo más bajo posible. Un arma así…

—No puede ser un carámbano —murmuré a mi imagen en el espejo.

¿Y si fuera verdad? ¿El hielo sería lo suficientemente duro? ¿Una jabalina de hielo no se partiría en dos al encontrar la resistencia de la carne y los tejidos humanos? Además, y lo que era más importante: ¿no sería muy fácil rechazar un ataque con un carámbano, incluso para alguien tan física y psíquicamente débil como Roar Hanson?

Kari Thue era una anoréxica frágil y delgadísima.

Si Magnus tenía razón, habría que buscar a alguien que fuera grande y fuerte, y que además no tuviera miedo a los perros furiosos. La persona en cuestión había elegido matar a Roar Hanson en un cuarto en el que había un pitbull terrier. O si el asesinato se había cometido en otro lugar y el cadáver había sido transportado luego al cuarto del perro, el asesino debía de ser una persona tan familiarizada con los perros de presa que no le importara meter un cadáver sangrando en una perrera provisional y colocarlo decorosamente, antes de abandonar al muerto y al animal.

Mis pensamientos se fueron hacia Mikkel.

¿Móvil?, pensé frotándome los muslos con tanta fuerza que me escocía la piel.

Hasta ese momento nadie había siquiera mencionado la palabra. En ninguna de las conversaciones que había mantenido con Geir, Berit y Magnus, juntos o por separado, se había hablado de un móvil. En ningún momento desde que vi por primera vez el cuerpo muerto de Cato Hammer en la cocina, nadie se había preguntado por lo que pudiera haber detrás del asesinato. En el transcurso de la reunión celebrada en el pequeño despacho contiguo a la recepción, donde Magnus Streng había lanzado con entusiasmo su teoría del agua congelada como arma asesina, nadie se había preguntado a sí mismo ni a los demás lo más básico y decisivo: ¿Por qué?

Simplemente no queríamos saberlo. No necesitábamos saberlo. Al menos hasta ese momento.

Toda investigación policial moderna se organiza de forma muy exhaustiva. Se recogen pruebas técnicas, se realizan evaluaciones tácticas. Se recopila información por todas partes y en abundancia; se coloca un puzzle en el que puede haber demasiadas fichas, pero nunca demasiado pocas. Cada información, por mínima que sea, puede tener importancia, hallazgos técnicos aparentemente insignificantes pueden llegar a ser decisivos para la solución o no de un caso. Sin embargo, hay un punto de inflexión muy especial, ese contrapunto decisivo en cualquier caso de asesinato: un momento en que el investigador comprende u obtiene la confirmación del móvil del crimen.

El móvil es el ojo de la cerradura del homicidio, y hasta ese momento yo no había hecho ni siquiera un intento de buscar esa cerradura, ni una llave que la abriera.

El agua ya no estaba tan caliente. Cogí una toalla y me froté hasta secarme. Me habría gustado lavarme también el pelo, pero era demasiado complicado.

Tal como Berit había anticipado, la ropa me quedaba muy grande. Pero estaba limpia. Si hubiera podido andar, los vaqueros se me habrían caído, pero como estaba condenada a permanecer sentada, no importaba. El blanco jersey de lana olía vagamente a suavizante. La lana me picaba en los brazos de un modo agradable.

Intenté recoger un poco el aseo. No resultó fácil. El espacio era tan reducido que la silla de ruedas quedaba encajonada entre la pared, la puerta de una de las cabinas y la silla en que me había estado lavando. El suelo estaba inundado de agua. Olía a jabón y a cerrado, y hasta ese momento no me había dado cuenta de que no se oía el bramido del viento. En el aseo, que estaba rodeado de otros cuartos, no había ventanas. Estaba completamente aislada del ruido del exterior. Permanecí sentada con los ojos cerrados unos instantes, disfrutando del silencio. Luego metí mi ropa en una bolsa de plástico, me la puse sobre las rodillas y miré alrededor antes de llamar a la puerta cerrada.

Berit abrió.

—Gracias —dije—. Mil millones de gracias. Creo que habrá que pasar la fregona.

Esbozó la sonrisa más cálida que había visto en mucho tiempo. Berit Tverre era una persona a la que le gustaba ayudar a los demás.

