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10: Temporal duro » Capítulo 3

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Podía limitarme a cerrar la puerta y abandonar a los demás a su suerte.

Tal vez acabara por hacerlo. Aunque las ventanas del pequeño despacho estaban completamente tapadas por la nieve y yo no podía estar segura de nada, el tiempo me parecía igual de desolado e inalterable que en las últimas cuarenta y ocho horas. Pero el ruido del viento ya no era tan fuerte. Y el hecho de que la temperatura subiera tendría que ser una buena señal. En cualquier caso, el vendaval no podía durar eternamente. Procuro estar al día respecto a la situación climatológica, y las visiones terroríficas del calentamiento global pueden espantar a gente menos miedosa que yo. Aun así no había oído decir a nadie que en un breve plazo de tiempo las montañas de Noruega serían azotadas por continuos huracanes.

En algún momento cesaría el vendaval.

Esta noche. O al día siguiente. O tal vez el domingo.

El nombre de Cato Hammer en letras rojas sobre el papel blanco parecía ya casi fosforescente. Parpadeé, moví la cabeza y volví a llenarme la taza de café.

El pecado de Cato Hammer databa de muy atrás.

Tendría que haber hecho algo verdaderamente malo.

Roar Hanson estaba muy desequilibrado, tal vez al borde de una crisis nerviosa. Las personas exaltadas pueden llegar a decir cosas muy raras. Sus inconexas e incoherentes historias estaban plagadas de tormentos religiosos, y he de admitir que no les habría hecho mucho caso si no hubiera contado con la información que Magnus Streng me había facilitado sobre el historial médico de Cato Hammer.

Había demasiadas cosas que encajaban, ya no me cabía duda alguna.

Pero no me ayudaban mucho.

«¿Crees en la venganza? ¿Opinas que es ético vengar una gran injusticia?».

Al cerrar los ojos, me acordé de las palabras de Roar Hanson. Las había pronunciado así, literalmente, en nuestra última conversación; fue como si escuchara su voz aguda y exaltada: ¿Crees en la venganza?

El hecho de formular esa pregunta tenía que significar que él mismo albergaba dudas al respecto. Al menos había entendido el planteamiento. Lo que a su vez subrayaba la gravedad de lo que en su opinión era culpable Cato Hammer.

Avaricia y traición, había dicho.

La avaricia está relacionada con el dinero. Con bienes. Con el dios dinero.

La avaricia es un pecado mortal para los católicos. Pero no provoca mucha reacción en una sociedad en la que ya nadie se estremece por ella, sino que más bien despierta aprobación.

Cogí el rotulador rojo y escribí «avaricia» sobre la línea del tiempo.

¿Traición?

Obviamente si eres avaricioso puedes traicionar a alguien.

Quizá Roar Hanson había querido decir que la víctima de la avaricia de Cato Hammer se encontraba en Finse.

Si yo estaba en lo cierto, Cato Hammer no debía de haberse dado cuenta hasta varias horas después de que llegáramos al hotel. Qué extraño. Me lo imaginé por las salas y salones del edificio, saludando y charlando a diestro y siniestro. Yo enseguida había reparado en que Cato Hammer era el que mejor se había formado una idea del grupo, aunque se había equivocado con la mujer del hiyab.

El enfrentamiento entre Kari Thue y Cato Hammer había tenido lugar aproximadamente a las ocho menos cuarto.

Para entonces llevábamos ya varias horas en Finse 1222, al menos muchos de nosotros. Los últimos no habían sido rescatados del tren hasta pasadas las cinco, pero en todo caso Cato Hammer había tenido ocasión de conocer a la gran mayoría antes de las ocho. Aun así estaba de muy buen humor, incluso después de que lo hubieran puesto verde en presencia de todos.

Si Roar Hanson tenía razón en que entre nosotros había al menos una persona con motivos para matar a Cato Hammer, ¿por qué la propia víctima no lo sabía? Al menos no lo había sabido antes de la reunión informativa, que tuvo lugar sobre las diez. Y tampoco era seguro que su cambio de estado de ánimo tuviera algo que ver. Pero por el momento decidí suponer que había alguna relación.

Arranqué el papel y lo arrugué. En una hoja limpia escribí:

«El asesino no se dejó reconocer inmediatamente».

Luego me quedé un rato contemplando el texto.

Asesino. Autor del delito, pensé. También podía tratarse de una mujer. Tal vez. En ese caso tendría que ser fuerte. Matar con un carámbano exigía fuerza, aparte de técnica, aunque jamás me había parado a pensar cómo se utilizaba agua helada para matar.

No tenía por qué ser un carámbano.

Había muchos indicios de que fuera un carámbano.

