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Lo que mueve a los hombres a instituir una república es el deseo de vivir pacíficamente entre ellos y estar protegidos frente a otros hombres, es decir, escapar a la condición de naturaleza. En consecuencia, esta multitud de hombres se pone de acuerdo a través de un pacto entre todos en concederle a un individuo o grupo de personas el derecho a que los represente, efectivamente autorizandolo a actuar como si los actos fueran suyos. Este poder otorgado al soberano le permite hacer lo que considere necesario para proteger al pueblo que lo instituye, a través de una serie de derechos y facultades, siendo el único que los individuos se guardan para sí el derecho a la autopreservación, que es en última instancia lo que motivó originalmente a establecer un poder soberano superior.

Entre los derechos y facultades del soberano está el de determinar qué ideas son aceptables y censurar aquellas doctrinas que pudieran causar discordia en la población. Esto contempla evaluar sobre qué podrán “los hombres hablar a multitudes de personas y quiénes examinarán las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados” (Leviatán, XVIII, 9). Este derecho puede apreciarse en un doble sentido: solo el soberano puede ejercerlo y esto implica que nadie más puede hacerlo. En tanto que lo que preocupa a Hobbes es la seguridad pública, y las acciones de los hombres derivan de sus opiniones, en miras de preservar la paz es necesario atender a ellas con cautela. Esto no debería ser preocupante en tanto una doctrina que se opone a la paz, y por lo tanto a la ley de la Naturaleza, no puede sino ser falsa. De este modo, es potestad del soberano “ser juez o nombrar a todos los jueces sobre opiniones y doctrinas que parezcan necesarios para la paz, previniendo así la discordia y la guerra civil” (ídem).

Este último aspecto es por demás conflictivo, en tanto no cuesta pensar contraejemplos sencillos de doctrinas u opiniones empíricamente adecuadas que al ser introducidas generaron discordia, que bien se propusieron siguiendo lo que sugiere en el capítulo XIII respecto del desarrollo de la ciencia. Una primera lectura del argumento incluso nos sugiere que Hobbes incurre en una falacia, de la forma: “Todas las las doctrinas verdaderas no perturban la paz, hay una doctrina verdadera x que perturba la paz, entonces la doctrina x no es verdaderamente verdadera”. Sin embargo una lectura más caritativa nos permite reconocer que es el extremo lo que preocupa al autor, esto es, levantarse en armas para defender una opinión y no las opiniones privadas. Si bien el asunto de la tolerancia religiosa en Hobbes ha sido materia de debate incluso hasta la actualidad y puede articularse con este aspecto, excede el alcance de esta pregunta.

La tensión que produce este argumento de Hobbes remite directamente a su noción de representación. En particular, al justificarse la potestad del soberano de actuar en nombre del pueblo a partir un pacto entre sus miembros, la autoría de sus actos termina siendo de estos últimos. Son estas personas naturales, cuyas palabras les pertenecen, quienes dan su autoridad al soberano. Esto resulta en la peculiaridad de que los hombres que dieron su autoridad al soberano quedan sometidos a la limitación de este sobre su propia libertad de profesar opiniones públicamente, y en última instancia se someten a la autocensura. Como queda claro con otros comentarios de Hobbes, la libertad para ciertos actos queda restringida al ámbito de lo privado y no se corresponde totalmente con el ámbito de lo público, que responde al bien común y por ello a la preservación de la paz.

Esta tensión, sin embargo, puede resolverse siguiendo al propio Hobbes, si contemplamos que el propósito último de ceder el derecho de autogobierno y la renuncia a otras potestades es la paz. No es potestad del soberano establecer lo que es verdadero e incluso es absurdo, según Hobbes, procurar cambiar las creencias de los hombres por la fuerza. Es consecuente, por tanto, para el ciudadano someterse a esta autocensura (a través del soberano) en lo que respecta a la expresión pública de ciertas opiniones y el juicio que de ellas haga el soberano o quien este determine como juez.



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