—¿Se está levantando ya la gente? —pregunté.

—Algunos. No muchos. Hasta ahora no ha hecho falta decir nada. Todo está tranquilo.

—Quiero comprobar la teoría de Magnus.

—¿Sobre el carámbano?

—Sí. ¿Cómo pudo conseguirlo? Con todas las entradas cerradas, quiero decir.

Berit se agarró la nuca y se puso a mover la cabeza de un lado para otro.

—Aquí dejamos escapar todo el calor —dijo—. El aislamiento térmico del tejado está fatal. Se forman unos carámbanos gigantescos a lo largo del alero. En las habitaciones del último piso basta con abrir la ventana y cogerlos. El único problema es que al abrir la ventana los carámbanos se rompen. Se abre hacia fuera desde abajo. Además, es muy probable que el viento llevara la mayor parte. Muchos de los estallidos que oímos debían de ser enormes chuzos de hielo golpeando paredes y ventanas.

—Pero ¿es posible… —pregunté— abrir las ventanas con este tiempo? ¿No lo impedirán el viento y la presión? Y si lograras abrir, ¿no…?

—¿Posible? No lo sé. Con este vendaval… No hemos vivido nunca nada parecido.

Empecé a mover la silla en dirección a mi rincón junto al Milibar al otro lado de la recepción. La bolsa con mi ropa sucia yacía pegajosa y húmeda sobre mis muslos. Berit se me adelantó otra vez.

—Dame la ropa. ¿Quieres que la mande a lavar?

—No, muchas gracias. Déjala en cualquier sitio. ¿Dónde está Geir?

—Ha empezado a buscar.

—¿A buscar qué?

—La habitación de la que cogieron el carámbano.

Me detuve.

—Si realmente fue así… —prosiguió— si alguien cogió un carámbano para matar a Roar Hanson, se notará que abrieron una ventana. Si no se rompió, al menos la habitación estará encharcada por toda la nieve que entró en unos segundos.

Esbozó una débil sonrisa.

—Nosotros también sabemos pensar, Hanne.

Creo que fue la primera vez que la oí usar mi nombre.

Antes de que pudiera profundizar más en el asunto, apareció Geir.

—Steinar Aass —dijo intentando recuperar el aliento—. ¡Creo que es Steinar Aass!

Se inclinó hacia delante, apoyando las manos sobre las rodillas.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—Ha saltado. Yace debajo de la ventana de allí arriba… en la nieve… allí…

—Relájate —dijo Berit—. No entiendo nada.

Geir enderezó la espalda, inspiró dos veces y volvió a empezar.

—La habitación número 205 —dijo señalando al techo—. Ha conseguido abrir la ventana y saltar fuera. No es mucha distancia, y he…

—La 205 —repitió Berit dirigiéndose hacia la Taberna de San Paal—. Si hubiera conseguido abrir y saltar desde allí lo habríamos visto desde…

Se detuvo en un extremo de la larga mesa. Yo la seguí, vacilante. Era como si Berit no se hubiese dado cuenta hasta entonces de que la nieve estaba empezando a tapar las ventanas. Supuse, no obstante, que entre el edificio y los enormes montones de nieve de fuera seguía habiendo restos de un foso, al menos en el rincón donde el edificio anexo estaba unido al edificio principal.

Berit trepó hasta el alféizar. Como me era imposible ver lo que ella estaba viendo, intenté leer su rostro. No expresó nada hasta que cerró los ojos, inspiró y preguntó:

—¿Por qué crees que se trata de Steinar Aass?

Geir subió y se colocó a su lado. Tuvo que agacharse, porque la ventana no era lo bastante alta para él.

—Hay un hombre tendido en la nieve —dijo sin mirarme—. Da la impresión de haber pretendido saltar a los grandes montones de nieve a unos metros de la pared. Y ha fracasado, claro. Se ha deslizado hacia abajo. El hombre está en parte cubierto de nieve, pero como yace justo donde el viento sopla con más fuerza, todavía podemos verlo.

—¿Está muerto?

Una pregunta innecesaria.

—Más bien.