Pero si el homicida disponía de un arma de fuego, la manera más sencilla de matar, ¿por qué no la había empleado de nuevo? Si a Roar Hanson lo mataron con un carámbano o cualquier otro objeto con forma de lanza, ¿por qué no le habían pegado un tiro?

Metí la mano en el bolsillo lateral de la silla y saqué la caja de Paracetamol. Por si acaso, me tomé tres pastillas con café tibio.

Cato Hammer fue asesinado al aire libre, Roar Hanson en el sótano. Geir creía que el asesinato se había cometido en el cuarto de los perros. No había ninguna huella de sangre delante de la puerta. De hecho, toda la sangre estaba concentrada donde Berit y él encontraron el cadáver.

Uno fuera. Otro dentro.

La herida de la pierna me dolía muchísimo. No lo entendía. Me sorprendí a mí misma intentando levantar la pierna.

Lo único que tenían en común los dos lugares de los hechos era que quedaban apartados. El riesgo de encontrarse con alguien fuera, en plena noche y con semejante vendaval, o en un cuarto cerrado con llave donde había un pitbull, era mínimo. Sobre todo si el asesino había observado la frecuencia con que el dueño del perro visitaba al animal.

Mordí el rotulador con tanta fuerza que abollé el metal.

«Ambas víctimas fueron voluntariamente al matadero», escribí; luego borré la última palabra y añadí una nueva:

«Ambas víctimas fueron voluntariamente al matadero al lugar del encuentro…».

No podía haber sucedido de otra manera. Cato Hammer había accedido a salir del hotel para encontrarse con alguien a pesar del frío, lo que significaba que tanto el homicida como Cato Hammer querían que el encuentro se llevara a cabo en un lugar discreto.

Más difícil resultaba entender por qué Roar Hanson había consentido algo así. Era obvio que temía ese encuentro, pues le había pedido insistentemente a su compañero de habitación que lo esperara despierto. Me preguntaba qué habría hecho Sebastian Robeck si le hubiera hecho caso y no se hubiese dormido.

Se me ocurrió que la explicación estaría en algo que yo no podía entender: la religión.

La religión.

Bobadas. No podía entender por qué ese hombre había ido a encontrarse con alguien que según él había matado a Cato Hammer, sin ningún tipo de protección, en un cuarto del sótano donde nadie podría acudir en su ayuda.

¿Quería darle una oportunidad al asesino? ¿De penitencia y perdón?

El rotulador se estaba quedando sin tinta, y chirriaba mientras yo escribía.

«¿Roar H. sentía simpatía por el autor del delito?».

Tal vez yo tuviera razón a pesar de todo. Tal vez en el interior de Roar Hanson aún había suficiente vocación religiosa como para asumir el papel de guía espiritual, por muy estúpido e ingenuo que pareciera intentar sermonear a un asesino.

Después de que el vagón se derrumbara quedábamos ciento dieciocho personas en el hotel. Desde entonces habían llegado cuatro huéspedes secretos, pero estaban encerrados en el sótano y no había que contar con ellos. Ya que tanto Steinar Aass como Roar Hanson estaban muertos, y yo seguía considerándome inocente, el número de posibles culpables se había reducido a ciento quince. Y si restaba a todos los menores de quince años, me quedaban noventa y siete.

Noventa y siete sospechosos.

Demasiados.

Si me guiaba por estas vacilantes y provisionales conclusiones basadas en los métodos y lugares de ambos crímenes, tenía que buscar a una persona fuerte, rápida, con acceso a un arma de fuego y cuya historia pudiera despertar la empatía de un pastor de la Iglesia. Además, la persona en cuestión debería albergar un odio lo bastante grande como para matar a Cato Hammer, y tener una voluntad de supervivencia lo suficientemente fuerte como para asesinar a Roar Hanson a fin de no ser descubierto.

Estaba yendo demasiado lejos, claro. Muy poco profesional por mi parte.

Los kurdos llevan armas de fuego. Mikkel era fuerte y ágil. Sin duda Kari Thue tenía una personalidad que la hacía capaz de odiar. Casi todos nosotros habríamos despertado la compasión de Roar Hanson, al menos en un día malo.

No podía resolver ese caso.

Lo mejor sería ocuparme de mis asuntos, cruzar los dedos y esperar a la policía.

Pese a todo, decidí ir en busca de Adrian. Quería saber qué le había dicho Roar Hanson cuando yo, irritada porque el chico me había traído patatas fritas con sabor a pimentón, no había captado por qué trataba con tanta agresividad al pálido pastor con una blanca secreción en las comisuras de los labios.

Al menos el tiempo me pasaría más rápido.

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