—¿Cómo puedes saber que se trata de Steinar Aass? —repitió Berit—. Está bocabajo y… Y, por cierto, ¿de dónde ha sacado esa ropa? ¿No es…? ¡Es el mono de Johan!

—El mono de la moto de nieve estaba colgado en el cuarto de secar la ropa —dijo Geir—. Steinar Aass debió de cogerlo. El casco, las gafas y también las botas.

—De manera que no se trata de un suicidio —intervine.

Todos se volvieron a mirarme al mismo tiempo.

Nadie se viste de explorador polar si su intención es morir congelado. Y en cuanto a la altura, no era tanta como para matarse. Aparte de que la nieve amortiguaría la caída. Pero aún no has contestado a la pregunta de Berit. ¿Cómo puedes saber que se trata de…?

—Mira lo que tiene en la espalda —interrumpió Geir.

—Bueno, a mí me resulta un pelín complicado…

—Un ordenador —señaló Berit—. Ese maldito portátil que siempre llevaba encima. Cuando llegó del tren, me fijé en su bolsa. Una de esas que con dos movimientos se convierten en mochila. —Apoyó la frente en el cristal de la ventana y se quedó mirando con los ojos entornados—. Una bandera brasileña en la tapa —murmuró—. Tienes razón. Es Steinar Aass. Pero ¿qué demonios pretendía hacer? ¿Por qué diablos iba…? —La voz se le quebró.

—Iba a fugarse —concluí secamente.

—¿Fugarse? ¿Fugarse? ¿Sabía conducir una moto de nieve? ¿Sabía dónde estaba la moto? ¿No sabía que tardaría horas en excavar una zanja para…?

—Es lo que se llama «hybris» —dije—. Orgullo desmesurado. Una característica muy típica de gente como Steinar Aass. Además, debía de jugarse mucho. Muchísimo. Si se quedaba aquí perdería demasiado. Por lo que los periódicos cuentan de este hombre, estaba metido en un verdadero lío.

Yo no sabía en ese momento cuánta razón llevaba. Solo unas semanas más tarde, varios socios de Steinar Aass serían arrestados en el transcurso de una extraordinaria acción policial en Natal, Brasil. Les esperaba un larguísimo proceso judicial y una estancia aún más larga en la cárcel en unas condiciones que en comparación nuestra cárcel nacional de Ullersmo parecería un hotel de cinco estrellas. Una semana después de las redadas que se llevaron a cabo tanto en Noruega como en Brasil, el jefe de la investigación policial noruega mencionó de pasada a Steinar Aass en una entrevista:

Teníamos preguntas concretas para otro noruego que podría habernos proporcionado más información sobre un importante caso de evasión de capitales que ahora estamos investigando. Pero esa persona murió en trágicas circunstancias en la catástrofe de Finse. Hoy su caso se considera de escaso interés para la policía.

Sorprendentemente, los guardianes de la ley habían tenido en consideración a los familiares del difunto; en este caso, una esposa brasileña y cuatro niños huérfanos menores de diez años.

Pero el 16 de febrero no sabíamos nada de todo eso, claro está.

En lo único que pensaba entonces era en el hecho de que hubiera muerto alguien más, y encima antes de que el asesinato de Roar Hanson se diera a conocer. Geir y Berit se bajaron del alféizar y se colocaron ante mí; callados, abatidos y con tantas preguntas que no sabían por dónde empezar.

—Dejadlo donde está —dije—. Esperemos que la nieve lo cubra antes de que alguien descubra el cuerpo. Al fin y al cabo, hay que subirse al alféizar para verlo. Y nadie va a subirse.

Excepto el sudafricano, pensé.

Pero no lo había visto desde la caída del vagón. Pensándolo bien, recordé que él había sido el único en marcharse cuando yo había pedido la palabra y todo el mundo se había congregado a mi alrededor. Tal vez se había ido al edificio de apartamentos justo antes de que el vagón se cayera. Tal vez tenía miedo de Kari Thue y se quedaba en su habitación.

Fuera como fuese, yo tenía otras cosas en que pensar.

Eran más de las nueve de la mañana, y pronto la recepción estaría otra vez llena de huéspedes y nuevos rumores.

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